Dimas Prychyslyy
Rituales cotidianos
		
		Mear tiene 
		algo de espera,
		algo de esa espera enfermiza 
		de cuando llegan los amigos.
		Mear tiene algo de rumor espumoso 
		que mancha las tazas de los wáteres
		y por consiguiente las barras de los bares,
		y anega las gasolineras de olores viajeros,
		y nos recuerda que uno ha sido niño 
		y apenas se la encontraba.
		
		Mear tiene gusto a suspenso, 
		a itinerario perdido,
		a noches en burbujas de cannabis, 
		tiene un hilo elástico de relación podrida,
		de arena renal mezclada con esperma…
		Mear es el paraíso de las seis de la mañana.
		Mear recuerda eso de esculpirle de amarillo
		el corazón a una madre.
		
		Mear si fumas atrae nubes grises al cuarto de baño,
		invita a sentarte y descubrir secretos a la sucia boca del trono.
		
		Mear invita a escuchar a los vecinos,
		a imaginar que eres el agua que recorre 
		la espalda de aquel que está al otro lado del tabique,
		me temo que mear es una limpieza de lo sagrado
		- ni dioses ni demonios mean, 
		ni beben, ni lloran, ni se corren, ni se desangran- 
		
		Ya sabéis que cuando escribo de verdad 
		siempre escribo sobre hombres-
		están diseñados para que el chorro 
		juegue a hacer burbujas en el charco,
		todos los que tengan amigos con buena puntería
		habrán oído ruidos animales
		- tipo camello o toro- 
		salir en cascada del retrete.
		
		Mear sin duda tiene ese típico dorado
		pero a veces anuncia complicaciones 
		o preludios a la muerte (con manchas rojas)
		piedras en el riñón o trasplantes (con gritos e insultos)
		y en esas ocasiones el color no se aprecia 
		por las manchas y estrellas que causa el daño en la vista.
		
		El charco de meada en la boca del wáter
		es un espectáculo humillante 
		que cualquier persona decente mira
		(independientemente de la adicción a la lluvia dorada).
		
		Mear meando la meada
		es sacarse tibias miradas de los ojos,
		y sonreír sin que te vea nadie
		y en ocasiones ahorrar agua y evitar ruidos.
		
		
		Mamá
		
		La casa es un lugar absurdo,
		insano,
		enorme,
		solo hay 27 libros que realmente valgan la pena.
		Flotan ladridos de perros
		y monotonía de ventiladores.
		Ruidos de la calle.
		Niños.
		Hace meses que nadie usa la cocina.
		
		Mamá se asusta de nuevo al verme.
		Por cuarta vez
		me pregunta cómo me llamo
		y si espero a alguien
		y que encantada
		y yo que sí
		y que igualmente
		y que no se preocupe, le digo,
		que en esta casa
		–repite casa–
		no entran desconocidos
		–repite desconocidos.
		
		Camina unos pasos temblorosa,
		unas gotas de zumo de naranja
		se derraman de su vaso
		y de repente vuelve a quedarse quieta
		y se pierde.
		Se gira de nuevo y vuelve a saludarme,
		yo le indico con un gesto, que me duele,
		la puerta que da al jardín.
		Y me preocupo
		de que no encuentre una silla donde sentarse,
		de que se atragante con alguna pepita 
		que pudo haberse colado en el zumo.
		
		
		La lluvia 
		
		Me tiré en la cama,
		la torre de ropa recién planchada
		se derrumbó sin hacer ruido.
		
		Tenías los pezones fríos,
		mi aliento buscaba tu principio bajo la sábana
		(tú aún dormido).
		
		Desde el primer instante
		lo entendí como un regalo.
		Hundí mis dedos entre tu pelo
		(tú ya despierto, dejándote).
		
		Sentí la barba en el cuello,
		y callado, mientras te levantabas,
		me arrodillé de pronto,
		a modo de disculpa.
		
		Entonces,
		entendiendo que nunca se levantaría,
		te intenté subir el pijama
		más allá de la gris cintura.
		
		De pronto, sentí
		la lluvia en la cara.
		
		
		Molly House
		
		Ni era el Mother Clap ni estaba en Holborn.
		Sonaba una música extraña
		que no cabía en el recuerdo,
		los hombres eran negras sombras
		que se deslizaban por la puerta
		al romper la noche las pocas esperanzas
		que no se había cargado el día.
		
		La primera vez que entré en ese Edén
		de negros y metales,
		a ese templo de camas
		suspendidas entre gemidos,
		me senté y observé el lento juego
		de émbolos y muslos
		dispersos entre la sorda bacanal
		de las pantallas.
		
