Juan Carlos Bautista

 

Diabla la grande

 

No era bonita Diabla la Grande, 
había en su cara bestialidad 
y la recorría ponzoñoso un viento sin recodos. 
Y, sin embargo, 
era un caballo-lirio vestido de mujer, 
un montón de rosas oscuras 
         reclamando caricia en las espinas.

Diabla reía 
y su risa era un ensimismamiento de piedra viva, 
un relámpago en la noche inútil del Marrakech.

Larga, 
como una serpiente su cuello, 
                  tumbada en camastros de hotel, 
               desatada del mástil del día, 
                           entre risitas roncas 
y colores a punto de pudrirse, 
amando su perdición, 
                  el alcohol de su sangre 
                       y su muerte. 
La recuerdo olorosa a cerveza y vómito 
el día que la dejó Pascual 
                           y supo 
que los oscuros solo de amor quieren morir, 

y de vergüenza.

 

La maestra de baile

El baile también es una forma sagaz de volar 
para quien carece de alas.

Es una forma del arrebato para quien carece de locura.

Es un modo de escapar para quien no tiene puertas, 
pero tiene un cuerpo, tiene dos cuerpos, 
y una manera erecta de arder.

Esto, claro, me hace recordar el triste 
caso de la maestra de baile.

La maestra, la sola, 
que se ponía una gardenia sedienta en el peinado 
y un vestido nupcial de corto vuelo, 
para ejercer el baile en el temor de sus días 
como una garza en un campo minado.

La maestra, ojos de extravío, 
nerviosita, 
un poco bebida a veces, 
con esa forma de reír tan agobiante 
y su aristocracia de solterona, 
lamida por el molusco de la virginidad, 
todos los días, todas las noches.

En el salón de baile entraba como una reina, 
casi loca, 
preciosista hasta la autodestrucción,

para después ir cayendo, 
golpeándose contra otros cuerpos, 
contra la oscuridad, 
contra la música.

La hallaron desnuda 
en la sala de su departamento, 
con los tacones calcinados, 
vacía ya la lumbre roja de ese charol, 
y la gardenia pisoteada.

Sólo las huellas delataron al asesino 
— ¡no era un bailarín natural!—, 
huellas del rebusque y de la fuga, 
mojadas en sangre, 
machacadas en el piso 
                           1-2-3 
                               1-2-3 
(vuelta) 
                  1-2-3 
con la precisión dogmática de una lección de baile.

 

 

Puto decía en las frentes

 

Puto decía en las frentes,
puto en las paredes pompeyanas del inodoro,
puto en las manos sebosas
y en los muros ignorados, escrito con odio:
pe de puto en los ojos cuando hacían esas hipérboles,
esas elipsis.
cuando se iban al techo, a la nuca,
la niña desmayada entre secreciones y ronca risa:
puto en esas visiones repentinas,
en esos gestos movedizos,
en la cadera, su abrupta estatua,
sus lentas, desaforadas descripciones:
puto en la locura doliente desde los ojos
como pájaros escapándose
a un cielo que respira su trágico y su cómico,
y se deja caer por el lujo de contemplarse en esa pris
a:
y el dedo que rayaba las sábanas,
tan triste y tan digno,                               
luego removiéndose entre risas,
detenido en el aire, diciéndolo:
"pues sí,
morena (y puto) soy porque el sol me quemó,
¡oh, hijas de Israel!

 

Caín y Abel

Trepado en mí
casi no hacía ruidos,
pero desaforadamente
su bestia comía de mi culo.
Un hombre silencioso en tiempos de guerra.
 

Este hambriento –dije– es mi hermano.           
Y me abrí delicadamente                                   
como un jacinto a la pisada del buey.

Le di agua de mi boca,            
manos que fueron pañuelos para su frente,            
mi espalda como un pan            
y ojos que supieron cerrarse a tiempo.

 

Trepado en mí
dije este hombre es mi hermano

y lo quiero
porque somos igual de pobres
y estamos igual de hambrientos.

 

Rezo coral por la tamalera asesina

Señor: perdónala Tú,
perdona a la mujer que hizo tamales al marido.
A la mujer que no lloró
y, antes bien, se dobló de placer
al hundir los dedos en la masa
y la manteca.

Perdónala:
era sólo una golosa
y en todo caso, una arrebatada,
una delirante.

¿Quiénes somos nosotros para juzgar su locura
cuando los tamales estaban buenísimos?

Perdónala:
no es poca cosa lograr delicia
de una carne embrutecida y vil.

No la juzgues a ella,
juzga su obra: la mezcla perfecta
de la carne del cerdo con la salsa dulce y picante del morita.

¡Perdónala! ¡Perdónala!

Retén su gesto de Verónica
cuando los periodistas llegaron
y le pidieron, para la foto,
que blandiera el cuchillo como una trágica.

 

Temblaba, Señor, temblaba
porque los olores la transían aún,
y ella iba abriéndose a las intuiciones de su lengua.

 

El Cantar del Marrakech

(Fragmentos)

Tras cortinas de nervios y mareos,
catedral hundida en su sueño
entre onirias agazapadas,
estaba el Marrakech.


Las rocolas echaban a volar sus cuervos
y las locas,
de risas lentejuelas
empapaban el aire de miradas.

Las liosas, las dulces, las tibias, las acedas:
nacidas de su amor asustadizo
y del humo triste de la sodomía.
Con sus gestos como puños
y las manos llenas de fervor, ladraban:
vírgenes verriondas
de tardes en declive y noches sin tregua, 
tendidas bajo el sol bajuno de las lámparas.


