Opiniones de los críticos sobre Darío

Enrique Anderson Imbert

Rubén Darío dejó la poesía diferente de como la había encontrado: en esto, como Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Lope, Góngora y Bécquer. Sus cambios formales fueron inmediatamente apreciados. La versificación española se había reducido, durante siglos, a unos pocos tipos. De pronto, con Rubén Darío se convirtió en orquesta sinfónica. Dio vida a todos los metros y estrofas del pasado, aun a los que sólo ocasionalmente se habían cultivado, haciéndolos sonar a veces con imprevistos cambios de acento; y además inventó un lenguaje rítmico de infinitas sorpresas, sin salir de la versificación regular. No sólo desarrolló todas las posibilidades musicales de la palabra, sino que para cada estado de ánimo usó el instrumento adecuado. Leyéndolo uno educa el oído; al educarlo, más planos sonoros aparecen en el recitado. Por su técnica verbal Darío es uno de los más grandes poetas de todos los tiempos; y , en español, su nombre divide la historia literaria en un "antes" y un "después". Pero no sólo fue un maestro del ritmo. Con incomparable elegancia poetizó el gozo de vivir y el terror de la muerte.

Tomado de Rubén Darío, poeta, Fondo de Cultura Económica, México, 1952.

Jorge Luis Borges

Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará. Quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar libertador.

Tomado de "Mensaje en honor de Rubén Darío, escrito por Borges, en 1967.

Octavio Paz

Nuestros textos escolares llaman siglos de oro al XVI y al XVII; Juan Ramón Jiménez decía que eran de cartón dorado; más justo sería decir: siglos de la furia española. Con el mismo frenesí con que destruyen y crean naciones, los españoles escriben, pintan, sueñan. Extremos: son los primeros en dar la vuelta al mundo y los inventores del quietismo. Sed de espacio, hambre de muerte. Abundante hasta el despilfarro, Lope de Vega escribe mil comedias y pico; sobrio hasta la parquedad, la obra poética de San Juan de la Cruz se reduce a tres poemas y unas cuantas canciones o coplas. Delirio alegre o reconcentrado, sangriento o pío: todos los colores y todas las direcciones. Delirio lúcido en Cervantes, Velásquez, Calderón; laberinto de conceptos en Quevedo, selva de estalactitas verbales en Góngora. De pronto, como si se tratase del espectáculo de un ilusionista y no de una realidad histórica, el escenario se despuebla. No hay nada y menos que nada: los españoles viven una vida refleja de fantasmas. Sería inútil buscar en todo el siglo XVIII un Swift o un Pope, un Rousseau o un Laclos. En la segunda mitad del siglo XIX surgen aquí y allá tímidas manchas de verdor: Bécquer, Rosalía de Castro. Nada que se compare a Coleridge, Leopardi o Holderlin; nadie que se parezca a Baudelaire. A fines de siglo, con idéntica violencia, todo cambia. Sin previo aviso irrumpe un grupo de poetas; al principio pocos los escuchan y muchos se burlan de ellos. Unos años después, por obra de aquellos que la crítica seria había llamado descastados y "afrancesados", el idioma español se pone de pie. Estaba vivo. Menos opulento que el siglo barroco, pero menos enfático. Más acerado y transparente.

El último poeta del período barroco fue una monja mexicana: Sor Juana Inés de la Cruz. Dos siglos más tarde, en esas mismas tierras americanas, aparecieron los primeros brotes de la tendencia que devolvería al idioma su vitalidad. La importancia del modernismo es doble: por una parte dio cuatro o cinco poetas que reanudan la gran tradición histórica, rota o detenida al finalizar el siglo XVII; por la otra, al abrir puertas y ventanas, reanimó el idioma. El modernismo fue una escuela poética; también fue una escuela de baile, un campo de entrenamiento físico, un circo y una mascarada. Después de esa experiencia el castellano pudo soportar pruebas más rudas y aventuras más peligrosas. Entendido como lo que realmente fue --un movimiento cuyo fundamento y meta primordial era el movimiento mismo-- aún no termina: la vanguardia de 1925 y las tentativas de la poesía contemporánea están íntimamente ligadas a ese gran comienzo. En sus días, el modernismo suscitó adhesiones fervientes y oposiciones no menos vehementes. Algunos espíritus lo recibieron con reserva: Miguel de Unamuno no ocultó su hostilidad y Antonio Machado procuró guardar las distancias. No importa: ambos están marcados por el modernismo. Su verso sería otro sin las conquistas y hallazgos de los poetas hispanoamericanos; y su dicción, sobre todo allí donde pretende separarse más ostensiblemente de los acentos y maneras de los innovadores, es una suerte de involuntario homenaje a aquello mismo que rechaza. Precisamente por ser una reacción, su obra es inseparable de lo que niega: no es lo que está más allá sino lo que está frente a Rubén Darío. Nada más natural: el modernismo era el lenguaje de la época, su estilo histórico, y todos los creadores estaban condenados a respirar su atmósfera.

