JOSÉ MANUEL RECILLAS
Antes de todo antes…
		
		Antes de todo antes
            previo a la 
		lluvia que jugó
            gozosa entre 
		tus piernas
		antes que todo viaje y travesías
            cruzaran tu 
		camino
		antes que el Verbo fuera pronunciado
		antes que toda sentencia hubiese sido promulgada
		antes que luz y sombras separadas fueran
		antes de haber nacido todo silencio sobre tus labios
		antes que la erupción de un Vesubio
            dejase en el 
		olvido a generaciones
		antes que todo fruto fuese niebla y esperanza de un aquí jamás 
		postergado
		antes de darte el nombre de una ciudad imprevista
		antes que todo en ti fuera manzana y primavera
		antes que toda primavera rodase sobre tus senos y tus sienes
            bendiciendo 
		en su silencio lo humano todo
		antes que del olvido se desprenda el oro
            que a toda 
		empresa humana espera
		antes que todo calle, y sea noche, y luna, y precipicio
		antes que ya no pueda más decirte casi en llanto
            casi en canto
                    
		casi en palabra inmerecida
		antes de yo saber algún saber prosaico
		antes de todo nacimiento y religión
            estaban ya 
		tus ojos y tus labios
            mirando a 
		todo en flor
		antes de todo antes
		Novalis
		
		He pensado en la noche tantas veces, 
		en la palabra Noche, 
		o simplemente en La palabra, 
		en ese oficio de sembrar el mundo 
		con algo tan evanescente y nimio
		a lo que algunos siguen y se aferran,
		que dura un parpadeo apenas
		frente al olvido y su marea inmensa
		mientras el canto de alguna forma persiste
		como una lejana estrella a punto de apagarse para siempre.
		
		He pasado por la noche tantas veces, 
		por sus magnánimas, dolientes manos, 
		por su espesura primigenia y núbil,
		como si de otra tierra prometida se tratase
		y otras palabras, mudas, me nombrasen
		y en silencio dijesen sólo un nombre, 
		y al decirlo, lo hubiesen dicho todo.
		
		Hay palabras, o nombres, que diciéndolo todo, 
		apenas son oídos, venerados,
		y a duras penas una fe constante en unos pocos.
		Por haber dicho tu nombre y nombrarlo todo, contigo 
		y la palabra que te dice, la flor oscura del pantano
		con que a tu estirpe bautizaron otros,
		es que amándolo todo estoy 
		y por ti estoy en beso y en bautizo 
		al mundo entero dando nombre.
		 
		Una elegía a Woody Allen
		
		No voy a renunciar a la alta noche, 
		ni a la espada ni al amargo designio
		con el que, como Ulises, los imperios
		se han elevado igual que hundido. No 
		pido sino lo que me fue ofrecido, 
		igual que a los demás que, en su silencio,
		me han precedido: lo imperecedero,
		de mi nombre y la gloria de haber escrito,
		de haber durado más que lo mortal 
		y que el imperio de la fatua fama
		por medio de la letra y de la tinta, 
		del argentino espejo en movimiento,
		de haber creído en lo que creo: el oro
		recurrente del tiempo y su misterio,
		el templo que celebra una amistad,
		las horas incesantes de lectura
		y el hábil deletreo de la música,
		ese lenguaje puro que nos salva
		de los otros y de nosotros mismos.
		
