El millón de sombreros y otros recuerdos

En aquel 1954, me enteré por el Diario de Colombia de que León de Greiff acababa de publicar un nuevo libro: Fárrago. Quinto mamotreto, en el cual recogía poemas escritos durante los últimos veinte años. Dirigía ese periódico Gilberto Alzate Avendaño, quien era, políticamente, uno de los soportes de la dictadura de Rojas Pinilla. Aquel periódico parecía ser, por lo demás, el único que en sus páginas acogía al poeta medellinense, gran amigo del director. Ni El Tiempo ni El Espectador lo hacían con igual amplitud. Con El Tiempo, De Greiff había reñido, según contaba, a raíz del suicidio del dibujante Ricardo Rendón, ya que el periódico, al serle diagnosticada al caricaturista una tuberculosis, rehusó aceptar que, para cambiar de clima, pudiera realizar su trabajo desde la cálida y cercana población de Villeta. Según el maestro, ello motivó el suicidio, sobrevenido en la trastienda de la cigarrería La Gran Vía, en la carrera Séptima con calle Diecisiete, donde algunos bohemios se reunían a libar unas copas. Tal era la versión aportada por De Greiff, quien fue uno de los más próximos amigos de Rendón. Por mi parte, me parece que tal circunstancia tenía maneras de ser obviada y no justificaba un suicidio.

Dispuesto a lograr que el poeta me obsequiara su libro, me personé a eso de las nueve de la noche, esta vez sin compañía, en El Automático. De Greiff había salido a cenar, pero dejó, en una mesilla del mezzanine -en la cual destacaba, dibujado en la madera, un tablero de ajedrez (el café era también lugar de reunión de ajedrecistas)-, su maletón de estudiante, con algunos ejemplares de Fárrago, y una botellita de Coca-Cola con un cuarto de frasco de aguardiente en su interior. Yo, que había tomado ya algunos tragos en otra taberna, extraje uno de los ejemplares, empecé a leerlo y, esta vez por sugerencia de la mesera, que me trajo una copita, comencé a servirme de la provisión del maestro. Todavía ignoraba yo, claro está, el carácter hosco y sumamente difícil del poeta. Pero ocurrió, por esa vez, lo que luego supe increíble. Cuando llegó se instaló en la mesa con gesto afectuoso y, como padre solícito, siguió sirviéndome él mismo el aguardiente de la pequeña botella y accedió a obsequiarme y firmarme su libro, que todavía conservo. Se encontraba, parece evidente, de buen humor. No obstante, en ese escanciar en mi vaso había una intención velada.

No era yo todavía un bebedor avezado y, al cabo de media hora, me hallaba en estado de completa beodez. De Greiff me sugirió irme a casa. Traté de hacerlo, mas ya en la acera, al contacto del aire frío perdí el equilibrio y debí, como en cualquier escena de Chaplin, asirme de un farol. En ese momento, De Greiff salió del café con rumbo al apartamento que habitaba en cercanías del Parque de los Periodistas. Le supliqué ayudarme a conseguir un taxi, y se negó de plano. Por último, logré embarcarme en uno que, antes de bajarme en casa de mi tía Mary, bañé en un vómito aciago. El conductor se mesaba los pelos, pero ya nada había qué hacer.

Al maestro De Greiff quise seguir frecuentándolo, pero no era nada fácil. Pronto me hice consciente de su hosquedad distanciadora y de su carácter un tanto antojadizo, que a veces lindaba con el natural caprichoso de los niños. También de que amaba tomarle el pelo a todo mundo, pero no consentía que se lo hicieran a él. "Gasto bromas, que no aguanto", dice en algún poema. En cierta ocasión, no sé qué pretexto me inventé para poder alternar con él, así que me acerqué a su mesa de El Automático, donde se encontraba en compañía de sus hijos Boris y Axel. Le pregunté si podía acompañarlos y me respondió: "Usted verá", frase que me obligó a batirme en retirada. Años después comprendí que una persona era De Greiff en la intimidad y otra en público. En aquélla, era tierno e inmediato, y fue el caso de la noche del mezzanine, cuando no había testigos; ante éstos era huraño, olímpico y sumamente áspero.

