El poeta de "Azul" en Norteamérica

La última entrevista con Rubén Darío
(Diario "El Mercurio", Santiago de Chile, 3 - VIII -1919)

Era la tarde tempestuosa de un domingo del mes de febrero de 1915.

Estaba nevando, y el frío y la humedad calaban hasta los huesos. Casi seguro (no se porqué) de encontrar a Rubén Darío, me encaminé al hotel donde vivía, situado en la calle 27 ó 28, entre Broadway y la Avenida Quinta. Más que hotel era hotelito, de modesta apariencia, con una pequeña entrada donde había un pequeño ascensor y una mesita para el servicio del teléfono. Me anunciaron por el alambre antes de subir; y una vez arriba me abrió la puerta un caballero, quien después de invitarme muy cortésmente a entrar, me condujo sin más ceremonia a una alcoba donde estaba el Maestro recostado en su cama.

-Rubén, le dijo presentándome; aquí está el señor Elías que viene a verte...

-¿Elías? balbuceó incorporándose y tendiéndome la mano, al tiempo que me dirigía una mirada profunda, llena de extraño brillo: ¿Elías, el de «La Nación»?- yo entonces colaboraba en aquel periódico; -¿Alfredo Elías? ¡Cuánto me alegro de conocerlo!

Enseguida saltó de la cama, a pesar de mis protestas, y me hizo sentar en una butaca del saloncito contiguo, mientras él toma asiento en una silla junto a su mesita de trabajo. El amigo de Rubén (cuyo nombre estoy tratando en vano de recordar), se acomodó en un diván frente a nosotros, dispuesto, al parecer, a llevar el peso de la conversación, pues bien sabido es cuán parco era el gran poeta en el hablar.

-Dispense usted que le recibamos en este cuarto tan desarreglado, -dijo- señalando un gran baúl, unas maletas y un enorme montón de revistas y periódicos arrinconados en una esquina; pero es que estamos aquí de paso; a cualquier hora nos mudamos a otra parte.

-No importa, observó Darío, el señor es como de la casa.

-De todos modos nos alegramos de que haya venido porque lo hemos estado buscando. Hace unos días estuvimos en la «Hispanic Society of America», y no supieron darnos las señas de usted.(1).

-En una de las columnas de ese Museo, escribí unos versos dedicados a su fundador, repuso Darío.

-Tuve la satisfacción de leerlos, dije.(2) El caballero amigo del poeta, contestando a mi pregunta acerca del viaje a Palma de Mallorca, dijo que habían pasado unos días en Barcelona, y que habían quedado sorprendidos del adelanto que se nota en la capital de Cataluña en todos los ramos de la actividad humana. Se lamentó de la falta de patriotismo de los españoles, que prefieren artículos extranjeros de calidad inferior a los del país; citando el caso chusco de que se venden en las tiendas de Barcelona, paños fabricados en Sabadell, que compra el parroquiano y paga a altos precios, porque se le dan como importados de Inglaterra; y que el calzado procedente de Mallorca, el mejor del mundo, que se exporta en grandes cantidades a la América hispana, se solicita y se acepta en España como importado de los Estados Unidos.

Rubén Darío, que iba asintiendo con la cabeza, y moviendo de vez en cuando una de sus manos, en señal de conformidad (aquellas manos de forma admirable y admirables por lo hermosas) acabó por decir:

-Eso es lo mismo en todos los países. Siempre lo extranjero es lo mejor.

-Don Rubén, dije después que se hizo una pausa; ayer precisamente estaba leyendo en «La Nación» uno de los artículos que escribió usted en Palma de Mallorca.

-No he visto ningún número de ese periódico desde que salí de Europa, contestó.

-Yo le puedo mandar los que tengo...

-Con muchísimo gusto- los aceptaré, interrumpió, siento deseos de leerlos; aunque sean números atrasados, no importa.

-¿Y piensa usted quedarse mucho tiempo aquí?

-No sé; tal vez un par de meses o más. No tengo ya compromisos en París. Lo de «Mundial», la revista, ya no existe... se acabó. He venido en una peregrinación de paz, para dar lecturas de mis poemas. Mr. Huntington se encarga de arreglar esto. También he venido para tratar de una edición completa de mis obras, con alguna casa norteamericana. A ver, enséñale al señor -dirigiéndose a su amigo- esa edición que se estaba preparando en España.

El caballero interpelado me mostró dos libros primorosamente editados, uno de los cuales se titulaba, según recuerdo: «Muy Siglo Diez y Ocho».

-Se trata, explicó el amigo, de publicar en serie las poesías de Rubén, dando a cada tomo un título que coincida con las primeras palabras del tomo respectivo. Vea usted.

Efectivamente, al abrir el libro, leí en la primera línea las palabras: «Muy Siglo Diez y Ocho».

Al poco rato de estar hojeando otros libros, llegó el médico que visitaba al poeta, y yo me retiré con la promesa por parte de Darío, de que me comunicaría las fechas y el lugar de sus lecturas para que yo pudiese asistir a ellas.