		La primera vez que me adentré 
		en esas espesuras
		pensé en los héroes provenzales
		y sus pruebas en los bosques,
		en el éxtasis de Santa Teresa,
		el presidio de San Juan,
		en las galeras, en un espejismo fractal
		de un Dios transfigurado en Charlton Heston.
		
		Aquellos hospitales de ultramar,
		aquellas tumbas que derramaban vida,
		aquel ensueño de morada última
		lo regentaba un transformista viejo,
		mezcla de Sócrates y Carmen de Mairena,
		índole de Celestina y Marco Aurelio.
		
		Escuchaba en la barra a todo aquel que quisiera
		rejuvenecerle el oído,
		cantaba coplas, pedía churros cuando amanecía,
		y aseguraba ser la mismísima Bizcocha
		y arrepentirse de haber vendido a la Lirio
		que era en realidad un bellísimo muchacho.
 
El cassette de los Beatles
		
		Una montaña 
		de extremidades 
		es nido de diminutas moscas.
		Los dos cuerpos se agitan
		como esa mariposa que mamá crucificó
		en la cajetilla del cassette de los Beatles
		aquel verano del 94.
 
Las despedidas
		
		Hacíamos 
		cuencos con las palmas de las manos
		para enterrar a nuestros hijos en caras desconocidas.
		
		Bebíamos en ocasiones el silencio de los cuarto oscuros, 
		el chasquido de gastados mecheros,
		la caída parcial de algún mito.
		
		Ahí todos éramos iguales.
		
		Llorábamos a nuestras madres cuando ya era tarde,
		muy tarde ya,
		para despedirnos de ellas.
 
Del día después
		Después del 
		cigarro y el café
		vuelvo a mirar por la ventana,
		a describir la soledad, la mudez y el desorden
		de las habitaciones
		de la que nunca será mi casa.
		Busco entre los papeles
		-con mirada que procuro creer seria e imperturbable-
		aquel recibo donde garabateé tu número,
		el color de tus ojos,
		las notas en las que pude -muy por encima-
		resumir el escalofrío de tus susurros.
		
		Recuerdo los ladrillos de fuera
		y la moqueta del rellano manchada de sangre,
		todas aquellas siluetas
		entre la bruma de las copas
		y como las cosas entonces tenían un sentido...
		
		Y aunque las palabras fueron confusas
		nunca fueron más ciertas las miradas...
		
		Todo ello girando en torno 
		al color de esos ojos olvidados,
		todo en torno a un número perdido,
		todo en una noche que me bebo
		y no acabo nunca
		de encontrarte en mis garabatos
		entre los papeles de mi cuarto
		y los papeles de la pantalla,
		y los papeles, que, perdidos,
		esconden los fantasmas
		de los cuerpos decapitados de David y Venus
		mientras observan la silenciosa
		sombra de tus pasos,
		detrás de mí,
		por el pasillo.
 
Dimas Prychyslyy [Elisavetgrado, 1992], es graduado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y Máster en Escritura Creativa por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado Mudocinética (2010) y ha sido galardonado con el Premio València Nova por Molly House (2017). Escribe para acercarse a temas como la identidad, la marginalidad o el homoerotismo. "Escribo poesía porque es inevitable –ha dicho-- y porque es una forma diferente de expresarse y de descodificar el mundo y de entenderse uno, pero no sé si con vistas a publicar, porque uno aprende a divorciarse de los géneros que lo maltratan y la poesía es un poquito dada a las hostias”. Y asegura que “no entiende "la poesía de ahora", esas "cursiladas" en tuiteros, "instagrameres" y "youtuberes": "eso no es un nuevo tipo de poesía sino un nuevo tipo de mal gusto que ya ha tocado techo, que digan lo que quieran, eso no es poesía".
Copyright© Arquitrave - Circula cuatro veces 
al año. Con el soporte de Alberto da Costa e Silva, Antonio Caballero Holguín, 
Antonio José Ponte, Daniel Balderston, Diómedes Cordero, Elkin Restrepo, 
Guillermo Angulo, Juan Carlos Pastrana Arango, José Manuel Caballero Bonald, 
José Prats Sariol, Julia Saltzmann, Luis Miguel Madrid, Mouslin Al-Ramli, Pablo 
Felipe Arango, Rafael Arráiz Lucca, Raúl Rivero Castañeda y Rowena Hill.
Diseño y edición Harold Alvarado Tenorio y Mauricio Muñoz
