Semblanza

La conocí un jueves de 1955. No se me olvida porque esa mañana, en el 3º grado del Colegio de San José, bajo la batuta del hermano Moncho, (Ramón de Sagastume S.J.) se llevó a cabo una “sangrienta” reyerta intelectual entre “Romanos” y “Cartagineses”, una de las tácticas Ignacianas para fomentar la excelencia aún en las elementales. Pertenecía yo al Reino de Cartago, que ganábamos casi todos los encuentros, menos la medalla de conducta; ya desde entonces los “hijos de la Reina Dido”, teníamos fama de sinvergüenzas.

Fuera de esas “batallas” me aburría. Ocho años, y las matemáticas nunca fueron mi fuerte. Pero estaba el inmenso laboratorio de Química, sito en frente de la Biblioteca Departamental, blanca, impecable. Allí me toleraba, en un rincón el “eterno” profesor de química, “Coco” –en las dos acepciones- de los bachilleres del entonces mejor colegio de la Arenosa, el padre Espinal, aparentemente “loco”, era un genio, y, tal vez por ende, oveja negra de la “Compañía”.

Esmirriado y enteco, desde los ventanales del laboratorio no me costaba ningún trabajo escurrirme del colegio, atravesar la calle de las “Flores”, y toparme, en la Biblioteca con ese, para mí desconocido “Ángel de la Guarda” rubio y amoroso, de manos aladas como orquídeas, que recibía a todos, grandes pequeños, ricos y humildes, con su amoroso gesto dulce y mirada feérica.

Ese jueves no hablamos mucho. Su apacible mirar, que cabe gentilmente en el Madrigal de Gutierre de Cetina... “Ojos claros, serenos, que de dulce mirar sois alabados, si cuanto más piadosos, más claros parecéis a quien os mira...” no ameritaba más conversación. “El amor verdadero habla muy poco”, dice una canción del Maestro Biava.

Y, no obstante mi ansiedad y mis nervios por haberme volado de la clase e ingresado en recinto tan solemne (limpísimo, impecable, bien aireado), ella me recibió como Dios Manda. A pesar de sus ires y venires por las salas de lectura, la de recibo, la de consulta, segundo piso, amén de codearse en su espaciosa oficina con señorones de impecable terno de lino inglés, no solo me prestó atención, sino que me condujo a una pequeña sala dedicada a lecturas para niños y puso en mis manos: además de poetisa, psicóloga, una linda y sencilla versión del Quijote para niños. Me dejó cebado. Al poquitico tiempo, lo impensable. Fue nuestra muda y rendida declaración de afecto. Sin dificultad ni reticencia alguna me dejó llevarme a casa, a dos cuadras de allí en la calle Santander, un libro cuyo préstamo estaba absolutamente prohibido, por una marca roja que, según me aseguraba la Señorita Pérez, con su sempiterno medio-luto, falda negra y moña entrecana, el otro Ángel Negro de la Biblioteca que hoy, con elemental justicia ostenta el nombre del amoroso tema de estas páginas, nuestra Meira Delmar.

Era, para mi edad de paquito y Ratón Pérez, un libraco enorme y portentoso. De sus inolvidables páginas “Versos Universales”, “La Hora del Niño”, “El Libro de los cómos y por qués” y sus hermosos grabados a duo-tone, comenzó mi verdadera educación. Me cupo el gran honor de que fuera la Señorita Meira quien abriera mis ojos a la vida del verso y la aventura. Leía y releía como hechizado cada tomo que, y puntualmente, intercambiaba por otro cada fin de semana, y allí, en ese sitio de silencios y de música de alas (en el 2º piso auspiciaba generosamente una bien dotada Sala de Música) comenzó la amistad: veneración y gratitud, la llamaría, por la condescendencia de ese prodigioso ser espiritual, tan pródigo, que, sin exigirme carné ni papelito, corrió el riesgo de perder uno de los valiosos 20 tomos del “TESORO DE LA JUVENTUD”, cediéndoselo, sin más, a un suscrito que no es lo que se dice un René Descartes de cordura, cumplimiento, o sensatez.

“Para todas las cosas hay razón; todo tiene su tiempo bajo el cielo: época de danzar, y tiempo de reír, tiempo para la poda, y época de endechar” dice El Eclesiatés, (III – 1) Y nuestra poetisa no es la excepción. En sus 38 años de labor fatigante unas veces, me consta, hubo tiempo de gozo y tiempo de congoja. De alegría sobre todo para nosotros, tirios y troyanos, que contamos con el honor de tenerla a ella como cabeza y epicentro de uno de los puntos culturales más neurálgicos del Departamento, y por qué no, de Colombia, en la medida en que Meira acogió como anfitriona, y participó en otras ciudades del país, de encuentros culturales relativos a su oficio de autora y connoisseuse de libros.

A este ser “Privilegiado”, (como la llama nadie menos que Juan Lozano y Lozano, poeta, escritor y columnista de “El Tiempo”), directora de, por añares, la “Uniqueña” Biblioteca tutelar, también le cupieron en su empeño, las duras y las maduras. Y a ambas atendió con igual denuedo y valentía. Hablaré poco de las primeras, pues sé que por los aires de su casta, y su legítimo pudor, no se sentiría al gusto al recordar ciertas, molestias, tales cual las tuvo el mismo Bach en su época de oro en Lepzig, esas pequeñas cosas que, por el hecho de serlo, nos consta, mortifican, enojan al más bueno.

