Manuel Ulacia

La tumba de Perséfone

Emergen tallos de la nieve,
velas que encienden la llama
en la tumba de mármol de Perséfone
—país del hielo y la Noche—,
narcisos de una nueva estación.
La tierra idéntica devuelve a la luz,
desde el empeño subterráneo de las sombras,
nuevos prados en el valle,
lago vegetal cuando sopla el viento,
donde Narciso en un mediodía
contempla la belleza:
el cielo azul, la silueta de los montes,
y en su misma llama, el sol quemante.

Ciudad de México

Ciudad, cuerpo mordido por dientes de humo,
la furia de la bestia en los motores
circula por arterias que unen puntos,
invisible trazo de constelaciones,
el cielo está sucio,
la noche se dibuja en vidrios rotos,
esponja que absorbe voces,
la luna brilla borrosa,
entre las cortinas de la luz
hay ojos que observan,
en los barrios antiguos manzanas mutiladas,
las fachadas de cantera se derrumban,
lotes baldíos, estacionamientos,
heridas de basura y maleza,
donde se construyen anémicos rascacielos
y en los arrabales hambrientos
casas de cartón,
escritura de la miseria,
bosque metálico de antenas de TV
cubren la superficie hasta el horizonte.
La ciudad duerme,
sólo se escucha
el paso del agua por las alcantarillas,
como una música melancólica.
En una ventana
arde la llama en la mirada de un gato.

Origami para un día de lluvia

[Fragmentos]

Esta lluvia que bate los cristales
es la misma de ayer.
Oyes el golpeteo de sus gotas,
como un tamborileo
que no acaba jamás.
Hace tiempo que escribes.
Las horas se han pasado
y no te has dado cuenta.
Tu amigo trabaja en su habitación.
Hace diez años que están juntos.
Sin buscarlo lo hallaste.
En Sao Paulo llovía.
El azar teje encuentros
como la ciudad calles
que desembocan en la misma plaza.
Esta lluvia que bate los cristales
es la misma de ayer.
El rumor de sus gotas
ha estimulado el árbol de tus nervios.
Has vuelto a vivir lo que ya no existe.
Has ido y regresado.
En tu cráneo, tiempos y espacios
disimiles han pactado, creando
una estrella de varios picos
que apuntan todos hacia el infinito.
Te has encontrado en uno de los vértices
al niño que fuiste, mientras miraba
absorto la lluvia tras el cristal
y en los otros, al muchacho, al joven
y al adulto que fueron
el hijo de aquel niño.
Has caído en la búsqueda de tu ser
desde la alta cúspide de tu insomnio.
Has amado preso en la libertad del amor.
Has buscado por calles que se
borran en la bruma la intersección
de lo que captan los sentidos
con lo que intuye el sinsentido.
Has resucitado en Pascua Florida
al hallar en la nave
de una iglesia la Rosa de Sarón.
Has visitado un Santo.
Has sentido el calor de aquella luz
inexplicable que te hizo salir de tu cuerpo
una noche, mientras éste se fundía con el universo.
Has vuelto a amar.
Has sido para ser.
Buscas en este segundo que
pasa el concierto de todas
las fuerzas que te inventan.
Eres una partícula en la galaxia
que gira en la nada,
un ahora que se recuerda a sí mismo
en el parpadeo de los milenios.
Quien escucha llover ya es otro.
Está sentado en un cuarto futuro
que tú aún no conoces. Te contempla
salir de tu alcoba, cerrar la puerta
y caminar por el jardín en donde
respiras la humedad de la noche.
Esta lluvia que bate los cristales
es la misma de siempre.

Fiesta en un jardín de Tánger

A medianoche,
cuando la bóveda
estaba cuajada de estrellas
y los cometas,
uno tras otro,
caían sobre el mar,
entraste en el jardín secreto
para hallar en él otro cielo:
cien tortugas llevaban
sobre el caparazón
una veladora encendida;
al caminar formaban
constelaciones imprevistas,
titilantes y luminosas rimas,
otra escritura,
por el azar creada.

Viento

Bate el viento los cristales,
las murallas, los tejados;
en desvarío se filtra
por rendijas y escaleras;
es percusión de timbales
en la torre y en el foso;
aliento grave de tubas
en el sendero que baja
al río; silbido agudo
en todas las chimeneas;
movimiento encadenado
en las copas de los árboles;
rápida fuga de nubes
en el cielo azul intenso.
Pausa. Eco. Silencio.
En el castillo no hay nadie.
El viento sopla por todas
partes incesantemente.
Algo en mí también se agita.
Tal vez seas tú, que llegas,
de repente, de muy lejos.

 

Manuel Ulacia [Ciudad de México 1953-2001] estudió Arquitectura en la UNAM, la maestría y el doctorado en Letras en Yale University. Fue profesor en la Universidad de Alcalá de Henares y Yale. Tradujo a Haroldo de Campos y James Merrill. Publicó La materia como ofrenda (1980) y Origami para un día de lluvia (1990).

“El tiempo es un concepto central en la poesía de Manuel Ulacia, sostiene Raúl Olvera. Origami para un día de lluvia, su mayor obra, está relacionada con el término japonés on que implica la idea de obligación, compromiso, deuda, lealtad, gentileza, dulzura, amor. Esa era precisamente la relación del poeta con la vida: a la vez de deuda, dulzura y amor. A partir de los versos: “Esta lluvia que bate los cristales/ es la misma de ayer”, Ulacia establece una reiteración que va confiriendo unidad al poema. El tiempo, su propio tiempo, desde la niñez hasta la edad adulta, desde la frescura primera hasta la época no precisamente de la desilusión, pero sí del interminable repetirse de escenas e imágenes, signa los límites, la extensión misma de la obra. Casi con un ritmo tan vertiginoso como el del pincel y la tinta china cuando éstos infieren sobre la inmaculada superficie del papel, modificándola por medio de acciones deliberadas y accidentes, donde el Azar inscribe sus propias líneas, el estilo del poeta, el andamiento mismo el poema, se va desenvolviendo, erigiéndose a la vez como consagración y remate de la vida, el inicio y el fin de un ciclo, una línea circular, perfecta, que en realidad carece de principio o término.”