Sobre JJE

Si Jaime Jaramillo Escobar no estuviera aquí, de cuerpo presente, con nosotros, yo podría contarles a todos ustedes, sin faltar a la verdad, a la amistad que nos une y al respeto que me inspiran, ustedes, el panegírico y él, un montón de pormenores acerca de su rica persona y de la serena travesía de su vida tal como ha aparecido a mis ojos. El modo como llegué a conocerlo aquí en Bogotá, Colombia, por ejemplo, de lejos primero, después de haberlo leído con tanto asombro, caminando contra las paredes de la lluviosa carrera séptima con una gabardina blanca y muy limpia heredada de un personaje de Kafka y luego en sus casas, unos apartamentos escuetos, de abstemio, donde ofrecía galletas inglesas con té de China, queso de Paipa y música turca, situados por los lados del lado virreinal de La Candelaria.

La Candelaria, entonces un barrio muy distinto, era una provincia sobreviviente del imperio español cayéndose a pedazos sobre unos fantasmas y montones de mierda de perro, donde era imposible evitar entre las nubes vinagres de la neblina, el encuentro con la sombra menuda de un Oidor comprando bocadillos en una tienda, con la sombra ácida de Vargas Vila, al doblar una esquina, de prisa, a calumniar un cura, con la larga, larga, de José Asunción Silva junto a un almacén de santos, con la difícil del Chapín Quevedo con sus muletas, con la del muchacho que le llevaba el violín o con la monologante de Diego Fallon vestido de negro, rumbo al Altozano (el Altozano era el atrio de la catedral, donde se reunían los sabios de la ciudad mediterránea), a charlar de poesía con Max Grillo, de homeopatía con Rafael Pombo y con cualquiera de su método para enseñar la notación musical a los ciegos ya que es inútil instruir a los sordos. A veces, era posible tropezar también con la mariposa de ochenta kilos de las ojeras de Mario Rivero susurrando un tango y alisándose la corbata de bolas en un espejo imaginario, con Hernando Mejía con un disco de Debussy que acababa de comprar para celebrarle el cumpleaños. O con el silencio de Jaime Jaramillo, perdido, en busca de su dueño, mientras éste subía rumbo a la casa de Elisa Mújica o a la de Eduardo Mendoza Varela, con la parsimonia de un minutero.

Pero está de vista la presencia. Sería descortés, inelegante de parte mía, ponerme a perorar, palabra de su gusto, para divertirlos o ilustrarlos, delante de esta honorable persona, acerca de esta misteriosa persona que hoy llamamos por costumbre Jaime Jaramillo Escobar, como ayer por un hábito olvidado lo nombrábamos Equis, como si fuera más que un amigo, el elemento de una ecuación apreciada. Sólo recordaré, pues, que una tarde paseamos entre los pinos del cementerio de Ipiales, que una vez estuvimos en Pasto y que el público se negaba a abandonar el salón de actos del Banco de la República donde leyó sus poemas hasta que él concediera un bis y otro y otro o llegara al fin del mundo y que debimos escapar por la puerta falsa de la Dirección.

Jaime Jaramillo Escobar es el más notorio de los poetas nadaístas. Por muchas razones. Gonzalo Arango dijo que su poesía justificaba haber fundado el Nadaísmo.
Para todos sus amigos, incluso para los más entrañables, como Gonzalo Arango que fue su camarada y vecino del alma desde la infancia andina o Jotamario que fue su cómplice en su juventud caleña, Jaime Jaramillo Escobar fue siempre, y sigue siendo, al mismo tiempo íntimo y ajeno. Un compañero de una severidad intimidante. Una rareza de hombre que tememos conturbar, cuya decencia surreal tenemos miedo de insultar con nuestras humanas flaquezas. Es decir, un muy querido extraño y un invitado imprescindible para que el mundo esté completo en nosotros. Su serenidad atemperó, recuerdo bien, durante toda la vida útil del Nadaísmo, nuestros ímpetus militantes.

Por el orden marciano que rige su existencia privada y su escasa vida pública, un rigor inexplicable, inhumano, estrambótico en la fantástica balumba del tiempo que habitamos y sobre todo en un poeta nadaísta, Jaime Jaramillo Escobar es el más extravagante de los poetas del movimiento. Es un ángel contradictorio e inesperado en la pandilla procaz y procastinadora de querubines disfrazados de negros que fue el Nadaísmo. Es un anacoreta entreverado en un revoltillo de aventureros apasionados, suicidas, simples locos y auténticos delirantes. En efecto, Jaime trabajaba ocho horas cuando menos, mientras los demás nos intoxicábamos, practicábamos la lujuria de lo maravilloso cotidiano y nos entregábamos a lo que nombramos el ocio creador para despistar a la policía. Incluso llegó a afirmar, escandalizándonos, que nada le parecía tan divertido como trabajar. Jaime usaba corbata mientras los otros nos las dábamos de apóstoles ostentando harapos y un gran desprecio por las tijeras en las greñas. Jaime se levantaba cuando los demás nos íbamos a acostar. Jaime era silencioso mientras los demás altisonábamos y discutíamos. Jaime parecía tenerlo todo claro en su noche aparente mientras a los demás nos torturaba la luz del día y parecíamos muy interesados en el aturdimiento irredimible de las cosas de la Tierra. Él, Jaime, fingía morar una burbuja de indiferencia perfecta bajo otra Luna. Y nadaba los sábados. Mientras los otros estábamos inmovilizados por la ilusión de que habíamos nacido crucificados. Nosotros, los demás, buscábamos la vida. Jaime se conformaba con la certeza de que la inmortalidad tenía tiempo de esperarlo.

