
              A  finales de los ochenta, había renunciado ya a encontrar un poeta español actual  que tuviera la hondura y la originalidad de los grandes poetas del 27, de un  Guillén, de un Cernuda o de un Salinas, por ejemplo. Un amigo me dijo entonces:  "Léete a Antonio Gamoneda", y me prestó un breve poemario suyo, Lápidas, que acababa de  ser publicado por la exquisita editorial madrileña Trieste. Fue una sorpresa y  un asombro, pues ningún poeta de nuestra lengua me había conmovido tanto como  este (para mí) desconocido Gamoneda desde mis lecturas de Vallejo, Huidobro,  Gorostiza, Oquendo de Amat y Aurelio Arturo. Le devolví el libro a mi  amigo con un comentario que entonces pudo parecer precipitado o exagerado:  "Gamoneda no sólo es el mejor poeta español desde la generación del 27,  sino uno de los mejores de la lengua".
              Continué  buscando sus poemas sueltos en diferentes publicaciones y preguntando por él.  Todos insistían en la misma respuesta: "Gamoneda vive en León y casi no  sale. Allí ha pasado toda su vida en una especie de exilio interior. Abomina de  las comidillas y de los conventillos literarios en que se mueven otros  poetas". Hasta que, a principios de 1989, me encontré trabajando en un  programa de libros de Televisión Española, y Francisco Brines, asesor del  programa y otro de los grandes poetas españoles actuales, me dijo: "Tienes  que leerte a todo Gamoneda este fin semana, pues necesitamos que nos prepares  un guión para entrevistarlo el lunes". Sin más, puso en mis manos Edad, toda la poesía gamonediana, hasta ese  momento, editada por Cátedra. Tres cosas   me volvieron a asombrar. Primero, el aliento poderoso, el acento  personal y la limpieza de sus primeros poemas, La tierra y los labios, escritos a los dieciséis años: No llores, que aún tienes/ el viento y la  distancia./ El amor es el viento. Sin remedio,/ el abismo se asoma a tu  mirada./ Es cierto que me nublas la garganta/ con tu llanto y tu mano  lejanísima./ Aún no llores: en el aire bebes/ el olor a tristeza de mis manos.  Lo segundo,  fue la exigencia, la hondura y la originalidad de toda su obra, así como su  unidad temática y formal. Y lo tercero, fue la lectura, dentro de esa suma  ética y estética,  del poemario Descripción  de la mentira, que, cada vez que releo, me hace pensar que mi primer juicio  sobre Gamoneda no sólo no fue exagerado, sino que siento la necesidad de  colocarlo junto a obras como España, aparta de mi este cáliz, Altazor,  Muerte sin fin, Tierra baldía, Anábasis, Oda marítima oElegías de Duino.
               Después  de aquel primer almuerzo en Televisión Española, he seguido almorzando y  conversando con Gamoneda durante estos años, conversando y caminando por las  calles de Madrid y de León y por los pinares de La Candamia leonesa. Nuestra  última caminata conversada tuvo lugar en León y duró prácticamente dos días y  dos noches. Gamoneda es un peripatético consumado y un sabio presocrático.  Tiene además una humildad, un sosiego y una dulzura que lo asemejan al cubano  Eliseo Diego. En nuestras conversaciones cruzadas, desordenadas e  interminables, hemos tocado casi todos los temas de la vida y de la muerte, de  los hombres y de las cosas, de la imaginación y de la razón. 
              Los aspectos resumidos a continuación bien pueden  darle al lector una idea del hombre y del poeta, de su vocación, de sus temas y  de sus prioridades existenciales.
              -Usted  no llegó  a conocer a su padre, pero tuvo  una gran influencia de él a través de su madre. ¿Qué podría decirnos de aquel  primer Antonio Gamoneda, autor de un único libro, Otra más alta vida, editado en Madrid en 1919?
               -Es cierto,  yo no llegué a conocer a mi padre porque  murió cuando yo tenía menos de un año. Pero cuando yo tengo una cierta  conciencia de la existencia, mi madre, que es una mujer sencilla, pero  perpetuamente enamorada de su hombre, me trasmite, no sabiduría en relación con  la poesía, pero sí una noción que ha sido determinante en mi vida. Ella me dio  a entender que mi padre tenía una cualidad, una dimensión de la vida que está  en el lenguaje, que no es exactamente la que usamos para hablar, sino de que la  lengua en su boca, en su escritura, se convertía en un objeto distinto, en algo  que comunicaba pero que al mismo tiempo tenía unas virtudes especiales. Yo esto  lo percibía oscuramente, no sabía lo que era, pero muy temprano empecé a leer.  Esta es una experiencia que quizás no cambiaría por ninguna otra: el hecho de  que entre mis primeras lecturas estuvieran las lecturas de poemas,  intensificadas por la particularidad de que el poeta era mi padre. Esta es su  gran influencia.
