Notas de lectura bajo el signo de leo

Acaba de aparecer un volumen con las Obras completas de León de Greiff. Cuarenta años de poesía, cifra más elocuente que las setecientas y tantas páginas del libro. Maya podría igualar este guarismo; no es improbable que Castro Saavedra pudiera superarlo. Para de Greiff, como para cualquier autor vivo, esta experiencia editorial debe de ser algo terrible; no sólo por cuanto representa de anticipación a la gloria -es decir, a la muerte- sino por todo lo que hay de esplendor y de zozobra en esta instancia en que el poeta se siente al tiempo venerado e indefenso. ¿Quién lee hoy un libro de poesías de estas proporciones? Con la denominación hipócrita de "obras de consulta" solemos ocultar el hecho de que los macizos tomos en papel cebolla suelen permanecer, mustios y vírgenes, en los más vistosos y menos frecuentados rincones de nuestras bibliotecas. Para nosotros -los bárbaros, los semi-intelectuales- la poesía es una presencia intrusa y obstinada respecto de la cual lo más importante es lograr ignorarla durante el mayor tiempo posible. Para gentes más honradas y diáfanas, simplemente no existe. Son muy pocos quienes saben de memoria un poema; más pocos aún quienes se atreven a repetirlo en voz alta: por lo general, es menester para esto toda la vaciedad de un grupo de hombres borrachos en un café; y aun esta última práctica parece que ha sido inteligentemente desdeñada por las más jóvenes generaciones.

Pero hay más: sólo la pedantería de nuestro tiempo ha podido justificar y popularizar este sistema de reunir en uno o dos o tres volúmenes apretados todas las poesías de un poeta. Semejante arbitrio interesa sólo a los otros bárbaros -a los forzados de la filología-, a los superintelectuales.

No deja de ser curioso el hecho de que los poetas de más influencia -los más imitados, los más discutidos, los más citados- en la poesía de este siglo sean autores de obra relativamente breve: Baudelaire y Rimbaud, Machado (Antonio), Eliot, Cavafy... Los nerudianos más fervorosos, en cambio, sienten ya un cierto desconsuelo ante el volumen semestral de Odas elementales; muchos de ellos han abandonado la idea de seguir la vertiginosa actividad editorial de su poeta favorito, y aguardan, en cambio, que se reanude la publicación de las Obras completas: los espesos volúmenes lustrosos se alinearán, sumisos, entre unos Trágicos griegos y una Sagrada Biblia (en edición luterana).

La lírica no puede administrarse en dosis masivas. Es ya demasiado ardua la aproximación del lector a esta poesía como para agravar la dificultad al pedirle a aquél el esfuerzo faraónico de desentrañar lo (subjetivamente) esencial de una obra. Es cierto que todo lector de poesía lírica es un antólogo, pero en esta labor debieran precederlo la severidad del propio poeta y la temperancia de los editores.

No voy a decir que tal no es el caso con León de Greiff, y que este volumen de sus obras es de una permanente calidad inalterable. No: en el libro sobran poemas -no pocos de ellos-, así como en los mejores poemas sobran versos, porque la poesía de De Greiff es acumulativa, aluvial, y resulta muy difícil decidir dónde debiera cesar la enumeración, y empezar el silencio. Pero yo creo que un lector a quien no mueva el interés -íntimo o profesional- de analizar en su conjunto una trayectoria poética o una evolución estilística, podrá, disfrutar también con ánimo de consumidor y con talante pre-crítico de la totalidad de este volumen. En efecto, si las limitaciones de un poeta quedan patéticamente al desnudo cuando se nos presentan bajo este aspecto de Obras completas, también es cierto que si sus cualidades fundamentales sobreviven a la ordalía, queda entonces definido y a salvo lo esencial: la personalidad, el acento, la expresión, la consecuencia y la lealtad para consigo mismo y con la propia obra. No se pueden practicar exitosamente el mimetismo y el disimulo a lo largo de toda una vida, y desde este punto de vista tales sumas poéticas son implacables: el fácil poeta vario y multívoco queda reducido a su definitiva insignificancia cuando nos enfrentamos simultáneamen-te a sus sucesivas transformaciones, a su prolongada impostura. Para mí -lector- esta edición me ha deparado algunas sorpresas y, hasta cierto punto, me ha modificado algunos viejos conceptos que tenía sobre la obra del poeta. A esta nueva y provisoria luz, su oscuridad se convierte en diafanidad, su presunción en modestia. Pero de esto se hablará más adelante.

