El exilio y la disidencia son una constante de la literatura rusa, que se inició en el siglo XIX con los primeros románticos exiliados en Londres. Pero es en el siglo XX cuando tienen lugar los movimientos más convulsos de la diáspora rusa a raíz de acontecimientos históricos concretos: la Revolución de 1917; la Segunda Guerra Mundial y el estalinismo; y en torno a la década de los 70 en plena era Brézhnev, una larga lista de escritores, o fueron directamente deportados, o no tuvieron más salida que la emigración. Entre el gran número de rusos dispersos por el mundo hallamos nombres ilustres de la literatura, marcados por la nostalgia de la patria perdida: Tsvetáieva, Bely, Berbérova o Nabokov resuenan en el índice de los escritores exiliados. Junto a ellos, los cuatro Premios Nobel concedidos a la literatura rusa del exilio: Iván Bunin en 1933; Borís Pasternak en 1958; Aleksandr Solzhenitsyn en 1970; y Yósif Brodski en 1987, convertido en Joseph Brodsky desde que en 1972 se exilia en suelo norteamericano.

Joseph Brodsky (Leningrado, 1940-Nueva York, 1996) es uno de los grandes poetas del siglo. Con sólo cuarenta y siete años recibiría el Nobel, siendo uno de los escritores más jóvenes entre sus poseedores. La Academia Sueca reconoció su pertenencia a la tradición clásica rusa, con predecesores insignes desde Pushkin a Pasternak, y al tiempo, su renovación del lenguaje y de las formas de expresión poéticas, inspirado por Osip Mandelstam y Anna Ajmátova. La poesía inglesa, desde John Donne y los poetas metafísicos hasta Eliot y Auden, es otra de sus imprescindibles fuentes de referencia. El lenguaje, que es la materia de la que están hechos los imperios, toma en Brodsky la forma de un pensamiento vital. Para él la poesía es un don divino. En 1964 fue juzgado por las autoridades soviéticas bajo la acusación de «parasitismo», y condenado a cinco años de trabajos forzados en una remota granja estatal de la provincia de Arcángel. En el juicio es obligado a contestar una serie de preguntas absurdas y maliciosas, tales como quién le reconocía y le autorizaba como poeta, o si había estudiado para ello. Sus respuestas cobran entonces sentido frente al absurdo, contestando que nadie le reconoce como tal, de igual modo que nadie le dio autoridad para pertenecer a la raza humana, que no estudió para ello porque la poesía no es materia de aprendizaje. «¿Y qué es entonces?», pregunta el tribunal. Brodsky responde firme y con evidente embarazo: «Pienso que es un regalo de Dios».

Esa dimensión religiosa no se adscribe a ningún credo. La pasión por el lenguaje es su verdadera devoción. Por eso en su discurso de aceptación del Nobel afirma una creencia: que el poeta es un instrumento del lenguaje, un artesano de la palabra, un maestro de la lengua, y la poesía su más alta forma. Pero sobre todo, la concibe como la más alta forma de vida. La literatura es lo que el tiempo hace con las personas y las cosas, por lo que las modulaciones del tiempo se constituyen en uno de los temas centrales de su obra. Partir, transformarse, envejecer, morir, ese es el trabajo del tiempo. La poesía nos ayuda a darnos cuenta de ello, es una de las pocas posibilidades que tenemos para soportar la presión de la existencia. La literatura es también un arte de la memoria, todos los exilios están abocados a ser, tarde o temprano, memorialistas. Como su maestro Mandelstam, Brodsky asume esa preocupación por el tiempo construyendo sobre él una estremecedora metáfora. La intensidad de su mirada tiene mucho de mágico viaje; en cualquier calle de cualquier ciudad, su ojo sensible encuentra piedras y paisajes de su ciudad natal.