              -Usted  vivió con su madre en los extramuros de la ciudad de León durante la posguerra.  Fue una época en la cual convergieron muchas cosas, algunas dramáticas, en su  juventud y en su formación. 
              -No  fue exactamente durante la posguerra, aunque también fue durante la posguerra:  fue durante la guerra, pero en la retaguardia, no en los frentes, sino en León,  cuya línea caliente, la de los tiros y la sangre, estaba veinticinco o treinta  kilómetros al norte, hacia Asturias. Pero León era un lugar terrible, donde,  como observatorio, la guerra era quizás peor que en el hecho primario del  enfrentamiento, y por consiguiente León era el lugar donde los provisionalmente  vencedores (al final, definitivamente vencedores), traían a los vencidos para  encerrarlos, fusilarlos o para "pasearlos", como se decía aquí. Mi  situación terriblemente privilegiada (y subrayo lo de terriblemente), consistía  en que yo vivía, sí, en los extramuros, como tú has dicho, al otro lado del río  León. Yo vivía fuera, en una zona obrera, azucarera, la zona de los  ferroviarios, que se fundía con la zona de los labradores.  Por allí venían las carretas de Galicia, de  Asturias, entraban por el puerto de la Magdalena, y por allí venía el gentío, los  muchachos, los mineros de Asturias, que los habían hecho prisioneros y los  llevaban en reatas a San Marcos, pasando debajo de mis balcones.
              -Esta es, sin duda, una de las  huellas más fértiles en su obra.
              -Sí.  Hay un momento de mi escritura que casi no debería ser mi escritura (tendría  que haber tenido el pudor suficiente para dejarlo en silencio), porque es un  momento de mi vida cuando yo me apretaba el rostro contra las rejas de mi  balcón, siendo todavía un niño, y debajo pasaban las reatas de presos que  llevaban para San Marcos. Desde allí vi pasar también a la tristemente célebre  Legión Cóndor, la que bombardeó Guernica. Luego me llevaron a aquella prisión y  vi la sangre, la tortura. Todo esto nació en mí o yo nací o crecí con ello.  Ciertamente, no he tenido que hacer ninguna impostación rara para que esté en  mi poesía también. Bueno, propiamente no he nacido con el dolor y la presencia  de la muerte, pero sí que ellos han entrado en mis primeros crecimientos.
              -Es evidente que León es una  ciudad esencial en su vida y en su obra. Hay quienes la ven también como su  retiro permanente o como el espacio de un cierto  exilio interior
              -Las  cosas se dan un poco por elección a veces, pero fundamentalmente por necesidad.  Entonces, yo he vivido en León por necesidad y después he convertido esta  necesidad en una voluntad. Bien. León es una ciudad hermosísima, también  horrible en algunos aspectos, incluso en algunos visuales, pero al mismo tiempo  es una ciudad cruel y fría, con la particularidad de que, cuando traspasas  estas formas de crueldad y frialdad, puedes tocar puntos e incandescencias  amistosas realmente importantes. Quizás esto ocurre en todos los sitios. Pero a  mí me ha ocurrido en León. Y yo ¿cómo puedo prescindir de mi amor, de mis  amistades, de mis costumbres, de mis lugares, de mis serenidades, de mis sufrimientos  en León, si estos son parte de mi vida?   ¿Por qué voy a cambiarlo por otra cosa?   Yo no menosprecio todo eso, en absoluto. Yo hubiera podido estar en  alguno de los circuitos en los cuales se mueven otros escritores. A mí me  parece muy natural que estén y que quieran ir a ellos, pero mis dificultades  fueron de tal calibre que yo no pude estar. Entonces, he hecho de estas  dificultades un poco la sustancia de mi escritura y mi manera de estar en la  vida y en la ciudad, y ahí se termina todo el misterio. No hay más, no hay  méritos. 
              -Tengo la impresión de que a  usted las imágenes, los versos, le salen como brotes, como les ocurre a los  árboles en primavera. Por eso no resisto la tentación de hacerle la pregunta  tópica: ¿cuál es su método de trabajo y cómo está ligado a la vida cotidiana?  Veo, por otra parte, que entre sus libros, que no suelen ser extensos, hay un  promedio de diez años.