Estamos acostumbrados a repetir que León de Greiff es el más importante de los actuales poetas de Colombia. Y el más original, también. El primer aserto puede ser verídico, mas no por ello deja de ser vacío. Estos escalafones y estas jerarquías tienen cuando mucho una importancia parroquial (recuérdese el dicho sobre Ortega y Gasset: "Como filósofo, es el primero de España y el quinto de Alemania"). ¿Y la originalidad? Aquí también se ha formado un malentendido, cuando sus admiradores insisten en atribuirle dos características ajenas a su obra: el carácter absolutamente innovador de su estilo, y su situación como precursor dentro de la más nueva poesía española (o por lo menos hispanoamericana).

En primer término, hay que destacar toda la estructura "modernista" de la obra de De Greiff (circunstancia recientemente anotada por Fernando Charry Lara en un ensayo aparecido en la "Revista de la Universidad de Los Andes"). Esta salta a la vista en sus primeros poemas, escritos de los que nunca ha querido renegar el poeta y cuyo tono es casi impersonal a fuerza de parecerse al de la llamada "segunda generación modernista" (Lugones, Barba Jacob, Chocano, etc.). En Tergiversaciones abundan las estrofas que parecen un compendio de la estética de la época y de su parafernalia estilística:

"¡La canción ebria! ¡La canción rara!
¡La que se canta cuando las copas
prenden incendios en mis estopas!
¡La canción ebria! ¡La canción rara!".

Así, hasta 1920, aproximadamente, la obra de De Greiff es la de un imitador de la retórica post-modernista. Y no demasiado feliz: el exotismo y la suntuosidad de la escuela se combinan en él con la adhesión quizás involuntaria a las lúgubres complacencias estilo "Gruta Simbólica". Es cierto que aparece ya el humor, pero no tenemos por qué hablar de descubrimiento: es el de Lugones, el de Jules Laforgue, el de Tristán Corbiére y, bien entendido, el de su compatriota el "Tuerto" -"que era bizco"- Luis C. López Escauriaza.

Pero vienen luego El libro de signos y Variaciones alredor de nada, el gran libro, el definitivo dentro de la obra greiffiana. ¿Qué sucedió entretanto? ¿En qué consiste la transformación del "panida" de años anteriores en el poeta personal y seguro de estas obras? Es ahora cuando se habla de ruptura, cuando debiera hablarse de continuidad, y cuando se dice revolución en lugar de decir intensificación. Hacia 1930, De Greiff es ya un poeta alejado de todas las corrientes nuevas que en esos momentos empiezan a renovar la poesía mundial: Eliot y Pound le son ajenos, como el surrealismo francés, y como incluso, el "creacionismo" americano de Vicente Huidobro (o su traducción peninsular por Gerardo Diego). Hace, pues, treinta años, ya "se había quedado atrás", para emplear la proverbial y estúpida expresión. Se había quedado atrás, y se había quedado solo, pero en este hecho no debe verse una circunstancia lamentable. En esta su actitud, De Greiff no es "víctima"; el aislamiento cultural del país, las exigencias de una vida de trabajo, la supérstite incomprensión centenarista, nada de esto es decisivo en una actitud que el propio poeta reivindica, a cada paso, como propia y deliberada y, si se quiere, metódica. "Si poesía es áspero agobio de por vida, razón de ser, lacra imborrable lacerante. Estigma, baldón y malatía peorativos. Gafedad, manquedad manca y reproche permanentes. Apostolado tonto. Inaptitud e ineptitud consagradas. Inri. Irrisión. Lucro cesante incesante, y daño submergente. Oprobio. Agobio una vez más. Flor de lis en el hombro. Hierro en la espalda. Yerro en el pecho. Lucero en la frente. Tirso y cascabeles de bufón. Cetro de cañas de Rey de Burlas. Nasociranesco...". El catálogo puede parecer excesivo, y más en una prosa de fecha reciente, cuando la beatería nacional le tributa en acatamiento lo que antes le negó en inteligencia y comprensión. Pero la obra poética de De Greiff, incomprensible si perdemos de vista su evolución, su cristalización interior, lo es también si omitimos las circunstancias extrínsecas concretas en que ha sido escrita.