Con todo el poder de la memoria, Brodsky es un poeta del presente. En su libro Marca de agua (Edhasa, 1993), repite que «el agua es la imagen del tiempo». Su inusual y fluyente riqueza de temas y perspectivas múltiples nacen de ese contacto con la realidad. Ella es la que ofrece una posibilidad de expresión, la que dota de significación a las palabras. Aún así, ni escribió poesía política, ni se dejó vencer por el realismo socialista: «Odié besar iconos, las caras obsequiosas». Su fuerza nace de la expresión de la condición humana: el mundo y sus profundas preguntas; la duda en cada respuesta; la idea de lo pasajero y la inseguridad del hombre; la función desgarradora y separadora del tiempo; la vida en camino hacia la muerte; la ruptura y el sueño. En «A un viejo arquitecto en Roma», los objetos y las palabras aparecen destruidos, igual que la ciudad en ruinas de Königsberg que dibuja el poema. A través del lenguaje los objetos pierden su banalidad; la fuerza descriptiva de ambientes, paisajes y sonidos, emprende vuelo hacia el significado. Como en «Gran elegía a John Donne», la muerte del creador conlleva la muerte material de su obra: «Toda estrofa duerme. Duerme el códice severo de los yambos. / Igual que guardianes duermen los troqueos, a diestra y a siniestra. / Y duerme en ellos la visión del agua en el Leteo». Sustantivos y verbos articulan el verso y las estrofas, son la espina dorsal de la lengua.
En sus primeros poemas ­«Parada en el desierto», «Fin de la bella época», «Noche de invierno en Yalta» o «Post aetatem nostram»­ encontramos las claves para comprender la poesía de Brodsky. El fondo de sus cuadros es amplio. Su expresividad metafórica se sirve de una provisión inagotable de conceptos, busca los matices del negro y de la muerte, los matices de la existencia. De su tradición poética recibe la riqueza de la alusión y la densidad de la metáfora, recobrando la historia y la mitología clásica que, combinadas con el simbolismo pagano y cristiano desde una moderna sensibilidad, transforma los viejos mitos de la Antigüedad, como en «Dido y Eneas» o «Ulises a Telémaco», en impagables alegorías contemporáneas. Poco a poco su escritura se hace más consistente, más proclive a la disgregación y al fragmento, al juego lingüístico e irónico, a la amarga burla ante la conciencia del desastre. El tono paródico de «Divertimento mexicano» ejemplifica la tensión entre analogía e ironía. Ese principio articulador de su escritura queda establecido en uno de sus mejores poemas, «Parte de la oración»: «De todo hombre siempre os queda una parte de oración. / De hecho una parte. Parte de la oración». Una dialéctica entre opuestos que buscan encontrarse. Es la imagen del agua que une y que separa, que refleja y enturbia: «Si el mundo constituyese un género, su principal recurso estilístico sería, sin duda, el agua». Aunque elegíaca, su palabra está libre del drama.
Brodsky es un poeta material, casi físico, que describe sus contradicciones en el tiempo y en el espacio, hace suya la extensión de la intemperie: «Se alza inmóvil el mañana tras el día de hoy, / como tras el sujeto el predicado». A Urania dedica un poema que se abre con un explícito verso: «Todo alcanza un final, la tristeza inclusive». Ella es su verdadera musa, la de los astros y las estrellas, la del inmenso espacio al que el hombre enfrenta la desmesura de su destino. Existe una defensa de la forma, un ensamblaje estilístico cuya imagen representa un mundo disparatado, la complejidad que para Brodsky supone la vida. La forma como expresión humana, capaz de quebrar el tiempo, de mirar directamente a los objetos, de resaltar su presencia inmediata. Esto es lo que hace de su poesía un modo alternativo y radical de existencia. La corporeidad sensible de la rima, del ritmo y los sonidos, construyen la voz que enuncia el poema, su capacidad nueva para decirnos y reconocernos en el mundo. La parte de la oración dice más que un tratado entero. Su acento es épico, pero también antiheroico. La lengua, con sus censuras y silencios, con su tensión subordinada y sus atrevidas anáforas, es la que conforma, con su lenta decantación y con su habla, nuestra identidad, nuestra propia voz.

No vendrá el diluvio tras nosotros reúne parte de los mejores y más significativos poemas de Brodsky, desde sus inicios hasta «Agosto», fechado el mes de su muerte en enero de 1996, y que fue el último poema que envió al editor de su libro Paisaje con inundación, publicado póstumamente. Es cierto que se puede echar de menos algún poema, pero también que casi todos, por una u otra razón, son esenciales en el proceso de escritura al que sometió su obra poética. Un proceso mostrado aquí certeramente, pues se traza, junto al paradigmático eje vertical de cada poema aislado, su discurrir sintagmático y horizontal, por el cual las partes de ese discurso no pueden funcionar aisladas. Esa alternancia es clara en la selección de Ricardo San Vicente. La poesía de Brodsky se vincula a un trabajo específico sobre la lengua que apenas es transferible a otra. El propio poeta, que escribía tanto en ruso como en inglés, al trasvasar sus poemas de una lengua a otra, no ejercía tanto la traducción como la reescritura, la recreación. Ricardo San Vicente asume ese riesgo con rigor, como también Ernesto Hernández Bustos y José Manuel Prieto en su versión de algunos poemas aquí incluidos. Su precisión es admirable, y su tono unitario una prueba de transparencia. Sin referencias originales a las que asirnos, el lector por lo general no sentirá anhelo alguno, no tendrá esa sensación de ausencia o de pérdida que se enuncia al afirmar que la poesía está en aquello que se pierde en la traducción. Ganar la batalla al ángel, eso es lo que quiso alcanzar Brodsky, mantener sus convicciones y su palabra «a la altura de su alma».

Antonio Ortega