***

Alberto Lleras Camargo tomó posesión de la Presidencia de Colombia el día 7 de agosto de 1958. Entretanto, me las seguía arreglando yo con el parvo ingreso supuesto por los crucigramas que fabricaba para El Espectador. La revista Estampa había dejado de ser dirigida por Alberto Acosta. Tan pronto eso ocurrió, la nueva dirección prescindió de mis servicios. No era solamente yo el que sobrellevaba la aridez de la pobreza. También León de Greiff había quedado hacía tiempos sin empleo y su orgullo a toda prueba le impedía aceptar favores de nadie. Días había en que la pasaba sin almorzar, pues para ello aguardaba la llegada redentora de su hijo Boris y, en muchas ocasiones, Boris no daba señales de vida. Algunos contertulios de El Automático, conscientes de esa circunstancia, se ingeniaban cualquier pretexto para que les aceptara una invitación al almuerzo. Él se negaba en absoluto. El propietario del café, un antioqueño llamado Fernando Jaramillo, le abrió amplísimo crédito, advirtiéndole que pagara sólo cuando la situación mejorase. Esto lo aceptó, mas únicamente para beber una o dos tazas de café tinto al día.

Uno de sus amigos más próximos, Juan Lozano y Lozano, que a menudo se reunía con él a conversar en el establecimiento, hacía todo tipo de esfuerzos por conseguirle un trabajo. De Greiff se había desempeñado casi siempre como estadígrafo, sagaz como era para las matemáticas, pero las gestiones de su amigo resultaban vanas. Una mañana, del comité central del Partido Comunista, y a través de Efrén Díaz -ya que Diego Montaña Cuéllar había sido expulsado del grupo político, bajo sospecha de inclinaciones burguesas, y se consagraba a orientar sindicatos por cuenta propia-, le llegó la única buena noticia en años: se le nombraba delegado por Colombia al Congreso Mundial de la Paz, organizado en Estocolmo por la Unión Soviética. En el segundo semestre del 58, partió para Suecia vía París.

Era la primera vez que trasponía un océano. Con anterioridad, sólo había salido del país para ir a México, a traer a mediados de los cuarenta las cenizas de Porfirio BarbaJacob.

Una vez concluido el congreso, De Greiff fue invitado a Rusia por Illya Ehrenburg. Allá amistó también con el gran lírico turco Nakim Hikmet, que había introducido el verso libre en su lengua y pagado larga condena por su acción revolucionaria. Cuando regresó a Colombia, la situación volvió a apretar. Sólo al final del año obtuvo un cargo como auditor en la Contraloría de Cundinamarca. Él, claro, hacía burlas diciendo que era ahora ni más ni menos que "oidor". Sin embargo, no había corrido un mes desde su posesión, cuando Lozano y Lozano le trajo una bella noticia: el presidente Lleras Camargo había accedido a nombrarlo primer secretario de la Embajada en Suecia. Lo natural hubiera sido, por supuesto, que se le designase embajador, pero el primer mandatario objetó que un individuo tan bohemio y desaliñado dejaría mal al país. Acorde con el nombramiento, pues para nada aspiraba al cargo principal, el poeta -gracias a aportes de amigos hechos en secreto y entregados como si los originara el Partido Comunista- compró ropa y zapatos nuevos, se hizo arreglar la dentadura y se dispuso a viajar. Los contertulios de El Automático le tributamos una despedida muy cálida en la azotea del Hotel San Francisco.

Irónicamente, una vez instalado en Estocolmo, De Greiff se hizo amigo personal del rey Gustavo Adolfo vi y, como en esa nación los soberanos transitan las calles como peatones, se reunía con él en una cafetería próxima al palacio a beber café y a platicar en francés. Con el embajador, su superior, de cuyo nombre prefiero no acordarme, tenía frecuentes roces, ya que desaprobaba muchas actitudes del poeta. Una de ellas, la de asistir a las recepciones ofrecidas por la Embajada de China Comunista. "Colombia -le dijo- no sostiene relaciones con Pekín". De Greiff repuso: "Puede que Colombia no sostenga relaciones con Pekín, pero don León de Greiff sí las sostiene y seguirá asistiendo a esas recepciones". Pronto, el embajador, sin dar aviso a la Cancillería, lió sus bártulos rumbo a la patria y el poeta quedó en Estocolmo como encargado de negocios, al mando de la misión. En desarrollo de tales funciones, ofreció a comerciantes suecos los sombreros vaqueros y panamá que se fabrican en Caldas de palma de iraca. Los comerciantes se entusiasmaron e hicieron un pedido de un millón de sombreros. Entonces, los manufactureros caldenses revelaron, con tristeza, que un millón de sombreros no podrían producirlos ni siquiera en un siglo. Sin interés de los suecos en remesas menores, naufragó el negocio.

