La vida y la obra de Joseph Brodsky se sitúan, al final del siglo XX, como consecuencia natural de una Edad de plata que elevó la poesía, por encima de las fronteras de Rusia, a las más altas de las categorías estéticas, éticas y sentimentales. Parece fácil decirlo desde la cómoda perspectiva de este cambio de milenio emblemático y convulso, pero la afirmación contiene sus dosis de lógica. Lectores y críticos, censores y especialistas (dejando aparte las fatídicas combinaciones de estos cuatro elementos, a cuyos estragos tampoco escapó Brodsky, condenado en 1964 a cinco años de trabajos forzados por «parásito social»), luchan a brazo partido, desde los años veinte, por establecer un cierto o3rden en el mirífico parnaso de los poetas rusos modernos. Del increíble, y en apariencia caótico, polvorín de ideas y sentimientos que acompañó a la Revolución de 1917 fueron surgiendo ­solos o agrupados en escuelas y vanguardias de toda laya­ algunos de los más grandes genios de la palabra y el pensamiento poético. Y continuaron haciéndolo hasta bien entrado el siglo, muchos de ellos en un forzado exilio y el resto dentro de un complejo estado totalitario que extendió la rivalidad por el estilo o la teoría poética a una trágica carrera por sobrevivir en los sofisticados vericuetos del exterminio. Hoy es de dominio público que biografías tan dramáticas como la de Alexander Blok no le van a la zaga a las de Osip Mandelstam o Marina Tsvietáieva, como lo es el hecho de que la lírica moderna en lengua rusa no se agota con los simbolistas o los futuristas, ni en Mayakovski o en Ajmátova, ni en Jlébnikov o en Pasternak.

Por todo eso se puede decir que Brodsky viene a poner algo parecido a orden (aunque lo haga tan consciente como involuntariamente) en esa lista interminable de voces que desentrañaron los grandes secretos del alma humana y, además, le sirvieron de escudo frente al miedo y al olvido. De alguna forma Brodsky es esa segunda parte que todo autor de una poética espera tener. Ensayista y conferenciante, profesor y traductor, el autor de Menos que uno representa la intuición, a menudo, elidida, de que la poesía cumple una misión que nada, que nadie puede suplir. Protagonizó, en pleno deshielo de la URSS, un proceso en el que se permitió, con sólo veinticuatro años de edad, ignorar la burda prosa de la burocracia soviética. Hélène Carrère d'Encause decía en 1988 que el enfrentamiento del poeta contra el sistema había «puesto en evidencia dos universos y dos discursos marcados por el sello de la incomunicabilidad». En 1972 se marchó a Estados Unidos. Reclamó la estela de los acmeístas ­Ajmátova, Mandelstam­ como lo hizo con Kavafis, con Montale, con Auden o con Walcott. Recibió el Nobel, en 1987, haciendo gala de una portentosa mezcla de satisfacción y serenidad que debía parecerse mucho a la que había permitido llegar hasta donde llegó sin dejar de ser quien era.

Dotado de un sutil sentido del humor («Junto con el aire, la tierra, el agua y el fuego, el dinero es la quinta fuerza natural con la que un ser humano tiene que contar con mayor frecuencia»), Brodsky fue el gran poeta moral de una Rusia entre cuyos males destacaba, por encima de la barbarie, la desorientación. Empeñado en mantenerse a sí mismo a salvo de la ruindad que se esconde por igual en la vida cotidiana y en los centelleantes espejos de la Historia, consiguió establecer un código que ayuda a entender las dimensiones de toda una cultura. Se trata de un código literario, personal ­pese a quien pese­ muy político, en el que se leen con nitidez las claves de un siglo en Rusia, ese lugar donde la fuerza de la palabra poética sólo se puede comparar al estrépito de la praxis política. Extremadamente consciente de la desigualdad, frente a las victorias morales que tanto parecen consolar a las víctimas de toda condición, a Brodsky le gustaba reclamar para los perdedores un tipo de triunfo distinto: aquél que expone sus sentidos y facultades a la insensatez de la empresa, tal como sucede en toda forma de producción masiva. Sin duda Brodsky encarna mejor que nadie, con su vida y con su obra, esa victoria existencial.

Víctor Andresco