Poema de los hados

Soy hija de Benito Mussolini
y de alguna actriz de los años 40
que cantaba la "Giovinezza".
Hiroshima encendió el cielo
el día de mi nacimiento y a mi cuna
llegaron, Hados implacables,
un hombre con muchas páginas acariciadas
donde yacían versos de amor y de muerte;
la voz furiosa de Pablo Neruda;
bajo su corona de ceniza, Wilde
bello y maldito,
habló del esplendor de la Vida
y de la seducción fatal de la Derrota;
alguien grito "muera la inteligencia",
pero en ese mismo instante Albert Camus
decía palabras
que eran de acero y de luz;
la Pasión ardía en la frente de Mishima;
una desconocida sombra o máscara,
puso en mi corazón el Paraíso Perdido
y un verso;
"par delicatesse j'ai perdu ma vie".
Caía la lluvia triste de Vallejo
se apagaba en el viento la llama de Porfirio;
en el aire el furor de las balas
que iban de Cúcuta a Leticia, se cruzaban
con los cañones de "Casablanca"
y las palabras de su canción melancólica:

"El tiempo pasa,
un beso no es más que un beso..."

Así me fue entregado el mundo.
Esas cosas de horror, música y alma
han cifrado mis días y mis sueños.

 

Sobran las palabras

Por traidora decidí hoy,
martes 24 de junio,
asesinar algunas palabras.
Amistad queda condenada
a la hoguera, por hereje;
la horca conviene
a Amor por ilegible;
no estaría mal el garrote vil,
por apóstata, para Solidaridad;
la guillotina como el rayo,
debe fulminar a Fraternidad;
Libertad morirá
lentamente y con dolor;
la tortura es su destino;
Igualdad merece la horca
por ser prostituta
del peor burdel;
Esperanza ha muerto ya;
Fe padecerá la cámara de gas;
el suplicio de Tántalo, por inhumana,
se lo dejo a la palabra Dios.
Fusilaré sin piedad a Civilización
por su barbarie;
cicuta beberá Felicidad.
Queda la palabra Yo. Para esa,
por triste, por su atroz soledad,
decreto la peor de las penas:
vivirá conmigo hasta
el final.

 

La patria

Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace varios siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.
A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.
Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos.

Un buen Martini seco

En esta parte del mundo,
triste y pobre mundo,
es el mediodía de un sábado:
no hay oficina ni corbata ni Dios
ni derrota alguna en la próxima esquina.

Es hora del callado y dulce pensamiento,
que dijera Shakespeare.
Estos sagrados cerros bogotanos
beben el sol lento de la sabana
y del pecho de la ciudad, como un suspiro,
salen los murmullos del amor.

Es el instante
del cristalino Martini seco,
duro como el diamante,
diamante líquido en la copa de hongo
o breve seno de mujer.
Espejea en su fondo lo vano
al golpe en la garganta
de la ginebra aceitunada.

 

No ir al trabajo

Es un regreso a la infancia
con el gusto de lo prohibido
pero no tanto,
con la inquietud de lo clandestino,
pero no tanto.
Y con todo el tiempo por delante
para no hacer,
para nada.
Un día entero se despliega
con la magia de un mapa
de mago
y muchas tentaciones vagas
se insinúan al azar, atropellan,
se disuelven.
Pueden hacerse mil cosas
o sólo existir en duermevela.
Es como irse del mundo porque sí
porque no,
es un bajarse del amor sin decir
adiós.
Es la pausa que uno se regala
para creerse alguien o algo.
Todo termina en la tarde,
a las 6 en punto,
y así lo anuncian las campanas
que llegan de San Diego.

 

Reencontrarse en la cama

Como llegar a la casa
al final de un día despiadado
y sumergirse en ese sillón
que ya es cuerpo de mi cuerpo,
entre los olores conocidos
y nuestros libros: así
después de años, tú y yo.
Las caricias de siempre
y las respuestas tan repetidas.
Decimos los mismos murmullos
y nos movemos plácidos
casi aún con placer:
el amor, parásito del deseo.
Costumbre de los dos
hecha a pulso de encuentros
en esta tibia cama,
donde yacen los sueños
las lágrimas y todas las mentiras
de nuestra larga historia.

 

Las sobras de arroz frío

Amo la tierna berenjena
de carne amarga y suave
y color de las grandes penas.
El curry me llevó a esos mundos
populosos, de gentes, de olores y de dioses.
La alcachofa, mi flor preferida,
se desviste, hoja a hoja,
sobre el plato y me ofrece su
corazón
que es dulce y se derrite.

Deliro con el cordero,
el recién nacido y cocinado en sus jugos,
aromas y sustancias del campo
de Castilla.
Un sushi de mariscos misteriosos
me reveló los sofisticados ritos
de un pueblo que suspira con
las flores del almendro.

Mas es en mi ciudad, en mi casa,
en mi cocina y sin platos ni manteles
donde he conocido el placer verdadero.
Ya de noche y en silencio el mundo,
tomé de la nevera arroz blanco,
sobras de otros días,
apenas hervido con agua y aceite:
ahora perlas deslucidas, duras y secas,
heladas.
Y así pasaron de mi mano a la boca.
Y así gocé del simple,
vergonzante y oculto placer
que todas las cocinas guardan