Por aquellos días, se estrechó más que nunca mi amistad con León de Greiff. Había regresado él de Suecia, dos años antes, porque, según dijo, echaba de menos su tertulia bogotana. Sus amigos dieron en recibirlo ofreciéndole agasajos con fríjoles a la antioqueña. Harto de ellos, el maestro preguntó al fin si era que lo consideraban un "paisa" palurdo, que
sólo sabía comer el plato típico de su tierra. En uno de esos almuerzos, y en tiempos en que todavía no era posible soltar palabras gruesas delante de las señoras, el dueño de casa, León Castro Medina, preguntó al poeta por qué, si firmaba todos los manifiestos a favor de Fidel Castro y votaba en las elecciones por el comunismo, no se hacía miembro de ese partido. De Greiff, sin alzar la vista del plato, respondió: "Porque no soy pendejo".

Las señoras enrojecieron como granadilla. Solicitada la aclaración, nos preguntó si alguien lo concebía haciendo autocrítica ante una célula comunista. Yo, que había permanecido silencioso, dije entonces: "Para mí, maestro, usted ha sido siempre un aristócrata". Me quedó mirando con sus ojos convexos y zumbones, y articuló con lentitud: "Aristoácrata". En meses inmediatos, el maestro había aceptado una invitación a Alemania Oriental, y sus compañeros de viaje habían sido Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias. De esa gira que los condujo a varias ciudades, se desgranó todo un rosario de anécdotas. Recuerdo sólo algunas. Al llegar a Berlín fueron conducidos a un hotel más bien modesto, como lo eran los del sector comunista. La mujer de Asturias, de nacionalidad argentina, se horrorizó y se puso a gritar: "¡Este hotel no es digno de Miguel Ángel!". De Greiff, con su sorna eterna, la interrumpió: "Mire, señora mía, si este hotel es digno de don León de Greiff, es digno también hasta de Miguel Ángel Buonarrotti". Creo recordar que fue en Leipzig en donde el maestro cobró inquina permanente al novelista guatemalteco. Entraron con Neruda a una taberna, y el chileno y De Greiff pidieron sendos alcoholes. Asturias anunció que se abstenía, pues su esposa le había pedido no probar ese día la bebida. El colombiano se hallaba muy lejos de aceptar que acatase nadie imposiciones conyugales. Su vida bohemia hacía años había destruido su matrimonio con Matilde Bernal, a quien mucho amaba. Fue así como ridiculizó a Asturias al extremo de sacarlo de casillas. Terminaron intercambiando gaznatadas en la calle. De Greiff llamaba a ese episodio "la noche épica de Leipzig". Ya para concluir la visita, Asturias y Neruda, que procedían hacia Moscú, se despidieron del maestro y le preguntaron por qué no continuaba con ellos. "No he sido invitado", respondió. "¿Pero -inquirió Neruda- por qué no has hecho lo mismo que nosotros?" "¿Qué cosa?", demandó el colombiano. "Muy fácil. Hacernos invitar", dictaminó Asturias. De Greiff, con el orgullo esponjado, repuso:

"Sepan ustedes que don León de Greiff sólo va donde lo invitan y no se hace invitar".

