Eduardo Gómez

Por océanos de sombra

En regiones sumergidas en olvido y funerales nieblas
en bosques donde una eternidad de estrellas tiembla
reviviendo un oscuro otoño de oxidada tristeza;
en la tierra mojada por lágrimas y lluvia
donde difuntos escuchan las cavilaciones del invierno,
camino alucinado por secretos y voces
que surgen del pasado en atrevidas danzas.
Se han ido años, tiempo solapado y disperso
y surgen milenios de sigiloso esplendor
de furtivo transcurrir en subterráneos mares
con apasionada lentitud de caricias soterradas.
Retorno entonces a océanos de sombra entre manglares
a lo primigenio, espesa levadura que condensa
cadáveres, residuos de cosas y de órganos
odio espeso y espasmódicos abrazos fecundantes
esperanzas hundidas fluyendo por debajo
desembocando en materias recorridas por temblores
en lodo hambriento precipitado en cataratas
en avalanchas ígneas y palpitantes cordajes.

En esos parajes de soterrada lujuria
mi voz allí perturba como ronca bocina
como abstracta invasión de intangibles ácidos
que contamina y debilita inmaculados espermas
desorientando la certera pureza del instinto
injuriando la sagrada desnudez de las criaturas
y sembrando azules lámparas en catedrales de Sílex.
No obstante me seducen el silencio y las lianas
y la nostalgia de ausencias y multitudes sepultadas
un sollozar de vientos que se desbocan desnudos
por llanuras y gargantas donde una noche tácita
acecha y sopla fría con gritos acallados.


Amor en los suburbios

Preguntan por Dios en los burdeles
donde han canonizado a una vieja prostituta.
Monstruos domados en antiguas catedrales
sábanas sucias por la agonía de revés
por el clarín ronco de las inundaciones espesas
cuando se anega la herida de jugos suculentos.

El gruñido interrumpe el aliento al galope
en los riñones tibios se aposenta la sangre
y el toro padre lame el amasijo de nervios
hasta endurecer tendones en aullidos lentos.

¡Cómo sube la fiebre de ojos enrojecidos!
¡Con sus patas pringantes cómo absorbe frescura
hasta quemar las espaldas de la noche
que gira en viejos soles de mortecina lumbre!


Los misterios renovados

Cuando después de miles de años, el llanto de un niño maravilla y preocupa, una vez más, al mundo, el asombro renace como la primera vez. ¿Cómo soportar a pie firme la incógnita de abismos que se abren al comienzo y al final de toda existencia y que nos amenazan con la locura de las búsquedas inútiles, que nos dejan perplejos entre cunas y ataúdes, entre la estupefacción de las bienvenidas y el extravío sin consuelo de los adioses a un túmulo? Luego, para poder vivir a nuestro modo nos desentendemos de misterios, sin poder erguirnos demasiado entre los animales y las plantas que proliferan (inocentes y constantes) a nuestro alrededor, con una firme humildad de criaturas que apenas van siendo.

¡Tanto saber sólo para prolongar con más orgullo y alguna dignidad esa
ignorancia del trasfondo abisal y todo lo que importa para un futuro sin término!

¡Tanto buscar para encontrar al final la tierra hermética, que absorbe ávida esa
materia-cuerpo otrora trascendente y ennoblecida por proezas, ahora despojada de
si misma y fundiéndose en el Todo!

Envolvente y callada
en su siempre ausencia
la insaciable diosa
—obscura, implacable—
devora, devora, devora
y, misteriosa, elabora
para engendrar
nuevos frutos, nuevos seres
que se integren
a la trama siempre abierta.

Trópico marino

El olor del mar, su apagada inmensidad
diluye la fiebre de abstractas cuitas
y dilata la nariz con vientos indomables
envolviendo al desterrado de sórdidas ciudades
en el balanceo danzante de la pesada majestad de un barco
y en la ebriedad de horizontes que remiten a una grandeza ilímite.

Oh, partir sin rumbo impuesto por una útil gestión.
Partir al impulso de un caprichoso azar
siguiendo la estela invisible del albatros
o el rítmico juego de delfines sonrientes
más allá de las catedralicias sombras del crepúsculo marino
donde dioses desnudos presienten la noche apasionada.

Partir hacia esas zonas planetarias ignoradas
—verdes de agua y de maderas puras—
donde apenas se esbozan senderos que se pierden
entre malezas y meandros de ríos colosales
y que quizás lleven más allá de todo ficticio paraíso
tras el suntuoso esplendor de un verano perpetuo.


Europa año 2001

Las parejas se atrincheran en habitaciones estrechas
y elaboran sus nidos frente al resto del mundo.
El placer controlado reproduce la Especie con mesura
y la bolsa de New York regula desde lejos los negocios.
Se quiere ignorar el desastre de turno en el Tercer Mundo
entregar a un propietario ocho horas de vida diariamente
olvidarse del smog que va envolviendo las ciudades
y de los desocupados que cantan en el metro.
La cultura de consumo alivia el tedio
y crea la ilusión de mundos inefables
o disfraza con excéntricos arreos la fealdad morbosa
y la confusión de almas perturbadas sin remedio.
¿En qué playas broncear el obligo este verano?
¿Cuando comprar la torta para el cumpleaños?
Los viejos matrimonios arrastran conversaciones desgastadas
mientras saborean un bizcocho y hablan de épocas pasadas.

¿Cómo seguir con esta mediocridad cortés
sobrealimentada y adiposa
impotente y satisfecha
que transcurre entre el viejo esplendor de catedrales
de palacios y museos ya vistos muchas veces
y que evocan épocas apasionadas
guerras e intrigas, vanidad hecha polvo
calaveras cuya corona de oro sigue intacta
y cuya seca podredumbre mancha el mármol?
Ay de la desidia sin espíritu
con autos último modelo para el bosteza.

Alguna vez hubo aventura
búsquedas peligrosas
riesgos.
Alguna vez han existido hombres íntegros
—un Diderot, un Marx, un Goethe, un Shakesperare
un Dostoievski, un Nietzsche, un Freud, un Mann
un Van Gogh, un Sartre y un Picasso—
¡pero en este bienestar se reproduce el hormiguero!

Sin embargo todavía el otoño sombrío
es el digno entorno del silencio de las catedrales
y alguna vez en primavera las canciones bizarras
hacen brotar deseos surgidos del centro de la fuerza
preservados aún en su rotunda desnudez
de turbias astucias y blandos maquillajes.
Aun hay quien interpreta ausencias
señala carencias e intenta levar anclas.
Aún hay tiempo abierto a fecundas tempestades.


Eduardo Gómez (Miraflores, 1932), hizo estudios de dramaturgia y literatura en Alemania y ha ejercido la docencia en diversas universidades colombianas. Algunos de sus libros de poesía son Restauración de la palabra (1969), El continente de los muertos (1975) y Las claves secretas (1998). Ha traducido a Brecht y Goethe.

<<< Volver