              -No  me lo tomes a chiste, pero yo trabajo por casualidad y no regularmente. Yo  estoy urgido y puesto contra la pared por necesidades que son las que implican  la vida cotidiana, social, la que hay que vivir todos los días necesariamente.  Entonces esto lleva detrás de sí tiempo y cansancio. Sin embargo, yo he  procurado vivir, hacer mía una especie de pasión del silencio. ¿Cómo? Cuando no  puedo escribir, cuando no me atrevo a escribir, porque a mí me da miedo  escribir, porque tengo que ir a por mí de una manera total, quizá pura,  entonces estoy en una situación de silencio, pero este silencio está  constantemente referido, está poblado por la necesidad, por la voluntad de  vivirlo poemáticamente. No sé si esto dice algo. Incluso me da la sensación de  que en mi escritura se manifiesta: no hay poemas, hay silencios entre segmento  y segmento en muchas ocasiones. Esto no es ningún invento mío, es algo que se  me produce, que me sale espontáneamente. Ahora, esto me hace pensar en un  hombre al cual yo he querido mucho y que ya murió. Era un gran pintor que nunca  pintó el inmenso cuadro que estaba preparando: se mató. No sé si exactamente  por fracaso, por la desproporción que había entre el cuadro visionario y el  cuadro que debía estar en el lienzo. Yo, mucho más simple que él, podría decir  que los poemas están incubándose, acumulándose, durante algún tiempo y que de  repente, porque algo me ayuda, porque algo me excita, se convierten en  palabras, en un escultura lingüística. Pero yo no tengo un sistema de trabajo  regular. La vida me conduce y de pronto me coloca en la escritura.
                
  
                    
              -O sea, para resumir, que  usted lo que está es al servicio del silencio.
              -Por  lo menos yo estoy en dependencia del silencio, no sé si al servicio del  silencio. El silencio me condiciona y hasta me alimenta.
              -En el prólogo a la edición  comentada de su obra, que se reúne con el título de Edad, usted escribe  que aquí la obra no sólo es una suma, sino una resta y una variación, puesto  que hay poemas de libros anteriores que se han suprimido, hay versos que se han  pasado de un poema a otro. Con esto, ¿usted nos está diciendo entonces que el  poema, la obra literaria, puede y debe mejorarse con las lecturas posteriores  que hace su autor?  Es  decir, que la obra es siempre algo  provisional.
              -Sí.  Yo quisiera que a mí se me tomase así. Porque lo que uno ya ha escrito no sólo  puede ser susceptible de una mejora cualitativa, sino que vienen el tiempo y el  silencio a depositarse sobre lo ya escrito. Entonces, una vez que han pasado  los años, yo necesito que aquella escultura lingüística tenga, no otro sentido,  porque tiene su tiempo, su localización, pero sí que tenga lugar en mi  escritura, en mi pensamiento poético posterior.
              -En Sublevación inmóvil,  en un momento dado, el poeta convoca al lector al escenario del amor, incluso  del amor del cuerpo, aduciendo que ése es el único país que él tiene en ese  momento. Hay que tener en cuenta que esto lo escribe usted a comienzos de los  años cincuenta, los años duros del asentamiento del régimen franquista.
              -Te  remito al texto: Sublevación inmóvil.  Efectivamente, hay una convocatoria a una sublevación, a una acción imposible;  decir “inmóvil” aquí consiste en que la sublevación, sociológica y  políticamente imposible, estaba en las palabras y tenía conciencia de la  inutilidad, porque estaba reducida a las palabras. Pero efectivamente hay eso  que tu dices, es verdad: la palabra poética es o pretende ser una unidad con la  palabra amorosa, pero, al mismo tiempo, en el orden de las categorías (no me  gusta mucho esta forma de hablar), la poesía puede ser  igual a belleza, la belleza igual a justicia  y la justicia puede ser la necesidad de acción también hacia esa propia  justicia que entonces no era histórica, que acaso sigue sin ser histórica, que  seguramente no va ser histórica nunca. Pero el entender duramente, en términos  de descubrimiento, la expresión poemática como una expresión bella, con una  tensión hacia la justicia, es algo que está en mis libros posteriores y que  luego se traduce en fracaso.
              -En ese mismo poemario hay un  apego casi explícito a la música, no sólo a la música de las palabras, que en  este sentido toda su poesía es musical, sino a la música como el otro arte.  Incluso hay apelaciones a la música como si fuera un personaje más y hasta  aparecen citados dos grandes maestros de la música: Beethoven y Bartók. ¿Cuál  es la importancia de la música en su vida y en especial la de estos dos  maestros? 
              -Me  estás introduciendo ahora en una reflexión instantánea que, por lo tanto, tiene  que ser insegura. En una formación musical y cultural escasa, precaria, como es  la mía por circunstancias personales, yo estaba alimentado por las tradiciones  musicales, y de pronto me encuentro con fenómenos como Bela Bartók, que no se  trata de un experimentalismo y de un vanguardismo, sino de una música  fundamentada en la música popular húngara, el verdadero sedimento de la pasión  en Bartók. Entonces hay una especie de instinto mío que me conduce hasta estas  formulaciones audibles, que me excitan hondamente y me ponen en comunicación  con las palpitaciones profundas del destino de los hombres, entendiendo destino  como algo sujeto a las leyes históricas, no como algo meramente aleatorio.
