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 Odia el ángulo recto tanto como  el capitalismo. Oscar Niemeyer, que cumplió  100 años, ha sido un comunista convencido y un  arquitecto atípico: nunca ha pensado que la arquitectura pudiera cambiar el  mundo. "Para cambiar la vida de los pobres hay que salir a la calle y  protestar", asegura. En los últimos días, el ático con vistas a la Playa  de Copacabana desde el que defiende a los desheredados ha visto circular al  embajador ruso, que le llevó el collar de la unidad de los pueblos, al  presidente Lula, que le impuso la Medalla al mérito cultural y a un enviado de  Nicholas Sarkozy, que le impuso la Legión de Honor. Artífice de la ciudad de  Brasilia, pocos creadores cuajan una obra capaz de representar el espíritu de  su país y menos mantienen, inquebrantable, un perfil tan obcecado. Niemeyer no  acudió a recoger el Pritzker que le concedieron en 1988. Tampoco el Príncipe de  Asturias del año siguiente. Tiene miedo a volar. Puede parecer una anécdota,  pero es un rasgo de carácter en alguien que, durante años, y para construir la  capital del país, recorrió en coche los más de mil kilómetros que separan  Brasilia de su piso en Rio de Janeiro. Desde la terraza, Niemeyer alarga  la vista para atisbar las curvas de las bañistas y las montañas que luego lleva  a sus diseños. Frente al mar, más allá del Pan de Azúcar, puede ver el platillo  volante de su Museo en Niteroi. Y en la misma ciudad, pero muchas estaciones de  metro tierra adentro, están sus monumentos a los obreros huelguistas y los  campesinos sin tierra. Niemeyer fue un carioca  desocupado y bohemio que decidió estudiar cuando, a los 21 años, se casó con  Annita, una inmigrante italiana con la que compartiría éxitos, exilio y una  hija. Siendo estudiante, conoció a Le Corbusier y a Lucio Costa, el urbanista  al que llamaría para dibujar Brasilia en los años 50. Desde que, en 1945,  donara su despacho para montar la sede brasileña del partido, ha sido también  un comunista autor de hermosas iglesias, como la de San Francisco en Belo  Horizonte, que tardaron 16 años en consagrar porque tenía un aspecto  irreverente. Por ese carné, le han negado varias  veces el visado para Estados Unidos. Y aunque en 1939 desembarcó para levantar  el pabellón brasileño en la Feria de Nueva York, no consiguió entrar para dar  clase en Yale ni para convertirse en decano de Harvard. De Gaulle promulgó un  decreto que le permitió construir en Francia el tiempo que la dictadura militar  lo obligó a exiliarse en París. Allí levantó la sede del Partido Comunista. Y  esa conexión política lo llevó a construir la Editorial Mondadori en Milán. Siempre ha defendido que la lucha  política es más importante que la arquitectura y para homenajear a su abuelo,  un ministro del tribunal supremo de quién dice haber heredado la solidaridad,  sus últimos trabajos los ha firmado con su nombre completo Oscar Ribeiro de  Almeida Niemeyer. "Mi abuelo fue un hombre útil y murió pobre. Qué  orgullo", ha dicho. Su receta para la eterna juventud es actuar como si  tuviera cuarenta años. Hace dos, se casó con su secretaria de sesenta. Y hoy,  además de en Avilés, construye un auditorio en Ravello, un parque acuático en  Postdam y la Plaza del Pueblo en Brasilia. Todo sin moverse ya de Copacabana.  Convencido de que deben erradicarse las desigualdades, quiere que se le  recuerde como "un ser humano que pasó por la tierra como los demás".  Natxu Zabalbeascoa |