Desde un punto de vista exclusivamente literario, la plenitud de la poesía de De Greiff aparece como un retorno permanente sobre sus temas personales, retorno que se efectúa con las herramientas poéticas de su juventud, es decir, con la estilística del modernismo. El proceso es de depuración y de distanciamiento: llega un momento en que el instrumento, valga la redundancia, cobra su carácter únicamente instrumental, funcional, y en el que una retórica establecida deja de ser oprimente para convertirse en liberadora. De Greiff se sirve de determinadas formas y de ciertos caducos hallazgos con una desenvoltura señorial. Con la misma desenvoltura y el mismo señorío con que desdeña todas las tentaciones groseras de la moda poética. Seguro de sí mismo, es invulnerable a la alharaca, y por sobre su obra han pasado los sucesivos furores gongorinos, garcialorquianos, nerudinos, miguelhernandezcos, etc., etc. Un dato externo y negativo nos da idea de su justificado orgullo, de su espléndida seguridad: hombre de izquierda, perseguido a veces y muchas fastidiado por sus convicciones políticas, viaja no hace mucho a la Unión Soviética y tiene el gesto incomparable de no aumentar la copiosa bibliografía de Sonríe, China y textos similares. Entonces, ¿en qué consiste la tan mentada originalidad de León de Greiff? Simplemente, en un hecho insólito en cualquier latitud, y que en Colombia cobra dimensiones injuriosas: la de ser tal, la de la fidelidad a sí mismo. En este país de estilos intercambiables, en esta capital del man, del on, del se, la actitud de De Greiff es tan insólita que escapa a la comprensión. Antes que soportar tal insolencia preferimos desvirtuarla, y así nos complacemos en hablar del esoterismo del poeta, de su erudición pedantesca, de su envanecida oscuridad, sin darnos cuenta de que en una poesía carente totalmente de preocupaciones ideológicas, en una poesía personal y subjetiva, los personajes, las fábulas, los mitos, las alusiones y las ironías son indispensables para objetivizar, para darle una estructura autónoma a esa vida interior en torno a la cual gira, incesante y exclusivamente, la obra de De Greiff.

En una época, en un país menos gozosamente convencional quizá León de Greiff hubiera sido autor de una obra más variada y más compleja. Pero -y contra lo que superficialmente, literalmente, nos dicen muchas veces sus poemas- De Greiff se negó a la evasión, así fuera interior e imaginaria. No podía permitirse lujo semejante: cualquier escapatoria de su realidad equivalía a tomar el mortal riesgo de convertirse en un autor "de la escuela de...". Así, su obra da testimonio de una perseverancia, de una consecuencia, de una evolución interiores, pero es también como el anverso de un momento en la vida de una nación.

Es apenas, si se quiere, una continua variación sobre unos cuantos tópicos íntimos, y es también una negativa prolongada y austera a inclinarse ante los requerimientos de una burguesía que confunde la catatonia con el dinamismo. La soledad de De Greiff, su individualismo, su obstinación en aferrarse a un universo inte-rior limitado dan testimonio, no tanto de sus defectos humanos o de sus restricciones artísticas, como de un gran silencio en torno suyo.

Hernando Valencia Goelkel