Recién casados Josefina y yo, visitábamos a menudo al maestro en su caserón del barrio Santafé, que aún denotaba el esplendor de otros tiempos, pero que, ausente Matilde Bernal -que se había ido a vivir a Medellín-, y al habitarlo sólo el poeta displicente, se había convertido en eso que él llamaba "cuarto del búho". Los libros se encontraban esparcidos por el piso y los que demoraban en los anaqueles no mostraban el lomo, de suerte que resultaba imposible conocer su título. También en el piso vimos una condecoración que el rey de Suecia le había impuesto durante sus años diplomáticos. Para colmo de sorpresas, Josefina abrió un día el refrigerador por ver si había algo de hielo, y en el congelador encontró un libro ya entumecido y tieso, pues debía hacer marras que se hallaba en ese lugar. En una de esas oportunidades, no sé por qué recayó sobre Asturias la conversación. Yo, que acababa de leer con genuino deslumbramiento Mulata de tal, opiné que el guatemalteco podía muy bien recibir el Premio Nobel. Para De Greiff aquello fue como si le hubiese abofeteado. Se alzó de su asiento y tan sólo la intervención de su hijo Hjalmar impidió que me arrojase por las escaleras. Luego nos expulsó a mi mujer y a mí de la casa. Descendimos y ya afuera, cuando él se ocupaba en asegurar las cadenas de la verja, iniciamos el camino hacia nuestro apartamento cuando, de pronto, él llamó a Josefina e inquirió: "Oiga, Josefina, ¿tiene usted cigarrillos que me deje? Los míos se me agotaron". Mi esposa repuso: "Claro, maestro". Y se los suministró. Al día siguiente, ni él ni nosotros recordábamos el episodio. Asturias, en efecto, recibió el Premio Nobel en 1967.

Nadie parece ignorar que, junto con la poesía, la gran pasión del maestro fue la música. "Música, oh tú, mi inasequible dueño...", clama en algún poema. Hasta el día en que fueron de uso los discos de setenta y ocho revoluciones, su discoteca constaba de millares de ellos. Al implantarse los de larga duración, la vendió a la Radiodifusora Nacional, que trasladó todo ese contenido a cintas magnetofónicas, e inició la formación de una nueva, la cual era ya asimismo impresionante por los días de que me ocupo. Acostumbraba De Greiff, hallándose uno en su casa, poner a sonar un disco y plantarse frente al fonógrafo en ademán de dirigir la orquesta. Haciendo honor a una vieja costumbre de su familia, lo examinaba a uno acerca de qué obra estaba sonando. Jamás he logrado identificar al rompe las piezas musicales, por mucho que las conozca. La mayoría de las veces, una obra me resulta muy familiar y hasta puedo establecer el nombre del compositor, pero rara vez el de la pieza en sí. Una noche nos hallábamos en casa del maestro y nos pidió no sólo identificar lo que iba a colocar en el aparato, sino explicarle además qué elemento extraño encontrábamos en la grabación. Cuando se inició, reconocí de un tirón el Concierto en re para violín de Beethoven, ya que es obra más que popular, pero pude también, como es apenas lógico, advertir la rareza de la ejecución: en el momento en que el violín debía entrar, lo hacía un piano. Así lo manifesté al maestro y lo vi soltar una carcajada de regocijo y preguntarme: "¿Ya ve, Espinosa, lo patafísico que soy?". Era una alusión al personaje de Alfred Jarry con el que creía encontrarse analogías muy axiomáticas.

No toleraba De Greiff que alguien supiera algo que él ignoraba. Alguna vez Ernesto Sábato visitó Bogotá. El día antes, por decir algo, le comenté al maestro: "Mañana llega Sábato". Me miró perplejo e indagó: "¿Cuál Sábato?". "El gran novelista argentino", aclaré. De Greiff dejó vagar su buida mirada por el ambiente y contestó: "No será tan grande cuando jamás lo he oído nombrar". Unos tres o cuatro días después me comunicó: "Ayer almorcé con ese gran novelista que es Ernesto Sábato, a quien usted ni siquiera debe haber oído mencionar". Una anécdota similar sobrevino una noche en que lo visitamos Josefina y yo en compañía de Hernando y Patricia Chaves, y también de René Rebetez, a quien deseábamos presentarle. En algún instante de la conversación, el maestro hizo mención de las memorias de Illya Ehrenburg, que yo acababa de leer en edición de Joaquín Mortiz.

Así se lo hice saber y él, sin dejarme terminar, profirió: "Usted no puede haber leído esas memorias, porque yo las conocí en francés y no están traducidas al español". Le hablé de la edición mexicana, traducida por Augusto Vidal, y traté de hacerle entender que en francés también hubiese podido leerlas. Me fulminó con los ojos y agregó: "Pues ni están traducidas al español ni usted puede leer en francés". El asunto no pasó de allí, pero René Rebetez publicó en la Ciudad de México una crónica sobre la visita, en la cual me presentaba como un joven impertinente que se puso a hablar al gran poeta sobre lo in y lo out, que eran términos de moda, y había acabado mereciéndose un justísimo regaño.

