Hacia J.L.B

1

Siglo y medio después de la conquista surgió la literatura hispanoamericana. En el diecisiete, los virreinatos de Lima y México se habían convertido en los centros económicos y culturales más importantes de la colonia. El Criollo, puede decirse, hace su aparición con este soneto anónimo que subraya las diferencias entre el blanco nacido en el Nuevo Mundo y el que llega de la Península:

Viene de España por la mar salobre
a nuestro mexicano domicilio
un hombre tosco, sin algún auxilio,
de salud falto y de dinero pobre.

Y luego que caudal y ánimo cobre
le aplican en su bárbaro concilio
otros como él, de César y Virgilio
las dos coronas de laurel y robre.

Y el otro, que agujetas y alfileres
vendía por las calles, ya es un conde
en calidad y en cantidad un Fucar.

Y abomina después el lugar donde
adquirió estimación, gusto y haberes:
y tiraba la jábeja en San Lucar!

Hoy resulta difícil pensar que los criollos fueran explotados o siquiera oprimidos. Son muchos los testimonios de la grandeza de sus sociedades: Bernardo de Balbuena, en un poema del seiscientos cuatro describe la opulencia y el refinamiento de los mexicanos; Geraldini, en Itinerariun ad regiones sub aequinoctiali plaga constitutas (1631), sostiene que en Santo Domingo es imposible hablar en particular de algún caballero pues son muchos y mucha la seda y el oro que los cubre; según Bernabé Cobo, en Lima las calles estaban atestadas de gentes a mediados del seiscientos veintinueve, la actividad comercial era grande, había vanidad en los vestidos, adornos, pompa y libresa de la servidumbre, los nobles y los ciudadanos vestían de seda, vió más de doscientas carrozas adornadas de oro y hasta los más miserables tenían joyas. Estas comunidades produjeron escritores como Inca Garcilazo, Juan Ruiz de Alarcón, Bernardo de Balbuena, Antonio Vieira, Francisca Josefa de la Concepción o Juana Inés de la Cruz, pero como anota Lazo en su historia de nuestra literatura, la cultura y el desarrollo de las colonias no puede verse homogéneamente pues si México y Perú eran regiones aisladas por montañas y altiplanicies, donde abundaba la minería, estaban también las regiones caribeñas y la del río de la Plata, «de subvalorada riqueza agrícola y ganadera, de retardado desarrollo, pero de mecanismo político y criterios sociales menos inflexibles, tanto por la más difusa influencia de la autoridad metropolitana como por el inevitable contacto directo de estos países con el resto del mundo».

La inferioridad en riqueza minera relegó Argentina durante la colonia a un segundo lugar. La agricultura y la ganadería vinieron a desarrollarse a partir del dieciocho. Hasta entonces la población fue escasa y estaba diseminada en las pampas. El gaucho era la figura central del paisaje y sus cantos y folklore vino a ser la materia de rescate del pasado a finales del diecinueve y comienzos del veinte.

Contrario a lo que llega a creerse, los criollos gozaron de una situación privilegiada durante la colonia. Es verdad que nunca llegaron a controlar el poder, pero el aparato burocrático estuvo en sus manos. Los cabildos y el comercio fueron sus fuertes, y no es de extrañar que antes de las declaraciones de independencia, en mil ochocientos siete, tras la invasión napoleónica, muchos padres de la patria fueran partidarios de la monarquía. A las Cortes de Cádiz asistieron, en pie de igualdad, personajes como Olmedo, el inca Yupanqui o José Mexía, quien en un discurso pronunciado durante los debates, deja claro que la contradicción principal entre los peninsulares y los americanos no era la monarquía sino la falta de libre comercio:

Se habla de revolución —dice—, y que eso se debe desechar. Señor, yo siento, no el que haya de haber revolución, sino el que no la haya habido. Las palabras revolución, filosofía, libertad e independencia son de un mismo carácter: palabras que los que no las conocen las miran como aves de mal aguero, pero los que tienen ojos, juzgan. Y yo digo, que es un dolor que no haya en España revolución.

