Tlön, Uqbar, Orbis Tertius

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hasta el siglo diecisiete algunas de las mentes más lúcidas seguían creyendo, como los pensadores cristianos de la Alta Edad Media, que la condición natural del hombre era ser «pobre, desagradable, torpe y pequeño». Convencidos de la necesidad de abandonar tan triste situación, las inteligencias europeas se dieron a la tarea de imaginar monstruosos aparatos de sometimiento y control, sosteniendo que mediante la razón y la luz de la inteligencia, se habría de acabar con el dominio bárbaro, del crimen y la espada, como medios para dirimir la sucesión y estabilidad de los gobiernos.

Las poderosas aristocracias surgidas al sur y al norte de Europa, hace quinientos años hicieron de la nación-estado su razón de ser, creando nuevos sistemas de organización desconocidos hasta entonces. Así, pueblos, tribus y hasta «naturales» amanecieron un día convertidos en franceses, españoles, italianos, etc. Habían aparecido las lenguas nacionales y los estados nacionales. Lengua y literatura se hicieron comunes mediante el domino central de quienes habían vencido en las guerras intestinas al interior de sus nuevos países. Surgieron las epopeyas nue­vas y la nueva lírica.

La gran invención ideológica para esta transformación de occidente fue la rebelión de los comerciantes y mercaderes cristianos contra el dominio absoluto de la Iglesia de Roma. La reforma protestante, cuyos líderes hicieron de la pólvora y la imprenta, los instrumentos para derrotar las espadas y la fe del papado. Luego, los ilustrados impondrían a filo de guillotinas, la doctrina de la democratización de la enseñanza entre lo que ellos denominaban las masas y así llegaríamos al siglo veinte, donde parece han sucumbido todos los delirios de organización social de occidente. La civilización solo inventó las guerras y los imperialismos más atroces que conozca la historia.

Lo que nadie ha dicho, entre tantas hipocresías históricas, es que Marco Polo [Venecia, 1254-1324] trajo de oriente, entre historias de fábula y de engaño, la pólvora, la imprenta y la noticia de que en aquellos mundos todos parecía permanecer en orden, merced a una institución ya milenaria llamada la Burocracia Celeste del Reino del Centro. Y que el viaje de Cristóbal Colón [¿Génova?, 1451-1506] fue el corolario de la incesante búsqueda de una solución al prolongado conflicto entre la media luna y la cruz [llamado hoy Palestina, Israel, Torres Gemelas, 11-M]. Todavía bien entrado el siglo XV los musulmanes dominaban un mundo desde el Atlántico hasta Indonesia, apenas comprable con el imperio de los Ming. La deslumbrante noticia según la cual allende la mar tenebras había un universo ordenado, así fuese infiel, permitía creer a los poderosos emperadores y pontífices, la posibilidad de una alianza, que sin acercarles, les beneficiase, aislando y dominando a los moros, que ya llevaban más de ocho siglos en el continente. Los árabes no cesaban de bloquear el comercio y las comunicaciones creando incertidumbre en los futuros. Lo que explicaría la fabulosa existencia y su búsqueda, del llamado Preste Juan de las Indias, un rey y sacerdote cristiano, dueño de un inmenso reino situado en Asia, lejos del dominio sarraceno, de donde habrían partido los Reyes Magos, y que podía ser el mismo Tíbet. El Papa Alejandro III y la Liga Lombarda desearon una alianza con él, Alejandro IV envió al monje Ascelino en su búsqueda, Inocencio IV a Juan de Plan Carpino, con cuyas indagaciones y los consejos antislamitas de San Luis, rey de Francia, quiso en el Concilio de Lyon pactar con los asiáticos.

Sabemos, además, que durante la dinastía Yuan el kan Hulago firmó un tratado comercial con Jaime I de Aragón, Alfonso X de Castilla y Carlos de Anjou. A finales del XIII un monje nestoriano llegó a Francia desde Beijing o Cambaluc y no olvidemos que Juan de Montecorvino fue Arzobispo de esa capital a comienzos del XIV. Por algo en las Capitulaciones de Santa Fe entre Colón y los Reyes Católicos reza que uno de los deberes del almirante es “dar embaxada de Vuesas Altezas ante Preste Juan y Gran Kan después de haber dado fin a la guerra de los moros y de haber echado fuera todos los judíos”.

Entonces los comerciantes y los industriales levantaron con los ejércitos y la pólvora los nuevos estados y con ellos dominaron el mundo. Inglaterra, controlando la navegación por los océanos, se apoderó del comercio mundial; Francia hizo de la economía nacional el centro de su poderío. Más de ciento cincuenta años duró la disputa entre estos dos nuevos estados hasta aquel día, de 1815, cuando Napoleón fue derrotado en Waterloo, cediendo el dominio definitivo del mundo a los hijos de Albión y sus descendientes. Las descomunales guerras lideradas por Alemania, Italia y Japón durante el siglo que terminó, fueron resultado de los revanchismos de poder de sus añejas burocracias.

La potencia que ha dominado el mundo desde los años de la Primera Guerra Europea nunca fue nación-estado. Los Estados Unidos de América son precisamente resultado de la derrota propinada durante la Guerra de Secesión [1861-1865] a aquellos que deseaban, para ese inmenso territorio, una organización con modelos europeos. Quienes vencieron en la contienda fueron los partidarios de un Estado Federal, que sin dejar de ser un imperio multirracial, jamás ha renunciado a su vocación originaria al gestar y conducir las organizaciones que ha inventado para controlar el planeta. Si Polo regreso a Europa en 1295, Richard Nixon y Henry Kissinger irían a China en 1972, siete siglos más tarde.

