
              Barranquilla, la nuit
                              Cuerpo inclemente, circundado
                por un vaho de frutas, desguazándose
                en la tórrida herrumbre
                portuaria,
¿no eran
los labios como orquídeas
mojadas de guarapo, no tenían
los ojos mandamientos de cocuyos
y allí se enmarañaban
la excitación y la indolencia?
Mórbida efigie de esmeralda
y musgo, entrechocan sus pechos
entre la mayestática cochambre
de la noche.
Desnuda
antes que alerta y disponible,
desnuda nada más, desmemoriada
sobre un cuero de res, el vientre
húmedo de salitre y en el cuello
el amuleto pendular de un dado
cuyo rigor jamás aboliría
los tercos mestizajes del azar.
Rauda la carne y prieta
como un sesgo de iguana, surca
los fosos coloniales, deposita
en las inmediaciones del marasmo
una aromática cadencia
a maraca y sudor y marigüana,
mientras cumple el amor su ciclo
de putrefacta lozanía
en el nocturno ritual del trópico.
                
              
              Renuevo de un ciclo alejandrino 
              Pos los feudos del río 
                Guadalete, ya en las cercas 
                de espinos del cañaveral 
                del Charco, aún subsisten 
                los ruinosos porches 
                de una casa de postas convertida 
                hoy en mesón, equívoco refugio 
                de yegüeros y gente 
                trashumante. Todos buscan allí 
                lo que no falta nunca: 
                el mal vino del pago de Aznalcóllar 
                y la inerte muchacha 
                que vende al transeúnte su miseria. 
                
                En el pino terrado alquilan 
                una sucias yacijas, separadas 
                por trémulos tabiques de latón 
                y arpillera. Y entre un denso 
                vaho de mazorcas y un hedor 
                inconsolable a cama, yace 
                la mercancía repartida 
                en dos bultos iguales de letargo 
                esperando que suba el comprador. 
              Desde el cubil se oyen 
                pasar a los que vuelven de la escarda 
                o van de anochecida a rebuscar 
                espárragos. Llegan las voces 
                de Joaquín, el del pies 
                ligeros, y de Onofre, hábil 
                en el manejo de la hoz, y de Ana, 
                la de ojos de novilla, y de Miguel, 
                domador de caballos. Todos 
                acuden al señuelo de los porches 
                antes de vadear las aguas 
                del Escamandro azul, del Guadalete 
                de envinados reflejos, fijos 
                los ojos en las cóncavas 
                manos, como abrumados todavía 
                por la insaciable cólera 
                del investido de poderes. 
                
                Y aquella última vez 
                hasta el sórdido cuarto descendió, 
                semejante a la noche, Constantino 
                Cavafis, el secreto hijo 
                de Calímaco, repitiendo 
                desde un lúbrico fondo de algodón 
                y sangre, estas aladas palabras: 
                en todo el universo destruiste 
                cuanto has destruido 
                en estas angosta esquina de la tierra. 
              Gestión de simulacros 
                es la verdad vivida: breve 
                como la fraudulenta desnudez 
                de la carne, centellea en lo oscuro 
                el tálamo de Ítaca, ya lejos 
                la taciturna orilla de Aznalcóllar. 
                Mas no por rehacer impunemente 
                la infracción de una historia, impuso 
                al maltratado cuerpo su sentencia 
                el implacable oráculo, sino 
                por rescatar el heroísmo 
                de una epopeya oculta en un tugurio, 
                pérfido rastro de sustituciones 
                que ahora acude 
                y permanece en el poema.
              
              José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926- ), hizo estudios de  Náutica en Cádiz y Filosofía y Letras en  Sevilla y Madrid. Profesor en la Universidad Nacional de Colombia y Brynn Mawr  College de Pensilvania, viajó por diversos países hispanoamericanos hasta el  año 1963, cuando regresó a España. Fue encarcelado en varias ocasiones por su  oposición al franquismo  y en 1971 empezó  a trabajar en el Seminario de Lexicografía de la Real Academia Española, donde  permaneció hasta 1975. Miembro de la llamada Generación del Cincuenta, entre  sus libros figuran libros capitales de la poesía española contemporánea como Descrédito del héroe (1977) o Diario de Argónida (1997). Su obra poética  ha sido reunida en Somos el tiempo que  nos queda (2004) y antologada en Summa  vitae (2007). Novelista y memorialista, algunos de sus títulos son Dos días de septiembre (1962), Ágata ojo de gato (1974), Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001). Mar adentro (2002) es el resultado de  una vieja pasión del autor por la navegación. Caballero Bonald ha escrito,  además, varios libros de ensayo de diversos temas, como Breviario del vino (1980), Luces  y sombras del flamenco (1975) o Sevilla  en tiempos de Cervantes (1991) y recibido   premios y distinciones como el Premio de la Crítica, en dos ocasiones;  el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2004; el Premio Nacional de  las Letras Españolas en 2005 y, en 2006, el Premio Nacional de Poesía.