El criollo se identifica con el burgués peninsular; su lucha era contra el absolutismo y no contra la institución real, marco en el cual hay que entender la invitación de los criollos a Fernando VII para trasladarse a América y reinar desde allí.

La literatura del criollo es abiertamente clasista. Su poesía ignora el padecimiento del mestizo y el indio; es hagiográfica, circunstancial y discursiva; busca abundancia en la expresión y convierte la metáfora en un ejercicio que termina por ocultar los motivos del poema. Entre toda esta literatura sobresale la de Juana Inés de la Cruz, cuya obra según Paz, no se abre a la acción ni a la contemplación sino al conocimiento. Su dolorido yo, en una sociedad que le impide amar, la conduce a la conversación, de las pasiones de la carne, en abstracciones que velaron tierra y pasión a los ojos de su tiempo.

Auerbach ha demostrado en Lenguaje literario y público en la Baja Latinidad y en la Edad Media, cómo el crecimiento de un público en lenguaje vulgar exigió la aparición de las literaturas romances. Analizando a Dante sostiene que fue el primero en dar vida, a partir de sí mismo, a un proyecto literario que tiene como punto central la política. Esa concepción del mundo, como interés del individuo, fueron en América Latina los poemas de Bello, con quien aparece la conciencia americana del criollo, pero es con Esteban Echavarría, cuando la criollada usa la literatura como un vehículo portador de las nuevas ideas sobre la libertad y felicidad burguesas.

Argentina tuvo, durante la colonia, un desarrollo más libre de la expresión popular. Lazo dice que el gaucho fue la figura central de esa literatura oral, y los describe como descendientes de españoles establecidos en las pampas desde los primeros tiempos de la colonización.

«En un país, dice, en el que el poder y la influencia en todos los órdenes estaba determinado por el dominio de la tierra, el gaucho, era un hombre sin ella. La pampa era su refugio más que una residencia permanente o lugar de una actividad regular. El citadino le veía como un vagabundo y delincuente real o en potencia, a pesar de que participara activamente en las guerras de independencia y en la defensa de Buenos Aires contra los ataques ingleses. Su poesía, cantando el amor y los sucesos cotidianos, estaba ligada al baile y al canto, a la chacarera, el gato, la huella, el pericón y la firmeza, confirmando hasta en su manera —versos octosílabos o estrofas españolas— el carácter estrictamente popular de esta literatura».

A causa de la poca influencia del colonialismo español en Mar del Plata y del poco arraigo que la literatura de la metrópoli tuvo en Argentina, fue posible que las tesis del romanticismo fueran acogidas con mayor fervor. Si se le contrasta con el mexicano o peruano el hecho es evidente. En Buenos Aires el romanticismo fue recibido con verdadero entusiasmo por Echavarría y sus seguidores, reunidos en el Salón Literario y en la Asociación de Mayo. En cambio, en México habría que tener en cuenta las palabras de Menéndez y Pelayo, cuando en su Antología de poetas hispanoamericanos dice: «Cuba y la América del Sur, donde el romanticismo hizo más prosélitos y de más cuenta que en México, país de arraigadas tradiciones, a las cuales por uno y otro camino vuelve siempre», y las de Palma, para el Perú: »la juventud a la que yo pertenecía fue altamente hispanófila. la vida colonial estaba todavía demasiado cerca de nosotros», para comprender cómo en estas regiones la colonia había creado una tradición, mientras en Argentina el vacío había dejado campo a las literaturas populares. Tan poca fue la huella, que Juan María Gutierrez pudo afirmar, en un discurso en el Salón Literario, que los únicos lazos que unían América con España eran los de la lengua, y que, incluso, era necesario independizarse de ella.

Los románticos argentinos sostuvieron que era menester crear una lengua y literatura nacionales. Florencio Varela negaba el carácter americano de las literaturas anteriores a las guerras de independencia, demostrando que sus tesis eran un instrumento eficaz para ganar amplia audiencia entre las capas altas de la sociedad argentina de entonces, calificada, por Henríquez Ureña, de romanticismo y anarquía.