Sus virtudes de extraterrestre no fueron la única razón para que lo llamáramos a sus espaldas El Monstruo. Sospechábamos, y esto nos consolaba un poco, porque en cierto modo nos justificaba, que estaba lleno de terrores por dentro, de geografías absurdas, aterrado como nosotros, los otros aunque de otra manera. Y que no necesitaba salir de su casa para emprender horribles hazañas contra sí mismo y mimar pesadillas estrafalarias. Las que revelaron más tarde sus Poemas de la ofensa, trabajados con una paciencia de enfermo a través de años de pulimentos nocturnos después de las disciplinas burocráticas de su cotidianidad. Poliedros y sustancias. Trenes. Ballenas de visita. Que ganaron si bien recuerdo el premio Nadaísmo de poesía Cassius Clay. Lo que me alegró mucho. Aunque, dicho sea de paso y de repaso, yo necesitaba la plata con más urgencia puesto que él era capaz de vivir como un monje y yo sólo era capaz de vivir a la pecadora. Y ustedes saben que eso cuesta.

Por eso, por ser como es, o por ser vos quien sois, como rezaba mi madre, para ajustar Jaime ha permanecido inalterable mientras los demás hemos enloquecido y curado, nos hemos casado y divorciado y algunos incluso han cometido la tontería de morirse, prefiero callar antes de que sea tarde. Y me vaya de lengua en alabanzas. Y empiece a declarar, abusando de este amigo de oro, todas las cosas que puedo decir, del poeta como poeta, del hombre como hombre y del amigo como amigo. Ambos sabemos que un elogio es lo que es, es decir, la exhibición alevosa de una persona, la reducción a objeto de un sujeto. Y que vale tanto como una afrenta. Que es siempre un malentendido. Y que todos, aún los mejores y más justos, no pasan de ser una opinión parcial y efímera, deformada por la admiración o el afecto. Por fortuna para Jaime y para su obra y para mí que no sabría qué hacer con semejante responsabilidad, ninguno de los dos necesita de mi encomio. La obra se explica sola. Y es inútil compadecer a su autor porque eligió entregarse al horrible oficio de escribir en el que hay que exprimirse el cerebro, como dijo el poeta yanqui: él parece disfrutarlo.

Dejemos el banquete multimillonario de los ditirambos para la copa de vino, para lo privado, entonces. La alegre desvergüenza de la proclamación de este amigo invaluable. Los dos sabemos que no existe mejor ovación que el silencio entre los poetas cuando son perros viejos. Y que el Nadaísmo más que el arte de ejercer una barbarie a la moderna fue una cofradía de enamorados. El mayor milagro del inventico del tierno Gonzalo Arango fue reinventar la fraternidad en esta tierra de caníbales.

La profundidad de una relación no se mide por el tiempo que hemos pasado juntos con alguien. Todos hemos convivido con muchas personas con quienes no conseguimos construir una relación aunque sea inhumana o insignificante. En cambio con otras bastan unos pocos encuentros para quererlas para siempre. La proximidad de las almas no depende de la asiduidad del contacto.

Unas palabras sobre el libro. Sobre su título, Alta Voz. Familiar de Perorata, otro texto de Jaime Jaramillo Escobar. Se ha querido descalificar a veces la poesía nadaísta, la suya, en especial, por estentórea. Pero como siempre hicimos todo lo que nos dio la gana en literatura y en la vida sin pedir permiso y ésa es nuestra honra, casi todos los poetas nadaístas tienen un puñado de textos para ser declarados como un reclamo, para ser gritados. Si bien recuerdo, desde el comienzo nos prohibimos una sola cosa: aburrir. Con ese fin desvertebramos la lógica del discurso. Y además levantamos la voz todo lo que se pudo, para hacer valer los derechos de la poesía en medio del alboroto maquinario de la época y el retumbar de las bombas. Retomando al mismo tiempo una vieja tradición de los orígenes de la poesía. La poesía oral. Del trovador. Escrita para ser dicha. Pública. Que no es lo mismo que prostituida. De espacios abiertos. Que rebasa el poema cerrado. Texto. Que podría variarse infinitamente. Mixtura de géneros y voces. Textura de la lengua. No el enigma del poema sino la experiencia revelada del habla. No el comentario de la estética sobre un mundo sino el lenguaje expuesto en su brutalidad y su pureza. La realidad, no es más que un acuerdo transitorio. Inestable.

Y creo que no era más. Señoras y señores, quedan ustedes frente al nadaísta más raro del mundo. Y yo a los pies de ustedes. Muchas gracias por su paciencia. Y que disfruten ambas cosas.

Eduardo Escobar, presentación del libro “Alta Voz”, Bta, Diciembre 6 de 2001.