Música macabra

Forma químicamente pura del miedo, la masacre es el método más sumario y más brutal para sembrar el terror en un contorno. Maldad sin mezcla, la masacre atrae la atención del antropólogo, del historiador y hasta del economista. María Victoria Uribe, actual directora del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, subraya el carácter ritual de la masacre. Antes de ella no hay nada, no se anuncia, el primer elemento que la constituye es la sorpresa. Como en toda ceremonia, en la masacre el ejecutor diluye su identidad, actúa como algo inexorable, como si fuera una catástrofe natural, se disfraza y es otro durante su sangrienta e imprevisible pantomima. El inesperado rito puede desarrollarse con sevicia o sumariamente, pero la intención de torturar, de amenazar, de avisar que puede repetirse y que puede caer en la próxima el sobreviviente que ahora no está en la lista, es uno de sus elementos. La masacre necesita testigos. Método de guerra, la masacre no hace parte de la guerra; la guerra supone al menos dos adversarios en liza: aquí hay un victimario armado e invulnerable y unas víctimas totalmente indefensas, a veces sacrificadas mientras duermen, otras llamadas por su nombre a medianoche en una convocatoria de toda una población que permanecerá marcada y enferma de miedo y de silencio desde entonces.

No quiero decir cada cuanto hay una masacre en Colombia. Siento dolor y vergüenza. Esta vergüenza es parte del estupor y del miedo. No es extraño que este baldón y este silencio sean nombrados con la precisa y breve palabra de una de las voces poéticas más reconocidas de la poesía colombiana actual. En efecto, ya antes, en 1983, María Mercedes Carranza (Bogotá, 1945) había publicado un espléndido libro de poemas, Tengo miedo, donde exploraba con franqueza y sin patetismo las zonas oscuras de sí misma y de su vida cotidiana. Ahora, en El canto de las moscas, «en sagas muy breves, que por su precisión geométrica compararía con el haikai, Carranza elabora estéticamente el espectáculo de la barbarie diaria de la comunidad cercada por la muerte», como dice Mario Rivero.

Necoclí, Mapiripán, Tamborales, Barrancabermeja, Tierralta, Confines, Sotavento, la sonoridad casi festiva de los perdidos lugares de una geografía abrupta, se convierte en el título de cada lacónico y, por lo mis-mo, conmovedor poema. Hay poco que decir, pareciera expresar esta brevedad, pero es obligatorio decirlo. Barrancabermeja, entonces, es «la sangre desangrada» y «en Amaime los sueños se cubren de tierra como si fueran podredumbre».

Cercenar toda esperanza, imponer la evidencia de que dependes de la fuerza despiadada de otro que puede eliminarte a voluntad, que puede llegar una noche por tus hijos, por tus hermanos, por tus padres. Miedo en estado puro, maldad en estado puro, y Carranza adivina allí a un Dios al revés, la monstruosa manera en que los hombres intentan ser todopoderosos: «Un pájaro negro husmea las sobras de la vida. Puede ser Dios o el asesino: da lo mismo ya».

Los muertos son unos chivos expiatorios, unos simples y necesarios medios, son una parte del decorado que marcará las memorias: «Estallan las flores sobre la tierra de Paujil. En las corolas aparecen las bocas de los muertos». Los muertos son solamente «carne de la tierra». Las verdaderas víctimas somos los sobrevivientes. Los testigos, hechos sólo de miedo desde ese instante, los otros, hermanos de patria o de especie, aterrados de los límites en expansión de la maldad humana, de la mala sangre la-tente que anida en los recovecos de uno mismo; lo dijo sin rodeos Robert Burton hace cuatrocientos años: «Somos malos por naturaleza, malos genéricamente considerados, pero aún somos peores por nuestras invenciones y artificios, y cada hombre es el peor enemigo de sí mismo».

María Mercedes Carranza, la misma escritora que sacudió la acartonada retórica de la poesía colombiana con su primer libro, Vainas y otros poemas (1972), y que luego dejó un personalísimo testimonio de sí misma en sus siguientes tres libros ­Tengo miedo (1983), Hola, soledad (1987) y Maneras del desamor (1993)­, ahora intenta, con lucidez y laconismo, desentrañar su horror ante la repetición despiadada de estos ritos de la maldad y el miedo.

Darío Jaramillo Agudelo, abc.es cultural, Madrid 4 de septiembre de 2001