En el Marrakech eran soberanas,
cerraban las piernas como señoritas y reían como putas.
Oscuras y alegres como algo que va a morir.


Ellas,
las sin vértice,
con el vinagre siempre en la enagua
y la sed, 
y el ardor de esa sed.


Iban al Marrakech inhalando olor de puertos
y ciudades de noche.
Reinas amarillas,
amoratadas,
subidas de color.
Reinas de melancólico fumar 
que oteaban descaradas el pez de los hombres,
tras pestañas egipcias y dolencias abisinias.
Henchidas de presentimientos,
fieles a su embuste,
ligeras y estridentes como plumas,
paseaban su oído, su ternura,
su culo espléndido,
entre el azar de las mesas,
girando con el hábito furioso del insecto.

Iban al Marrakech y lo llamaban alegremente: El Garra
El Marrakech o El Marranech.
Hechizadas ante ese nombre crispado y su conjuro.

-Vamos al Garra, querida.
Hay una loca que da vueltas.
Hay una bicicleta que camina sola.
Hay un hombre que se hinca frente a su verga
como frente a una cruz.
Hay esfínteres que son grandes oradores.
Hay un cábula lamiéndoles las ínfulas.
Hay un gandul con la garganta a media furia.
Hay un niño con los ojos cerrados.
Hay paredes pasándose de verdes.
Hay una loca que camina sola,
como una bicicleta sola,
tan sola que da miedo.
-Vamos al Marrakech, querida.


Y las nalgas se inflaban.
Y los culos se abrían como boquitas.

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Adentro
Sin peso
Cada quien era su cuerpo
Libre de amor
Sin odios ni recuerdos.
Cada quien era su carne
Viva como una rosa animal
Única moneda en nuestras manos.

Y nos entregábamos porque sí
Por vernos la agonía
Mondados los huesos
Y desnuda la sangre.
Era delicioso callar nuestros nombres
Era bendito mentir
Abrazarnos fuertemente
Como si nos fuéramos a caer.

Y caíamos.

 

En el miadero

En el miadero,
largo y solemne como un abrevadero de caballos,
los hombres levitan como iluminados.
Se hincan,
echan a beber la bestia fabulosa;
alguien alarga su sexo como una dádiva:
esa cabrona dama de la caridad.

En el miadero los hombres cierran filas,
se empapan en orines,
untan los muslos
y se abrazan como en el último día del Sexo.
Triste abrevadero de caballos
donde las miradas corren en declive
y las manos,
inocentes y abyectas,
se encienden de barroca necesidad.
Ahí, entre paredes garrapateadas,
los cuerpos chocan contra sus sombras.

Los mingitorios callan supersticiosamente.

Triste, triste abrevadero de caballos:
el sonido de los chorros recrea la furia,
no hay tiempo para las grandes pasiones,
brincan los niños,
enloquecen.

Hugo

Obligado por la resaca
un minuto se quedó callado,
mojó de cerveza sus labios
y su sombra fue húmeda y amarilla.
(Su respiración de fruta casi se podía morder).

17 años: ésa era la cosa.
Se asomaba el ojo del ombligo y entre sus piernas
su sexo niño no dormía ni dejaba dormir.

Hugo:
la cantina levantando sus estípites alrededor
de tu indolencia,
la noche que susurraba para tu pie desnudo
y despiadado,
todo se explicaba por ti.

Todo,
incluso la realeza de las cuinas,
su labio desbordado,
ese festín agrio
que las hundía de pronto en un tiempo duro,
con la sangre burlando su forma de raíz.

No era épica aún tu virilidad,
pero tu dulzura gramosa
levantaba pendones empapados
y las vergas en su laberinto
hacían un ruido intolerable.
Sin que tú lo advirtieras, Hugo,
sin que pudieras vencer el peso
que te embrocaba sobre la tierra,
entre la soldadesca ávida
y bajo la mirada caliente y negrísima de tus enemigas.


Si fuera sólo

Si fuera sólo
desmadrarse tres minutos.
Pero la canción,
Juan Gabriel maldito,
se clava en el hueso
y se entierra detrás de la pupila.
Como enfermedad que dura más allá del microbio,
dulcemente nos quema.

Tú lo sabías,
emergiendo en púrpuras de tu abrigo,
con la voz vasta
del que ha sufrido la pasión de todos.

Tú, profeta
—las mieses cayendo sobre el corazón de tus pobres
y el sexo de los eunucos coronándote—,
no conocías lástima ni reposo.

Ahí va tu evangelio:
en las cantinas, en los tristes hotelitos
y en el radio de las niñas que sueñan.

Ésta es la verdad,
el cuerpo y la sangre
de los que se alzan contra sí mismos.
 

Juan Carlos Bautista (Tonalá, 1964) estudió Comunicación en la UNAM, fue becario del Centro Mexicano de Escritores y el Fonca de Jóvenes Creadores. Ha publicado Lenguas en erección (1990), Cantar del Marrakech (1993), Bestial (2003) y Aluvión de pensamientos inútiles y sublimes (2010), México se escribe con J. Una historia de la cultura gay (2010). Según Sergio González “Los poemas de Bautista son sabiduría del sexo, sarcasmo del deseo, convirtiéndolo en uno de los heterodoxos más brillantes de la literatura mexicana de los últimos años”.  “Brutales al mismo tiempo que compasivos y tiernos, sórdidos y otras veces llenos de humor, los poemas de Bautista, según Lopez de Mesa, retratan un México nocturno y bárbaro, desmesurado y amoroso, irremediablemente trágico. El mundo gay y el mundo de la nota roja se nos muestran sin pudor y trascienden la otredad: todos somos ese asombro y esa pasión que son también desamparo y violencia.”