La difusión del romanticismo argentino debe mucho a Rosas. El gaucho salvaje fue un gobernante popular pese a su extracción de rico terrateniente. Frente a la voracidad económica y política de los Unitarios, fue eleto gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, apoyado por las clases medias y bajas, y en mil ochocientos treinta y cinco asumió el gobierno de Argentina. Su popularidad fue indudable. Los Unitarios, herederos de los patricios ilustrados, eran también los seguidores del romanticismo. La Asociación de Mayo tuvo como fin derrocar al tirano, cosa que no lograron sino hasta mil ochocientos cincuenta y dos, con la intervención de Inglaterra y Francia, que encontraban insostenibles sus tesis proteccionistas y su nacionalismo exacerbado.

Pasados los primeros cincuenta años del diecinueve, Argentina, despoblada hasta entonces, se convirtió en uno de los centros comerciales más importantes del continente. Según el censo de mil ochocientos sesenta y nueve la población era de 1.830.214; en mil ochocientos noventa y cinco, 3.954.911 y en mil novecientos cuatro, 5.410.028. Se cree que entre el sesenta y la llegada del novecientos la inmigración fue de dos millones y medio: millón doscientos mil italianos, medio millón de españoles, doscientos mil franceses, treinta y cinco mil austriacos, cuarenta mil ingleses, veinticinco mil alemanes, veinte mil suizos y quince mil belgas.

El campeón de la inmigración fue Sarmiento, enemigo acérrimo de los gauchos y de las clases bajas. En Facundo sostiene que la civilización, representada por el hombre citadino, debe vencer a la barbarie, representada por el hombre del campo:

El hombre de la ciudad viste de traje europeo, vive de la vida civilizada. Allí están las leyes, las ideas del progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre del campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas: parecen dos sociedades, dos pueblos extraños uno de otro.

A diez años de las tesis del Salón Literario, Sarmiento se declara enemigo de la tradición y partidario de lo moderno, del hombre cultivado contra el bárbaro iletrado, de la idea europea de la civilización contra el localismo centrífugo de los argentinos rurales. Veinte años más tarde, José Hernández, con Martín Fierro (1872-1879), desmantelaría el sueño de Sarmiento.

Martín Fierro es un alegato y una crítica contra aquello que había propugnado Sarmiento. Para Hernández, el gobierno no trataba bien a los gauchos. En nombre de la ley y del progreso, y en la creencia de que eran vagabundos y sin ley, así como su invariable libertad el orígen de la anarquía y el atraso, se les enrolaba en el ejército por la fuerza y se les enviaba a luchar contra los indígenas. En palabras de Henríquez Ureña:

Sin los gauchos -contra ellos, podríamos decir-, se reorganizó el país y se le encaminó por el progreso. De ahí lo que se ha llamado su naufragio étnico. La inmigración europea que por entonces comenzó a afluir al país cortó en dos pedazos el cuerpo de la población, la unidad lograda por tres siglos de convivencia. La más afortunada clase de criollos, los ricos y educados, que vivían en su mayoría en las ciudades, obtuvieron los beneficios de la nueva situación, que era el coronamiento de sus esfuerzos. Pero los desventurados campesinos que estaban acostumbrados a vivir sobre el caballo y a cuidar el ganado salvaje, sin nada que estorbara su perpetuo vagar, se vieron de repente confinados en estrechos lotes por el alambre de púa de las estancias donde los acaudalados criollos guardaban su ganado y de las chacras donde los industriosos emigrantes cultivaban sus hortalizas. El gobierno ofreció a los gauchos sus escuelas y algunas otras ventajas, pero no podía ofrecerles ningún plan que pudiese tentarlos a competir con el ambicioso recién llegado de Europa. Algunos se sometieron pacientemente y se convirtieron en peones de estancia, cultivando verduras, lo que juzgaban impropio de la dignidad varonil; muchos otros fueron llevados a filas. Y el gobierno no se anduvo con miramientos en sus métodos de reclutamiento.

Lo que explica el éxito que tuvo el poema. Fue impreso en cuadernillos a precio módico y se pagaba por recitarlo en las haciendas. Su canto es una protesta contra el cultismo y la europeización. Terminó por convertirse en la epopeya argentina, como lo explicó Lugones en mil novecientos trece.