              -De ahí, de mirar la vida/  desde lo oscuro, viene/ este amor invencible. De ahí le viene  también, supongo, su buceo y su conocimiento de la mentira, de la cual nos  habla en el siguiente libro, Descripción de la mentira. ¿A qué  mentira se refiere?
              -Sí,  de mirar la vida hacia el amor, un amor invencible (quizá es presuntuoso por mi  parte, pues nada es invencible; digamos, imprescindible), pero ése es un amor  oscuro, un amor en el cual no se dan comprensiones, datos para el  entendimiento. Efectivamente, yo desde la oscuridad, desde la incomprensión,  desde la confusión, parto hacia la poesía y vivo en ella. ¿Por qué? Porque, por  ejemplo, lo más que llego a averiguar es que hay una verdad puesto que la vivo  como tal y he apostado mi vida por ella, y sin embargo vienen los años, viene  el silencio, viene el cansancio, y esa verdad, de repente, es mentira. Entonces  me impongo el ejercicio de describirla desde la oscuridad y la perplejidad, sin  deliberaciones, sin proposiciones exactas, sólo mediante intuiciones e imágenes  plásticas. Sin embargo, todavía aquí funciona el oscuro amor de Sublevación  inmóvil. Aquella verdad era amada y cuando se convierte en mentira es  revelada.
              -En Descripción de la mentira nos  habla de una España cerrada, de una España sin verdad, que genera la muerte  cultural e histórica de sus ciudadanos, y a la muerte se le colocan lápidas:  ¿De esa comprobación profunda del poeta parte el aliento y el tema de su último  poemario, Lápida?
              -Sí,  con tal de que entendamos que las lápidas no son totalmente funerarias, sino  que son también conmemorativas. Lápidas es un libro escrito cincuenta años después de estallar la guerra civil  española. Cincuenta años es una casualidad, pero son cincuenta años, que  conforman casi toda la vida consciente o semiconsciente de un hombre. Entonces,  al entrar en esa memoria oscura, y sin que las lápidas quieran ser expresamente  funerarias, aunque quizá lo sean, tengo un cierto derecho a escribir unas  lápidas en honor a esa verdad que se convirtió en mentira. Lápidas es un libro complementario de Descripción de la mentira. Si  pudieran hacerse notas al pie de página en un libro así, Lápidaspodría ser, no subsidiariamente algo mejor o  peor, pero sí las aclaraciones del lenguaje difícil de Descripción de la mentira. Las situaciones históricas que  genera esta obra están descritas con relativa facilidad y claridad en Lápidas.
              -Edad, su obra  reunida, es, por supuesto, una suma estética y ética. Pero este título, tan  escueto como sugerente, ¿a qué nos remite al mismo tiempo: a la edad de Antonio  Gamoneda, a la del hombre o a la de este país?
              -Es  mi edad, pero yo no puedo evitar que sea una edad que coincide con la de este  país. Se describe después de cincuenta años de la sangrienta censura histórica  que se produce en España en l936. Entonces, es una edad mía que, por mérito  propio, tiene una contundencia colectiva, una edad que nos lleva a donde  estamos. A mí me lleva a una situación desde la cual tiene un gran valor el  recuerdo, pero, suponiendo que sea una especie de pirámide y que yo esté en su  vértice, desde ahí veo mi vida anterior, de un lado, y mi muerte, de otro. Y  esto coincide con una etapa histórica de España, y quizá no sólo de España, en  la cual el sufrimiento alcanza una sima que nos deja perplejos. 
              Dasso Saldívar
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              Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931), se trasladó con su madre a  León, al morir su padre –un poeta como él, pero modernista-, cuando tuvo dos  años, ciudad donde ha vivido desde entonces y donde dirige la Fundación Sierra-Pambley,  creada en 1887 por Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Manuel Bartolomé  Cossío bajo los preceptos de la Institución Libre de Enseñanza. Autodidacta,  empezó a trabajar con 14 años como recadero de un banco. En 1960 publicó sus  primeros poemas, escritos muchos años antes, y recibió el primer zarpazo de la  censura, que impidió que Blues castellano saliera a la luz. Incluido en la   Generación de los 50 pese a sentirse alejado de esa línea  poética, Gamoneda destiló una poesía con conciencia moral muy implicada en la  resistencia antifranquista. Muerto el dictador, y tras años de silencio poético  y de “frustración ideológica”, recuperó la pluma con libros como Arden las pérdidas o Libro del frío.  Gamoneda ha recibido los Premios Nacional y Reina Sofía, antes de ganar este  año (2006) el Cervantes. Su obra ha sido reunida en Esta Luz, un volumen de casi setecientas páginas.