Los mercaderes de la literatura

Pocas veces habremos hablado de un libro tan interesante como éste. Interesante entre comillas, claro, dado que aborda la lamentable situación de la literatura en la actualidad, un tema que se arrastra por cenáculos y medios desde hace años, sin que se llegue a una solución; posiblemente porque no existe, aunque no es que los interesados se afanen en hallarla, desde luego.
¿Que qué ocurre con la literatura? Pues que hemos alcanzado unas cotas de inmovilismo y complacencia como pocas veces se habrán visto en las artes. Del último tercio del siglo XX hasta ahora, la narrativa española se ha convertido en un coto empresarial, dirigido desde despachos y agencias, en lugar de reposar en las mesas de trabajo de los autores; éstos, a su vez, se han transformado en chamarileros que mercadean con su obra y la exponen al público no como un producto de su trabajo, sino como un medio para ganarse el pan, promocionarse y subir un peldaño en la escalera hacia el reconocimiento… mediático.
Nada de todo esto es nuevo, por supuesto, aunque es curioso que día tras día el tema esté ahí, el debate suscitado por algún acontecimiento (Marsé y el Planeta, Etxebarría y los plagios…) de forma periódica. Y sobre ello se arma el libro de Germán Gullón, que, como muchos buenos libros, no otorga respuestas claras, sino que suscita las preguntas y la reflexión.
Básicamente, y por hacer un pequeño resumen del contenido, Gullón afirma que la literatura española ha sufrido desde (más o menos) la segunda mitad del siglo XX un inmovilismo absoluto, que la ha llevado a encastillarse en posiciones esteticistas defendidas desde la crítica tradicional, que marca el camino por el que debe discurrir la narrativa. De esta manera, se dificulta el acceso a la literatura «consolidada» (o institucional, en el mejor de los sentidos) a los nuevos narradores y, por otro lado, se mantiene a la masa lectora (y ése es un tema que daría mucho de sí, pero que no se toca en el libro) en una estudiada indiferencia hacia la realidad, aturdida como está por esa artificiosidad narrativa.Hemos perdido la batalla ganada por Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas y Emilia Pardo Bazán, entre otros, allá por el último tercio del XIX, cuando lograron que la literatura fuera también un documento digno que abordaba temas importantes, que afectaban al destino de sus conciudadanos.
El autor señala a varios culpables de esta situación: a los editores —por poner la cultura al servicio del marketing—, a los autores —por venderse tan fácilmente—, a los críticos —por comulgar con ruedas de molino y enclaustrar la literatura— y a los lectores —por dejarse engañar de manera tan zafia y vulgar—.
Por supuesto, las opiniones de Gullón son personales, y uno no está de acuerdo con todas. Por ejemplo, considera escritores a tener en cuenta a José Ángel Mañas o Lucía Etxebarría sólo porque tocan temas sociales de cierta actualidad, lo cual es un poco exagerado y, si me permiten, absurdo; también Fernando San Basilio hace eso con “Curso de librería“, pero evita caer en topicazos a lo “American Psycho” o a lo “Generación X”. Lo cual indica que no hace falta romper todas las reglas para resultar interesante: basta escribir (y pensar —dos cosas que deberían ir de la mano—) de forma inteligente y mirar alrededor sin una venda en los ojos.
Interesante es que Gullón, al contrario que André Schiffrin, no se ponga apocalíptico y confíe en las nuevas tecnologías como difusores del libro, ampliando su concepto. Así, aunque no los cite, los blogs podrían ser la nueva alternativa a la crítica establecida, más tradicionalista y «selecta», en tanto su labor es menos sectaria y pueden dar resonancia a otras voces más minoritarias. Eso es lo que viene sucediendo en lo que se refiere al género breve, al relato, casi siempre ninguneado —cuando no directamente despreciado— por la crítica oficial, y en cuyo seno se pueden encontrar hoy por hoy las mejores páginas de la narrativa española.
¿Soluciones? Ninguna, por supuesto. De lo que se trata es de mostrar la dejadez, la decadencia, la negligencia de todos los elementos implicados. Pero también se deja la puerta abierta a esos nuevos modos de leer, de entender la literatura y de mostrarla. Quizá la función de la crítica sea cuestionable desde muchos puntos de vista, pero uno termina el libro con la impresión de que el autor apuesta por una nueva forma de asimilar la narrativa: una crítica seria, pero sencilla, que prime la labor «social» del libro sobre sus aspectos estéticos (ojo, sin despreciarlos, puesto que de lo que se trata, al fin y al cabo, es de hacer arte), que trate de entresacar aspectos de la obra sin estar constreñida por reglas o metodologías, sino confiando en las sensaciones y las emociones, que se aleje de palabrería, etiquetas, denominaciones y terminología y se acerque al lector, lo busque y le susurre al oído lo bueno o malo que es el libro.
Algo que, lamentablemente, no va a suceder, puesto que los aspirantes a críticos —muchos de ellos, precisamente, predicando desde el púlpito a través de sus blogs— tan sólo pretenden subir un peldaño en esa escalera que les coronará, en un futuro próximo, como los siguientes en ostentar el poder, en hundir o salvar a los autores con un gesto del pulgar. Para ello, claro, utilizan las herramientas a su alcance, que no son sino las que usan sus enemigos, los críticos «establecidos»; el método, como no podía ser de otra manera, es llevar la contraria al estamento literario por sistema, haya o no razones que lo corroboren.
Tampoco los escritores parecen querer arriesgar nada. Los que ya están arriba, por no perder su posición privilegiada; los que aún no lo están, porque quieren encajar rápidamente en el sistema y entrar en la rueda de la fortuna que significa firmar un contrato con una editorial. Asimismo, los lectores sin criterio que no van más allá de las mesas de novedades no ayudan demasiado a exigir un cambio en la política editorial mayoritaria, tragando con todo lo que se les pone por delante sin plantearse si les ayuda a formarse una opinión o, simplemente, a anestesiarse frente a una realidad que no gusta a nadie.
Habría mucho que decir acerca de las preguntas que plantea “Los mercaderes en el templo de la literatura”, pero la reseña se extendería demasiado, y no es el lugar adecuado, ni uno es el mejor moderador posible. Sólo cabe recomendar su lectura para que se abran un poco los ojos ante la miserable realidad editorial que nos rodea, aun cuando existan (afortunadamente) muchas excepciones.

Antonio Arroyo Almaraz