Una de las preguntas que se hacen los estadistas occidentales es cómo y porqué, la eximia figura del mandarín chino ha sobrevivido, a través de tantos siglos con constancia, estabilidad y perseverancia. Desde los confusos y misteriosos días de Qin Shi Huang Ti, cuando se quemaron los libros, se levantó la muralla y se eliminaron medio millar de intelectuales, desde el siglo tercero anterior a nuestra era hasta los mismos días de hoy, cuando un anciano enfermo y sin cargo alguno rige poderosamente el timón de China, los Funcionarios no han dejado de con­trolar el todo del cuerpo social y espiritual de ese mundo.

El carácter del Funcionario ideal radica ante todo en ese extraordinario contraste entre la inseguridad de su vida emocional, la precaria suerte de sus componentes individualmente considerados y su supervivencia como clase. Modelo que ha reproducido lentamente occidente. Allí también es posible que un funcionario llegue a ministro y mañana vaya a parar a la cárcel sin que por ello desaparezca como clase.

La posición de estos Funcionarios, siempre letrados, en la sociedad, si bien se adquiere a través de sucesivos y múltiples exámenes de ascenso y capacitación, no depende en definitiva de su formación, sus privilegios o su fortuna, sino que todos estos posibles elementos constitutivos de su ser, devienen una con la función que efectivamente ejercen. Al Funcionario no se le exigen conoci­mientos especiales, sino saber vivir y saber obrar, para que desde los conocimientos más rudimentarios, añada a ellos el supremo arte de manejar hombres. Es la experiencia adquirida la que sitúa al Funcionario en capacidad de coordinar, dirigir y controlar a los expertos, los técnicos y los especialistas. El Funcionario de ayer, como el Gerente de hoy, no puede estropear su personalidad con la falacia de la especia­li­zación, apenas debe ser, en suma, un hombre bueno. Para completar este perfil, entre sus habilidades cuenta y de qué manera, su capacidad para aceptar eventualmente los riesgos de la corrupción, piedra angular de las sociedades contemporáneas.

Siete siglos después del regreso de Polo del Oriente, América Latina se ha convertido en un campo experimental de las nuevas tendencias burocráticas.
La educación, los ejércitos, la administración pública, la justicia y la cultura han sido entregadas a esos leviatanes, que siguiendo el modelo francés inaugurado después de los años de la Revolución de Mayo de 1968, creen, los teólogos de la posmodernidad, podrá sacarnos del pantano en que vivimos. El experimento, incluso está haciendo carrera en Estados Unidos. Los sumos sacerdotes de la Nueva Reforma del Mundo, han logrado convencer a los últimos gobernantes de esa nación, de la importancia de un desarrollo paralelo del modelo burocrático a nivel nacional como internacional, haciendo que los países pobres adopten a su interior el sistema, mientras Washington desarrolla a nivel mundial, con sus poderosos aparatos y sociedades rígidamente burocratizadas como las Naciones Unidas, la Organización del Atlántico Norte, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y el Comercio, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Comunidad Europea, la más asombrosa mandarinización nunca imaginada en el mundo.

En 1940 Jorge Luis Borges publicó un cuento que pretendía ser una reseña de un artículo aparecido en una enciclopedia apócrita y que ha resultado una parodia del mundo, hoy: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.

Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reprensiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los hombres abarrotaron y siguen abarrotando la Tierra -dice Borges. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres (...) el contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural) «idioma primitivo» de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso (...) Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no yerran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön. Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön.

Otra de sus maravillosas conjeturas dice que el futuro modifica el pasado. Pues bien. La idea original para diseñar el rostro de este Golem contemporáneo fue la sospecha, paranoica, de Borges, que las enciclopedias redactadas por los totalitarismos terminarían haciendo realidad, la ficción de prodigaban sus páginas. Hoy han «desaparecido» los estados totalitarios, pero hemos arribado a Tlön.

Nuestro Tlön son las maquinarias de la informática controladas por las burocracias donde el individuo puede acogerse, en su desamparo, para navegar por la irrecuperable conciencia, o detener la existencia con la colaboración imaginaria de los seriados.

Un mundo que expresa la cultura del capitalismo multinacional donde el capital, la abstracción infinitamente transferible, ha abolido tanto lo particular como el yo, porque el valor de uso ha sido superado por la universalidad del valor del cambio.

Un mundo donde la computadora fetichiza el fragmento y da mayor importancia al proceso y la reproducción.

Un mundo donde las superficies se encuentran con las superficies porque la revolución permanente del capitalismo despedaza la continuidad de la historia.

Un mundo donde no sólo los campesinos son desalojados sino enviados a las megalópolis, donde proliferan las imágenes fuera de contexto y los mandarines de las finanzas envían a voluntad fragmentos de información e imágenes de trasferencias de capital, desintegrando las viejas certezas del pasado.

Un mundo donde todo es serie, repetición, copia.

Tlön en fin: este bosque de imágenes producidas en masa, perpetua y seductoramente vacías.

Harold Alvarado Tenorio