Pese a tales desencuentros, De Greiff nos quería bien a Josefina y a mí, pero sobre todo a ella, a quien tomó inmensa estimación y respeto desde el día de nuestra boda. Mas no con todas las casadas era igual. Cierta tarde en que se encontraba en nuestro diminuto apartamento libando conmigo llegó de sorpresa una pareja amiga, que -según nos comunicó con alborozo- acababa de recibir la bendición del cura. Se trataba del luego malogrado escritor Roberto Ruiz Rojas y de su mujer, la odontóloga Olga Galeano. Con ellos departimos un rato, pero al cabo de muchos alcoholes De Greiff se dedicó, con impudicia muy propia suya, a enamorar a la recién casada. Ruiz Rojas, para colmo de desdichas, se quedó dormido por efecto de los tragos en una poltrona. El acoso sexual llegó a tal punto, que Olga Galeano se alzó de su asiento, abrió la puerta de salida y se disparó hacia la calle. Durmió en un hotel de la vecindad. Al despertar al día siguiente, Roberto no quería creer que su reciente mujer no hubiese pasado con él la noche de bodas. Pero Olga no tardó en llegar, impresionada todavía por el asedio de un poeta al que mucho admiraba. Son incontables las anécdotas que podría referir sobre León de Greiff. Como ser humano, era tierno en la intimidad pero altanero e innecesariamente injurioso en público. Relata su hijo Boris que, en la casa vienesa de Franz Schubert, cuando contempló los anteojos que usaba el compositor, derramó lágrimas. Pero ese ser delicado podía convertirse también en un fustigador temible. Todo en él, claro está, era desinteresado: una noche me mostró en su casa una carta de Pierre Seghers Éditeur, de París, en la cual se le solicitaba enviar una selección de sus poemas para ser traducidos al francés y publicados en la celebérrima colección Poètes d'Aujourd'hui, donde sólo han aparecido los más altos
poetas universales del siglo xx. Le pregunté si la había respondido. Me dijo que no le interesaba. Más tarde, lleno de alarma, conversé con su hijo Boris a ver si podía subsanar aquella anomalía. Me contestó: "Ya sabes lo difícil que es papá. Nadie lo convencerá de responder". Así como era de desentendido en ciertas cosas, poseía un sentido de la ética al
cual habría que calificar, por lo menos, de hiperbólico. Las acciones más naturales y ausentes de malicia, referidas al dinero, podían cobrar ante sus ojos dimensiones de contravención. Como diplomático en Suecia, la ley le hubiera permitido importar sin impuestos un automóvil al país, con lo cual, vendiéndolo, hubiese podido ganar una suma respetable. No lo hizo, porque -según me dijo- no le parecía ético. Esta especie de miramiento excesivo lo había aprendido, al parecer, de su padre, hombre riguroso en extremo, lleno de recatos dramáticos.

Pero nada de ello contaba cuando de lo que se trataba era de sexo o de alcohol. En esto era permisivo como el que más. Nunca, sin embargo, hizo escenas en estado de embriaguez. Resistía el alcohol en dosis severas y apenas si alguna vez lo vi salir tambaleando del café. Se preciaba ante todos de sus conquistas amorosas, reales o imaginarias, no lo sé. Hacía que las mujeres le dejasen la huella del lápiz labial en el cuello de la camisa, para luego presumir. Cuando contaba más de setenta años, solía ser vox populi en El Automático que conservaba intacta su libido. Era, al menos, lo que él deseaba que creyeran. En ese establecimiento, a De Greiff se lo acataba como a un fetiche o como a una fuerza de la naturaleza. Sus actitudes más arbitrarias se tomaban por genialidades. En sus años postreros, mantuvo a su lado a una mujer a quien amó de verdad -le consagró buen número de poemas- y que se llamaba Lilia Sánchez. Falleció ella a comienzos de los noventa y, al parecer, su familia vendió después a algún librero un cúmulo de manuscritos, cartas y documentos legados por el maestro. Hay todavía otras anécdotas y aspectos de León de Greiff que podrían completar su semblanza, pero sobre ellos volveré después, cuando haya avanzado en la relación de estos años sesenta.

Germán Espinosa