Ricardo Costa

Vida nómade

Alguien que no permanece quieto en ningún lugar,
que encomienda su espíritu a una vida nómade,
es sospechoso.
Por lo tanto, la forma de decir algo confiable no debería
vagar sobre una voz errante.
Sucede que el límite del lenguaje es una frontera
tragada por temor al silencio.
Entonces yo temo.
Cubro tu cuerpo con el mío.
Cruzo tu boca con mi boca y creo que así
estoy diciendo algo.
Algo que me hace festejar un mundo en tu cuerpo
sin hallar un lugar donde quedarme.

5 a.m.

El lento desprendimiento de los labios
es el gemido más sutil que experimentan
dos amantes al separarse.
Quince minutos después y tres calles más abajo,
el eco del roce perdido
continúa palpándose en la memoria,
así como la soledad de sus cuerpos
vuelve a profundizarse
en la crudeza del otro.
De ese modo, cada uno acaba por adoptar
la desnuda orfandad del amante caído,
y el contacto verdadero; ese que retorna
al acontecer ardiente del éxtasis,
se consume en un encuentro alejado,
en el grave gemido que emite la distancia
cuando el mundo comienza a perder sentido
y lo sutil elige pronunciarse
en una doble encarnadura
del deseo.

Odiseo house

Deja de ser él cuando entra en la casa.
Es otro al abrir la puerta y soltar un nombre que reclama
por alguien que no se encuentra allí esta noche.
Unas pocas partes de luz reposan en el pasillo, en los cuartos, en la cocina que mantiene un fuego bajo junto a la cafetera.
Cierra la llave de gas y sólo escucha un mundo vacío.
Sin embargo él y esa ausencia conforman un todo que se detiene en el más absoluto silencio.
Una vez, sentado en ese sillón y agotado por la fiebre, le escribió una carta a su padre muerto y recorrió una vida que desconocía a través de la palabra.
El invierno pasado, mientras peinaba a su hijo en el baño,
vio por la ventana el mundo purificándose bajo la nieve.
Ahora nada de eso es real y todo sigue registrándose
en la letra chica de su historia.
Lo triste es que por debajo de la mesa del comedor el perro se sacude la modorra y viene hacia él moviendo la cola.
Aunque uno haya entrado una vez más a la misma casa,
alguien nos reconocerá como venidos de un viaje lejano,
y eso no siempre es bueno cuando se comienza a creer que lo sucedido ya no existe.
Pero el perro le lame la mano y ese reconocimiento del mundo lo apena, lo deja tan expuesto como la puerta que vuelve a abrirse para que una mujer entre, pregunte por él
y no obtenga más respuesta que una voz pronunciando su nombre desde un lugar antiguo
que no muere.

Bar Unión

Dice que hará de mí tierra de nadie, que si hace falta se volverá vicio para venirse conmigo en esa bebida que repito cada noche en el bar Unión, que si es necesario se mojará en alcohol para alzarme en éxtasis, que se transformará en una yegua caldosa para que yo la bambolee entre los bordes de su cuerpo y juntos vayamos en goce de aquí para allá, de lado a lado, hasta que su lengua arda, hasta que mi carne la acepte y ya no la padezca, sino hasta que todo quede en silencio y descansemos en el mismo desamparo que siente ella cada mañana cuando me ve marchar arrepentido para pedirle por mi salvación a quien ya no me escucha, para rogarle que de una vez por todas el mundo se harte de girar
y todas las almas pasemos a flotar en una suspensión eterna sin tener que venir a soportar este dolor cada noche, sin tener que perdurar en ese minuto final que nos queda hasta que ya no haga falta lamentar lo mucho o lo poco que puede uno vivir, porque todo será retornar a una muerte única, a un nuevo mirar hacia el costado y verla entrar otra vez por la puerta del bar con la misma sonrisa blanca, con la misma paciencia y sin atreverse a improvisar gestos amables que puedan precipitar las cosas
antes de tiempo.


Ricardo Costa (Neuquén, 1958), vive en la Patagonia, donde trabaja como maestro. Veda negra (2001) es su último libro de poemas publicado. Ha recibido, entre otros, los premios Plural de México y el Iberoamericano de Poesía de Chile.

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