Francisco Casanova
Eres un buen momento para morirme
		Amaneciendo y anocheciendo
		a un mismo tiempo,
		cariño, ¿no es ésta la forma
		en que te gustaría vivir?
		En mi cabeza hay un álbum
		de fotos amarillentas
		y lo voy completando con mis ojos,
		con los más leves ruidos,
		atrapando olores en el aire
		y en cada sueño que sueño.
		¿Sabes una cosa, pequeña?
		La última página de mi álbum
		tiene tu boca lluviosa mordiéndome un labio,
		un disco de rock and roll
		y calcetines de colores.
		Mis ojos han sido rápidos,
		te he hecho el amor con la ropa puesta
		a través de una
		larga pajita dorada
		mientras cruzabas la calle
		con el cabello ardiendo.
		Pero ahora son tus pies
		quienes dan mis pasos,
		¡así que no te equivoques
		pues me caería!
		Te bebo en cada vaso de agua
		que sacia mi sed,
		mis palabras son claras como niños pequeños
		o espesas como semen empapando cortinas,
		pero hoy tengo que inventar
		un nuevo idioma
		para conversar con tus tiernos maullidos eléctricos
		y los gritos de euforia
		de la gente que vive en tu cabeza.
		Debes saber que a veces
		soy como un entierro interminable,
		siempre triste y azul
		subiendo y bajando
		por la misma calle.
		Pero otras veces soy un río de risa 
		corriéndome por toda la ribera,
		haciendo el amor a la mar,
		una felicidad contagiosa,
		un revólver de amor, nena,
		y voy a disparar justo a tu corazón
		¡bangbang!
		¿te di?
		Quiero arrollarte, enrollarte y arrullarte,
		montaña de aguardiente 
		y tarde rojiza.
		Eres un buen momento para morirme.
		
		
		
		A veces
		
		Cuando la 
		noche me aprisiona
		suelo sentarme frente a una cabina
		telefónica
		y contemplo las bocas que hablan
		para lejanos oídos.
		Y cuando el hielo de la soledad
		me ha desvenado, los barrenderos moros
		canturrean tristemente
		y las estrellas ocupan su lugar,
		yo acaricio el teléfono
		y le susurro sin usar monedas.
		
		
		Muro
		
		Cargado de 
		ausencias, de sabios y grillos,
		el hombre se estrella en la hueca noche
		con el olfato averiado y la brisa fumando su fiebre.
		
		En el volumen del tiempo,
		la fe se tropieza arruinada
		y el turbio gemido de las cloacas se extiende
		con la sed en el rumbo plúmbeo.
		Sin trabajar el sudor,
		sin que tus visiones te ingieran,
		así se espera el nuevo amanecer
		(con algo más de fuego en los bolsillos).
		
		Luego, en el séptimo despertar,
		las eternas ojeras te calumnian
		y las orugas siguen presas en el muro.
		Este viejo sol está harto de brillar.
		
		
		Habitación 128
		
		Al final del 
		invierno te hablé tan rápido
		como una armónica de boogie woogie, 
		y en cuarto oscuro como un sueño
		vi moverse tus asustadizos pezones 
		como peces fuera del agua.
		Y te juro por el fantasma de Hendrix 
		que oí la trompeta de ataque
		del Séptimo de Caballería y un grito siux
		que te cruzó el sexo.
 
Reo
		
		Uno, dos…
		Jeremías cuenta hasta cien
		mientras rezas.
		Las caleseras pútridas en los baúles
		y los gemelos de ojo de cangrejo
		y las babas de almidón.
		Jeremías, ponte el medallón azul
		con el santo que camina por la
		mar con babuchas de ojimel.
		Nueve, diez,
		los rusos llevaban gorros de
		piel de Caín,
		los bárbaros eran bolos
		trenzados y los romanos
		canes de oropel.
		Diecinueve, veinte,
		El aljibe arde, las mujeres
		de mis hijos, comidas por las bestias
		del Caribe.
		Dios sabe que mi corazoncillo
		es un patio desnudo,
		la oquedad del cántaro vacío.
		Treinta y nueve, cuarenta,
		Yo vi los monstruos del cielo
		descender hasta mí y hablarme
		del polen del sol,
		las estancias del vidrio,
		los secretos de la alquimia.
		Jeremías, declárate loco,
		renuncia a tu visión.
		Cincuenta, cincuenta y uno,
		la ceremonia entre estalactitas,
		los ángeles con pelos de hierro y
		meollo en mano, con lepra
		sus cuerpos cascajosos lamían cuernos
		de luz interna.
		Ochenta y cinco, ochenta y seis,
		averno, tu corona me ciega.
		Jeremías, la hora llega,
		apuras tus ideas, ríndete.
		Ellos moran aquí, son pequeños y enormes,
		están en el agua, en el coito,
		en los relojes,
		noventa y nueve.
 
Suelo quedar dormido
		
		Mirando la 
		luz de una vela,
		en mis sueños la llama incendia la noche
		que cae como el telón al final de una tragedia,
		el fuego sigue creciendo como un niño interminable,
		en el sótano perecen los fantasmas olvidados
		y en las calles sin salida
		mis amigos se agolpan temblorosos.
		Esa música crujiente
		que avanza como un ejército de muertos,
		el viento inflamable que destroza las estaciones
		como la coz de un caballo en libertad,
		así de fuerte es mi venganza,
		así me ahorco con la soga del campanario
		para que os persiga la música del metal
		que mata.
		Y nunca más haréis el amor
		ni oleréis ese manjar que es el agua.
		Pero cuando el tren el sueño
		se detiene, es imposible describir
		la tristeza que retorna a mis ojos,
		testigos ridículos de ese trozo
		de cera que se está consumiendo.
 
Francisco Casanova [Santa Cruz de la Palma, 1956 –1976] es considerado, junto a Leopoldo María Panero, otro poeta maldito. Adolescente, llegó a Tenerife donde fundó un grupo de rock y se dedicó a leer, compulsivamente, en Rimbaud, Pessoa, Whitman, Breton, Hesse... Murió cuando cursaba el tercer año de Filología Hispánica en la Universidad de La Laguna, donde conoció y trato a un buen número de los intelectuales canarios de entonces. Según los informes de la policía, falleció a causa de un escape de gas mientras tomaba una ducha en su domicilio. A los diecisiete años obtuvo, con El invernadero (1973) el premio de poesía Julio Tovar. A los dieciocho años ganó el Pérez Armas de novela con El don de Vorace (1974), una parodia de El túnel, de Ernesto Sábato. Su poesía ha sido recopilada en La memoria olvidada, de 1990.
Copyright© Arquitrave - Circula cuatro veces 
al año. Con el soporte de Alberto da Costa e Silva, Antonio Caballero Holguín, 
Antonio José Ponte, Daniel Balderston, Diómedes Cordero, Elkin Restrepo, 
Guillermo Angulo, Juan Carlos Pastrana Arango, José Manuel Caballero Bonald, 
José Prats Sariol, Julia Saltzmann, Luis Miguel Madrid, Mouslin Al-Ramli, Pablo 
Felipe Arango, Rafael Arráiz Lucca, Raúl Rivero Castañeda y Rowena Hill.
Diseño y edición Harold Alvarado Tenorio y Mauricio Muñoz
