Antonio Gamoneda
por Dasso Saldívar

El día en León es un asunto que se decanta claramente en el cielo. Puede amanecer con niebla o con nubes, pero hay una brocha invisible que trabaja sin descanso hasta que, hacia las tres o cuatro de la tarde, fija en el firmamento un azul perfecto y sedante. Es el momento en que todo, todo lo que cabe dentro del día, queda como transfigurado. Uno se pregunta entonces si es esa luz o es el tiempo aposentado, o las dos cosas a la vez, lo que le confiere una belleza diáfana y serena a la milenaria ciudad de León.
En algunos de sus libros, Antonio Gamoneda ha venido dejando avisos para caminantes: Si de la suave mano de la noche/ llegas a este lugar, oh caminante, cuida tu corazón. Yo te lo aviso/ porque el aire peligra de belleza.
Habíamos llegado de la mano acaso más segura del día, pero pronto nos dimos cuenta de que el peligro era mayor, pues el lugar donde más acecha la belleza y el silencio puede dejarlo a uno aturdido, es esa inmensidad sagrada de la Catedral a las seis de la tarde, cuando el viajero se interna en un bosque gótico con sol propio que estalla en figuras multicolores. Luego, al anochecer, aquella euritmia de arbotantes, hastiales, botareles, ventanales, rosetones y pináculos se enciende por fuera en toda su plenitud, se eleva sobre la ciudad y se adueña de la noche. Viéndola así, con su ingravidez y su palidez lunar, se hace evidente que la Catedral es el gran espectáculo arquitectónico, estético y espiritual que llena el espacio de León y algo más: su ámbito sagrado y su sombra gótica bañan el espíritu de todos los leoneses.
Muy cerca, prácticamente a sus pies (en una prolongación de la Fundación Sierra-Pambley), vive Antonio Gamoneda, que se confiesa hechizado, y no sólo en sus versos, por el mejor gótico de España. Caminante inveterado de León, puede decirse que la memoria y la obra del poeta, y aun su misma sensibilidad, tienen sus claves profundas en un largo viaje a través de la ciudad. Un viaje que es multiforme en el tiempo y que le ha ido dejando estratificaciones diversas en su edad: Yo soy la senda y el anciano, soy la ciudad y el viento.
El hombre, la senda y la ciudad empezaron a confundirse en el barrio del Crucero, al otro lado del puente medieval de San Marcos, cuando el poeta tenía entre cinco y siete años. Como su nombre lo indica, el Crucero era un encuentro de caminos, de viajeros y de destinos. Así, el primer atisbo fue una experiencia desgarradora para el niño. Apretando el rostro contra las rejas del balcón de su casa, veía pasar, durante la guerra civil, a los muchachos de León y a los mineros de Asturias, que eran conducidos en reatas a San Marcos, el hermoso edificio de fachada plateresca (hoy hotel de cinco estrellas) convertido en campo de concentración y de tortura por las tropas franquistas. Pronto aprendería el niño que, detrás de los hermosos frisos de inocentes personajes mitológicos, se escondía en realidad una larga tradición de ignominia: también don Francisco de Quevedo y Villegas había estado prisionero allí al final de su vida.
Por suerte, el río Bernesga, que junto al Torío conforma la vaguada donde se asienta León, estaba ahí como una invitación y una reparación. "Vamos a León", decía su madre desde el oeste, la zona obrera y ferroviaria, en los límites entre la ciudad y el campo. De su mano, el niño cruzaba el río para asistir al espectáculo de los mercados, de los escaparates, de los monumentos góticos y románicos y de la solemnidad religiosa. Con todo, el espectáculo más sedante y perdurable era contemplar las aguas y los álamos del río: los mismos que Ortega y Gasset admiró y describió en alguno de sus libros. Hoy el Bernesga es un río sin álamos, encajonado entre bloques de cemento, con sendas para turistas, y los paseos adyacentes están poblados de plátanos enanos. Durante una de sus frecuentes caminatas, Gamoneda se detiene en la orilla, rememora lo que fue el río, la salud de sus aguas y de sus choperas, vuelve la mirada hacia dentro y mueve las manos como quien busca algo en un armario. En realidad, está palpando en su almario los álamos de otro tiempo, sus vértigos de mi infancia, que asombraron también los paseos de Papalaguinda y de la Condesa de Sagasta.
Aunque sólo quedan algunos ejemplares de chopos junto al Torío, el poeta los ha invocado como parte esencial del alma leonesa: León es esto: lentitud sagrada/ con álamos al borde del camino. Ciertamente, al borde del camino que transita Gamoneda en su viaje permanente a León, están todas las cosas y todos los hombres que se extinguieron (Amé todas las pérdidas./ Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible): los soldados de Roma que levantaron el primer campamento hace dos mil años, los clientes de las termas romanas, los incontables peregrinos del camino de Santiago, los caballeros medievales, los súbditos de Ordoño II, Guzmán el Bueno y su anecdótico puñal, los siglos y las generaciones que edificaron la Catedral, la basílica de San Isidoro y el convento de San Marcos, Gaudí en su casa de Botines, los arquitectos modernistas, el tren de Matallana, las víctimas de la Legión Cóndor, la calle Particular, Genarín, los viejos bohemios del Barrio Húmedo y los amantes perdidos del Barrio Romántico, las noches de Sobarriba, las cuevas y los eremitas de La Candamia.
Sin embargo, el poeta no es el habitante egocéntrico de un Aleph; él sabe que caminar y viajar por León es cruzar en el tiempo un palimpsesto de múltiples capas, donde algo esencial lo guía: el silencio, esa presencia de lo ignorado u olvidado, de lo que no se nombra. Y es ese silencio lo que alimenta el milagro de sus versos, su vida compartida con María Ángeles, su memoria y hasta su mirada. Salgo al silencio/ y penetro la vida de las cosas/ y no sé si el centeno es la hermosura o es la sed la verdad.
Tal vez esa travesía del silencio se hace más intensa durante las tardes en que Gamoneda realiza sus largas caminatas por las lomas y los pinares de La Candamia, donde se deleita con la mejor vista panorámica de León. Tal vez: al fin de cuentas, lo que tiene ante sus ojos son dos mil años de hombres y de mujeres, de sueños y de derrotas, de vida y de muerte. Dos mil años de historia bajo ese azul perfecto que trabaja el día.


Dasso Saldívar (San Julián, 1951) hizo estudios de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense. Ha ejercido la crítica literaria y el periodismo en diversos periódicos y revistas de América y Europa, y ha trabajado como asesor y redactor de programas culturales de Televisión Española. En 1981 obtuvo el Premio Jauja de Cuentos, en la ciudad de Valladolid, y en 1997 publicó El viaje a la semilla, una voluminosa y bien documentada biografía de Gabriel García Márquez, que ha sido traducida a numerosos idiomas. Una de sus novelas inéditas, La subasta del fuego, recrea los últimos y dramáticos años de la vida de la amante de Simón Bolívar, Manuela Sáenz, en el pequeño puerto pesquero de Paita, al norte del Perú.

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