Michael Ondaaje

Ultima tinta

En algunos países el aroma atraviesa el corazón
y uno muere a medio despertar,
en la noche, mientras pasan el buho y el carro del asesino
del mismo modo alguien en tu vida hablará de amor y dolor
luego te dejará riendo.

En ciertas lenguas la caligrafía celebra
el lugar donde encontraste por azar
la flor del ciruelo y la luna

—la luz del crepúsculo, la forma de la nube,
grabados siempre en tu corazón
y el resto del mundo—caos,
gira alrededor de tu barca de invierno.

Noche del ciruelo y de la luna.

Años más tarde la compartiste
con un pergamino o aplicaste
la tinta a la piedra
para captar la visión de una vida.

Una condensación de tiempo en las montañas
—tu puerta hinchada por la lluvia, un verano
escaso de contacto humano.
Sólo campanas de otro pueblo.
El recuerdo de una mujer bajando la escalera.

***
La vida sobre una hoja antigua
o un abigarrado sello del siglo V

este mundo-espejo del arte
—yaciendo en él como en un lecho.

Cuando la viste por primera vez,
la noche de la luna y el ciruelo,
no pudiste contárselo a nadie.
Grabaste tu deseo
sobre una piedra del río.
Te dejaste atrapar en el roce
de un ala de cigarra,
suavemente entintada.
El indeleble y más oscuro yo.

Un sello, dijo el Maestro,
debe contener inclinación y salto.
«y aquello que se esconde entre las aguas».

Amarillo, borracho de tinta,
el pergamino se desenrolla hacia el oeste
un viaje por el río, cada historia
un búho en la oscuridad, su chillido de niño
inalcanzable ahora
—ese padre y su hija,
la amante que bajaba desnuda la escalera azul
cada escalón chirriando el susurro de su boca.
Quiero morir sobre tu pecho pero no todavía,
escribió ella, un día del siglo XIII
de nuestro amor

antes de la edad amarilla del papel

antes de que su historia se volviera canción,
perdida en reproducciones imprecisas

hasta ser atrapada en jade,

cuyo espectro puede contener el verde negro
el azul de tiza de sus ojos a la luz del día.

***
Nuestro amor cambiante, nuestra fe sin luna.

Última tinta de la pluma.

Mi cuerpo en esta cama dura.

El instante del corazón
donde vago sin descanso, buscando

el borde más estrecho de la cerca
para atravesarla o saltar.

Salto e inclinación.

La distancia de un grito

Vivíamos en la costa medieval
al sur de los reinos guerreros
durante la antigua edad de los vientos
cuando ellos arrasaban con todo, a su paso.

Monjes del norte bajaron
sobre nuestros arroyos—ése fue
el año en que nadie comió pescado de río.

No había libro de la selva,
ni libro del mar, pero esos
eran los lugares donde la gente moría.

La escritura surgió sobre las olas,
sobre hojas, manuscritos de humo,
un signo en un puente sobre el río Mahaweli.

Una gradual aceptación de este nuevo lenguaje.

La primera regla de la arquitectura cingalesa

Nunca construyas tres puertas
en línea recta

Un demonio podría irrumpir
a través de ellas
hasta el fondo de tu casa,
de tu vida

La costa medieval

Una aldea de picapedreros. Una aldea de adivinos.
Hombres que excavan la tierra en busca de gemas.

Cuñados circenses que forman pirámides entre los árboles.

Vida de hogar. Miedo al camino de la costa austral.

Cada picapedrero tiene su marca secreta, el ángulo de su cincel.

En la aldea de los adivinos
huesos de animal doméstico
guían las interpretaciones.

Esta sabiduría se extiende no más de treinta millas.

Enterrados

Para ser enterrados en tiempos de guerra,
En un clima duro, en el monzón
de cuchillos y estacas.

Los dioses de piedra y bronce llevados
durante la noche en un descanso en la batalla
entre los campamentos dormidos
en catamaranes costa abajo
más allá de Kalutara.
Para ser enterrados
en lugar seguro.

Enterrar, cercados por bengalas,
grandes cabezas de piedra
durante las inundaciones en la noche.
Arrastrados desde el templo
por sus sacerdotes,
cargadas sobre palanquines,
cubiertas de barro y paja.
Abandonar lo sagrado
entre ellos,
transportar la fe del templo
durante la crisis política
en sus brazos.

Ocultar
los gestos del Buda.
Sobre la tierra, masacre y competencia.
Un corazón enmudecido.
La lengua arrancada.
El cuerpo humano fundido a un neumático en llamas.
El barro devolviendo feroz
una mirada fija.


Michael Ondaatje (Colombo, 1947), hizo estudios en Inglaterra y vive en Toronto desde 1962. Alcanzó notoriedad internacional con la versión al cinematógrafo de su novela El paciente inglés. Su poesía ha aparecido en libros como The dainty monsters (1967); The man with 7 toes (1969); The collected works of Billy the Kid (1970); Rat Jelly (1973) o Tin Roof (1982). Los que publicamos, en traducciones de Paulina Vinderman, aparecieron en Handwriting (1998).

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