Todo lenguaje, sin excluir al de la libertad, termina por convertirse en una cárcel; y hay un punto en el que la velocidad se confunde con la inmovilidad. Los grandes poetas modernistas fueron los primeros en rebelarse y en su obra de madurez van más allá del lenguaje que ellos mismos habían creado. Preparan así, cada uno a su manera, la subversión de la vanguardia: Lugones es el antecedente inmediato de la nueva poesía mexicana (Ramón López Velarde) y argentina (Jorge Luis Borges) ; Juan Ramón Jiménez fue el maestro de la generación de Jorge Guillén y Federico García Lorca; Ramón del Valle Inclán está presente en el teatro moderno y lo estará más cada día... El lugar de Darío es central, inclusive si se cree, como yo creo, que es el menos actual de los grandes modernistas. No es una influencia viva sino un término de referencia: un punto de partida o de llegada, un límite que hay que alcanzar o traspasar. Ser o no ser como él: de ambas maneras Darío está presente en el espíritu de los poetas contemporáneos. Es el fundador.

Tomado de "El Caracol y la Sirena", Cuadrivio, Editorial Joaquín Mortiz, S. A. , México, 1964.

Discurso al alimón en honor a Rubén Darío

Pablo Neruda y Federico García Lorca

Hacia el año 1933, Pablo Neruda es enviado al Consulado de Chile en Buenos Aires. Ahí comenzará a conocer la resonancia internacional de su poesía. Además intimará con destacados escritores argentinos. Pero el encuentro más importante como relata Emir Rodríguez Monegal en su Neruda: El viajero inmóvil "ocurrirá un día de octubre de 1933, cuando es presentado a Federico García Lorca, de paso en el Río de la Plata para asistir al estreno de Bodas de sangre, por Lola Membrives, y para dar algunas conferencias. La fecha está marcada con piedra blanca en la poesía hispánica de este siglo, porque la personalidad avasalladora de Federico (seis años mayor, y ya famosísimo) y la calidad recién alumbrada de Neruda se reconocen a primera vista, fundan una amistad que sólo corregirá la muerte y establecen un puente perdurable entre las dos orillas de la nueva poesía en lengua española. Para marcar este encuentro fatal, el P.E.N. Club argentino organiza un banquete de homenaje a ambos poetas y ellos agradecen con un discurso en colaboración, sobre Rubén Darío, "el padre americano de la lírica hispánica de este siglo."
Más tarde, Neruda habría de recordar que: "tanto García Lorca como yo, sin que se nos pudiera sospechar de modernistas, celebrábamos a Rubén Darío como uno de los grandes creadores del lenguage poético en el idioma español".

Este es el discurso:

Neruda Señoras...

Lorca y señores: Existe en la fiesta de los toros una suerte llamada "toreo del alimón", en que dos toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.

Neruda Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder esta recepción muy decisiva.

Lorca Es costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su palabra viva, plata o madera, y saluden con su voz propia a sus compañeros y amigos.

Neruda Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros, un muerto, un comensal viudo, oscuro en las tinieblas de una muerte más grande que otras muertes, viudo de la vida, de quien fuera en su hora marido deslumbrante, nos vamos a esconder bajo su sombra ardiendo, vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del olvido.

Lorca Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con ternura de pingüino al delicado poeta Amado Villar, vamos a lanzar un gran nombre sobre el mantel, en la seguridad de que se han de romper las copas, han de saltar los tenedores, buscando el ojo que ellos ansían; y un golpe de mar ha de manchar los manteles. Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y España: Rubén...

Neruda Darío. Señores...

Lorca y señoras...

Neruda ¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza de Rubén Darío?

Lorca ¿Dónde está la estatua de Rubén Darío?

Neruda Él amaba los parques. ¿Dónde está el parque Rubén Darío?

Lorca ¿Dónde está la tienda de rosas de Rubén Darío?

Neruda ¿Dónde está el manzano y las manzanas de Rubén Darío?

Lorca ¿Dónde está la mano cortada de Rubén Darío?

Neruda ¿Dónde está el aceite, la resina, el cisne de Rubén Darío?

Lorca Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal" bajo su espantoso león de marmolina, como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas.

Neruda Un león de botica al fundador de leones, un león sin estrellas a quien dedicaba estrellas.

Lorca Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como fray Luis de Granada, jefe de idiomas, hizo signos estelares con el limón, y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito: nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros ojos y construyó un enorme paseo de gin sobre la tarde más gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú el ábrego oscuro, todo pecho, como un poeta romántico, y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica y triste de todas las épocas.

Neruda Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, su descenso a los espirales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre e imprescindible.

Lorca Como poeta español enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó a Valle Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas mallorquinas, Darío paseó la tierra de España como su propia tierra.

Neruda Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del Norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta noche su estatua con el aire atravesada por el humo y la voz y por las circunstancias, y por la vida, como ésta su poética magnífica, atravesada por sueños y sonidos.

Lorca Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre como un ramo de coral agitado por la marea, sus nervios idénticos a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro, donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibríes, sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también sus defectos. Las estanterías comidas ya por los jaramagos, donde suenan vacíos de flauta, las botellas de coñac de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos. Fuera de normas, formas y espuelas queda en pie la fecunda substancia de su gran poesía.

Neruda Federico García Lorca, español, y yo, chileno, declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros, y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que posamos.

Lorca Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno y español, Rubén Darío.

Neruda y Lorca en cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.

El texto completo de este discurso se reprodujo en El Sol de Madrid (30 de diciembre de 1934) y forma parte de Obras completas de Federico García Lorca, Aguilar, Madrid, 1966.