Ella, una “Niña bien” barranquillera, con su mansión, sus adorados padres, su piano, la guitarra, sus canciones, amigos y amigas distinguidos, su Bellas Artes, la gerencia del Centro Artístico, incluido arduo trabajo secretarial, que ella, “orgullosa y bonita” como dice la canción, insistía, responsable hasta el final, en hacerlo ella solita; con el agregado de sus compromisos sociales: Las cenas, recepciones donde llevaba la palabra feliz de bienvenida, agasajos recitales, de ambas clases, -de música o poesía- con solistas invitados y artistas de todo género (En ese entonces el peso tenía “peso”, casi tanto como el del dólar), por tanto no se hace difícil creer que en la época de Meira, el Centro Artístico de Barranquilla se dio el gran lujo da escuchar prodigios internacionales de la talla de Marian Anderson, el mejor arpista de su era, Nicanor Zabaleta, quien, dicho sea de paso, se amañó tanto entre nosotros que, con el Maestro Biava al piano dio un memorable Concierto, nade menos que en el “Cine La Bamba” tachonado de estrellas y repleto a rabiar... hasta el mejor grupo de voces blancas del mundo entero “Los Niños Cantores de Viena”. destacados visitantes que atendía en su casa del barrio el Prado, en cuya esquina fui testigo del hermoso concierto-serenata coral que una treintena de antioqueños le dedicaron al pie de su ventana, con canciones cuya letra eran cantábiles poemas de la poetisa misma.

Pero ella, imperturbable, la misma Olga Isabel de siempre, sencilla, cumplidísima, llegaba siempre antes que muchos de sus subalternos, en bus de su casa a la otra, la de sus amados libros. Tenía como toda mamá que se respete, sus predilecto que por razones obvias protegía en especial: todo lo del “Salón Colombiano”, lleno de nuestra historia y su poesía, mas sus “sagrados” textos, Carísimos, tanto para ella cuanto para su exiguo presupuesto) de Matemáticas, Arquitectura, Medicina Arte e Historia, pues bien estaba ella al tanto de las necesidades de sus lectores tanto casuales como aquellos pertenecientes a los colegios y Universidades populares cercanos.

Sólo, para no contrariarle, me referiré a una, entre las muchas, “duras” que le tocó afrontar, pues en ese caso, dejaba de ser la mansa y arcangélica poetisa, para convertirse toda una Olga, rusa, o Helga germánica, una tesa que, a pesar de tenerlo todo en su apacible residencia, no desdeñaba, primero, tomar su bus del Prado-Boston, y caminar, haciendo un hito en la añorada Librería Nacional de la calle de “Jesús” hasta el paseo Bolívar y retomarlo a casa. Segundo, a pesar de su magro presupuesto luchó, para ampliarlo con justeza como una auténtica felina con tantísimos contralores y burócratas borgesianos que enfrentó con una dignidad y un carácter, que pocos le conocen, “arisco y morisco” para defender lo suyo (lo nuestro) cuidar, clasificar, hacer encuadernar, mimar y proteger periódicos, revistas especializadas, libros, y esos volúmenes y Enciclopedias especiales. Cuando manos vandálicas actuaban por allí, Meira empalidecía (“No me miréis con ira, oh fanales serenos!”) conflagrantes de verde atigrado sus de otro modo dulces y apacibles ojos de aceituna, al verlos mutilados, destrozados por lectores irresponsables que infortunadamente nunca faltan en nuestras Bibliotecas. He escrito demasiado. Fue una época de oro, de casi cuarenta años de magia, cultura, sabiduría y ternura, si las hubo, pasión, encanto, harto trabajo y mucha dulcedumbre. ¡Meira, por muchos años!

Sólo me resta, para terminar, unas palabras de agradecimiento. A Sarita Neuman, agregada cultural musical de la actual Biblioteca, quien me hizo el honor de solicitarme escribir lo que el amable lector tiene en sus manos. Y al señor Gobernador Espinosa Meola, quien con generosa preocupación y su equipo formidable, comenzando por el Dr. Diego Marín Contreras, iniciador del cambio, y la Dra. Beatriz Aguilar, mano derecha de nuestro audaz gobernante departamental, hayan hecho realidad el sueño bienamado de nuestra poetisa: Una biblioteca a la altura de las mejores, equipada con sus actuales archivos cibernéticos, que hicieron arrinconar los antiguos y añosos tarjeteros. Su impecable Página “Web”, sus conexiones con muchos otros centros educacionales de aquí y del exterior, en fin con su flamante cerebro cumputarizado que ha de tener a todos, usuarios y administradores, sonrientes y hazañosos. Muchas gracias a todos lo que tan tenazmente laboraron, por devolvernos, flamante y floreciente , el añejo epicentro (38 con 38) espiritual donde crepitaron y frutecieron tantos hito históricos imposibles de acoger aquí: (La Extensión Cultural del Historiador barranquillero Alfredo e la Espriella tuvo allí su sede largos años) mudo testigo, además, de inolvidables eventos interdisciplinarios: culturales, pedagógicos, científicos, musicales, poéticos, literarios, pictóricos, folclóricos, deportivos, en fin (el Club Departamental de Ajedrez tuvo su sede allí), que allí tuvieron su caluroso lar y bienvenida. Así tiene que ser y seguir siendo, para poder dar lustre a ese querido nombre que campea dorado en el portal de nuestra Biblioteca.

Campo Elías Romero F