		Del mundo y sus tesoros sólo espero
		el resignado acontecer de un sol
		que una vez más verá al impío igual
		que al justo al descender como una espada,
		segando igual al trigo que al delirio,
		como si un beso ensangrentara el siglo
		y quien ama no viese ya el mañana,
		tajando igual el pecho temerario
		que sagas inmortales por el Ródano.
		Atardeceres mustios uno puede 
		lentamente observar, como si en lágrimas
		los días regresaran y se hiciesen
		no sombra sino copa para el alba, 
		celebración de la miseria diaria,
		de la caducidad, de lo fortuito.
		No debería, entonces, importarme
		la pica, el paredón o el día en corte.
		También son instrumentos del destino
		que, como el sol y la alta primavera,
		como el amor que a diario vive y muere,
		carecen de importancia, pues lo suyo
		no es perdurar ni ser materia nueva
		para algo hermoso construir y amar.
		Aunque la hormiga se haga laberinto,
		y aunque su empeño el subsuelo horade,
		es sólo mecanismo, y vanidad
		de algunos empeñados en la ruina
		y destrucción de todo lo que vibra
		y anhelo de durar allende el día
		en vez de sólo ser un animal
		huyendo de otro que está en cacería,
		y noblemente anteponiendo al hambre
		su potente y vana musculatura.
		No espero, ni deseo, de ellos juicio
		alguno. Siempre estoy frente a la noche inmensa,
		como debió de estar Ulises ante
		el silencio y la desatada Rosa,
		como se puede estar de solitario
		cuando ni los de uno están contigo.
		Zarpé hace mucho con puros extraños,
		la travesía muchos no siguieron
		e igual de ajenos se quedaron. Es
		una simple constatación humana.
		Y pienso cada noche en lo que amé,
		en el amor total de lo creado,
		en el amor tonal de lo creado,
		de esa materia perdurable y noble
		que cada vez más rara vez se ve,
		en la ambición de ir a Cartago, una
		vez más, y saberlo perdido todo,
		y alzar el canto frente a la derrota,
		y en eso que es el juicio lábil de hoy,
		cuando se mezcla el agua y el aceite
		justo antes del naufragio, o del sueño.
		
		Y a veces me pregunto, frente a la horca,
		¿a qué tendría derecho hoy Ulises,
		o quien cantar quisiera, nuevamente,
		sus viajes, desventuras y desvelos,
		si un cielo plúmbeo está cayendo ahora
		como una lluvia ahogando a la ciudad
		envuelta en una lengua viperina,
		ofídica, cantábrica y luzbélica?
		También la citadela que nos puebla
		y posible hace que nosotros seamos,
		y enfrentemos lo insensato y burdo
		
		
		¾lo 
		siempre repetido como el sol,
		la niebla de otros tiempos y otras lenguas
		con templanza y una sonrisa mustia¾,
		sitiada está como Constantinopla,
		y no por los herejes y su ejército,
		sino por esos bárbaros, descritos
		por Cavafis, el impasible griego
		que vio arrasada su patria también,
		y hoy como ayer tal vez baste esperar
		a que la ruina llegue, así nomás,
		como el meteoro que acabó los saurios,
		inopinadamente, sin razón.
		Pero no somos esos dinosaurios,
		aunque la misma suerte nos aguarde.
		En otros algo acaso de nosotros
		quedará, como el tácito silencio
		de la espada, de la esperanza ignara
		igual que de la sangre derramada.
		Hoy sólo la derrota y el desprecio
		el fiel de la balanza, o el talento,
		son, igual que la cicuta bebida
		por Sócrates, rodeado por la plebe.
		Tal vez eso nos quede, y será mucho.
		Si en el mañana alguien recuerda a Sócrates,
		quizás también recuerde a esta ciudad
		y a sus judíos, siempre castigados
		por ser judíos y por ser humanos,
		por ser la sal hereditaria y viva
		de algo que apenas se puede pronunciar.
		No os olvidéis de aquel que fue vigía,
		y que cuidando estuvo aquella posta
		que nadie más en la ciudad cuidó
		cuando a nadie más volvió a importarle.
		
		Porque herido de vida está el que vive 
		solamente este día, de temblores,
		de resplandores fríos, fragmentarios,
		de algo que placer parece, rodeado.
		No hay otra forma de vivir la vida, 
		de amar lo que el olvido borrará.
		
		Senderos hay, y amaneceres vistos 
		que nada son si no son compartidos,
		oscuras salas donde lo vivido
		es como el sueño de un amor sencillo,
		ajeno a lo que dicta la experiencia
		de oír o de entender lo que se ha dicho,
		de alzar la vista y no pensar, sentir,
		viajar callando y entregar el alma
		como dos manos que han estado allí
		por siempre, sólo a punto de besar,
		besarlo todo y estallar en llanto.
		 
José Manuel Recillas (1964) es Presidente fundador de la Academia Mexicana de Poesía. Ha publicado De sombra y olvido (2022, Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez de Coral Gables); Atrévete a mirar, tú, que no quieres (2016, Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen); Mahler (2015); El sueño del alquimista (2015, 1998); Sidereus nuncius (2009), Entre el sol amarillo del escombro (2003) y La ventana y el balcón (1992).