-Mucho tiempo pasó- sin tener yo la menor idea del maestro; y cuando me imaginaba que su plan había fracasado y que con tal motivo me encontraría muy lejos de Nueva York, llegó a mis manos, el 3 de abril su primera carta.

Aquella misma tarde fui a verlo en la casa de huéspedes de la calle 14. Convaleciendo aún de la congestión pulmonar que le tuvo a las puertas de la muerte, tenía, sin embargo, mejor semblante que cuando le conocí, y hasta se mostraba bastante comunicativo. -Agradeció los números de «La Nación» que le llevé, y me hizo partícipe de sus impresiones sobre los Estados Unidos, que consideraba país portentoso.

-Ya ve usted, decía, mi enfermedad ha dado al traste con mis planes; nada de lecturas, por suerte ya conozco esto por haber estado aquí de paso otras veces. Aquí hay de todo; industria, comercio, arte; hasta arte encuentro yo aquí. Esta vez no he hecho más que corroborar mis impresiones anteriores, aunque desgraciadamente no he podido ver tanto como hubiera deseado. En cambio, durante mi convalescencia he podido leer bastante, pero no todos los periódicos españoles que hubiera querido.

-A propósito; ahora que se habla tanto de la desaparición de la Gioconda del Museo de Louvre, ¿ha visto usted el retrato de la madre de esa moza?

-¿Dónde? ¿Quién es ella?

-Una campesina española, de facciones tan parecidas a Mona Lisa, que se ha fotografiado, y su fotografía se ha reproducido en el «Nuevo Mundo». Se la mandaré, si usted desea, con otros periódicos que pueda encontrar.

-Mil gracias de antemano; y por si no estoy en Nueva York, mis señas son: «La Nación», Buenos Aires. Para allí me embarco, pero no se a punto fijo dónde viviré; tal vez en una casa de campo con un amigo que me ha invitado a pasar una temporada con él, hasta quedar completamente restablecido. De allí, ¿quién sabe?

Cumpliendo mi ofrecimiento, envié a Rubén Darío periódicos españoles junto con una carta, a todo lo cual me acusó atentamente recibo.

Aquel viaje a Buenos Aires fue el principio del fin en la vida del gran poeta.

Algunos periódicos y revistas de ésta le dedicaron al partir, entusiastas elogios, doliéndose de que su personalidad, con ser tan conocida, no lo fuera bastante entre los norteamericanos. Se contaron varias anécdotas más o menos veraces de su paso por Nueva York, y entre ellas la siguiente: Hallándose todavía el poeta en el «French Hospital» convaleciente de la congestión pulmonar, un día se presentó una señora enlutada, cubierto el rostro con espeso velo y llevando un ramo de flores en la mano. Solicitó ver al enfermo, y al dar su hombre, bien conocida en la sociedad neoyorquina, le dejaron entrar en el cuarto con la aquiescencia del poeta.

-Señor Rubén Darío, dijo en correcto español, sin descubrir el rostro. No he venido a molestarle. He leído todas sus obras; las he leído y las he admirado, y al saber que estaba usted aquí, he querido sencillamente rendir un pequeño tributo al más grande de los poetas.

Y dejando el ramo de flores en sus rodillas, se retiró la dama sin aguardar otra palabra del obsequiado.

Durante su estancia en la Argentina, Rubén Darío dejó de escribir para la prensa. Sus energías parecían estar del todo agobiadas. Sintiendo próximo el fin de su existencia, quiso emprender un viaje a Nicaragua, para exhalar el último suspiro en la misma tierra que le vio nacer. Poco meses después, el 7 de febrero de 1916, en la ciudad de León, de aquella República, entregó su alma al Creador, el más español y el más hispanoamericano a un tiempo, de todos los poestas que rimaron en la lengua de Castilla.

* Esta entrevista fue localizada por el Dr. Jorege E. Arellano en la colección del diario «El Mercurio», de Santiago de Chile, donde se publicó en la edición correspondiente al día 3 de agosto de 1919.

(1) La visita del ilustre poeta a la «Hispanic Society» ocurrió poco después de fallecer el bibliotecario e ilustre bibliófilo Mr. Martin, y antes de nombrarse para ese cargo a Mr. Hills y a Miss Isabel K. Mac. Demott como Conservador de Publicaciones.

(2) En efecto las leí, aunque a duras penas, pues están escritos con lápiz azul sobre el fondo rojo de la columna, de puño y letra de Rubén Darío. Pudiera entonces haberlos tomado o habérselos pedido a él mismo y ofrecérselos hoy a los lectores de este artículo; pero poco después de estar expuestos algún tiempo Mr. Huntington hizo cubrir la pared con un bajo relieve en bronce del sabio español Ramón y Cajal, negándose rotundamente a darlos a la publicidad, por contener conceptos que ofenden su modestia.