Con la aparición del modernismo, las puntas del arco volverían a tocarse: entre el criollo y el modernista, entre Sarmiento y Lugones, entre el colono y el burgués, la historia no había pasado. Lugones fue primero un socialista feroz e irritante. Terminó siendo un «nacional militarista». Esas crisis culturales produjeron y vieron aparecer la literatura de Borges.

2

Borges usó de tres «géneros» para dar expresión a su literatura: la poesía, el cuento y el ensayo. Consideraba la poesía tan íntima y esencial como indefinible. El hecho poético y su materia eran para él «la mágica, misteriosa e inexplicable emoción que sentimos al leer». Su poesía, en los primeros tiempos ligada a la imaginería metafórica, terminó en una entonación personal. Descubrió que las verdaderas metáforas existen desde siempre: tiempo y río, vivir y soñar, muerte y dormir, estrellas y ojos, flor y mujer—, pero podemos repetirlas con una distinta voz. Aunque hizo variados elogios de Virgilio, fue más bien fiel a Poe, su otro maestro en el cuento. No escribió poemas de mayor extensión pero es contemporáneo a Eliot, Pound y Kavafis al concebir la poesía como expresión del pensamiento. Creyó que la principal virtud del poeta es ser capaz de «sentir» el mundo, agregando «provincias al ser» para hacerse no sólo parte de una realidad sino la «otra realidad».

Luna de enfrente y Cuaderno San Martín son, junto a Inquisiciones, su primer libro de ensayos, los volumenes donde quiso dejar un testimonio fiel de porteñismo. Sustraído de cosmopolitismo y ultraísmo, el elogio de lo provinciano, más a través de la sintaxis y la ortografía que de una concepción del mundo, se hace con las vías suburbanas, los almacenes rosados, la llanura, pero también y como novedad, con la historia, los antepasados y la propia vida. Los ensayos, escritos en «argentino», analizan las obras de Joyce, Browne, Quevedo, Unamuno, Cansinos Assens o González Llanusa. Su segundo cuaderno de ensayos, El tamaño de mi esperanza, en estilo semejante, al examinar qué es lo nativo, se dirige a aquellos lectores «que creen que el sol y la luna están en Europa» y se ocupa de Carriego, Estanislao del Campo, la copla criolla, «el idioma de los argentinos», sin olvidar a Milton, Wilde y Góngora. Solo treinta años más tarde volvió a publicar otras colecciones de versos: El otro, el mismo , La rosa profunda, La moneda de hierro, Historia de la noche y La cifra.

En sus primeros poemas hay poca huella de las tesis ultraístas. Borges se acerca más al modernismo y el romanticismo, y tratando de encontrar un sentido al pasado nacional retoma las tesis de Sarmiento, sobre la ciudad como asiento de la civilización. Pero mientras en éste hay una búsqueda del futuro, en Borges, el rescate del pasado quiso ser retrato del presente, gracias a una intuición imaginaria que hace que la vida en las orillas, y los llanos, adquiera una dimensión intemporal.

En la primera versión de Fervor de Buenos Aires, con estilo escueto y abundando en metáforas lacónicas, trató de encontrar un lenguaje que revelara su redescubrimiento de la capital. Aparecen aquí poemas dedicados a las calles, los atardeceres, el cementerio de la Recoleta, la Plaza San Martín, los arrabales, los jardines, las carnicerías, la pampa, la metafísica de Berkeley y el amor. Un poeta que ante el bullir de la vida moderna, a la hora de los ajetreos, prefiere vagar por los suburbios soñando nostalgias. Son los poemas de joven poeta enamorado que canta las alegrías y dolores de la pasión y que medita una búsqueda irreprimible del Otro sentido del mundo.

Rescrito cuarenta y seis años después, en el prólogo, tras sostener que sólo ha mitigado los excesos barrocos, las asperezas, sensiblerías y vaguedades, afirma:

«Como en 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de un íntima pobreza, trataban como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el sur, de quintas con verjas.»

Borges, «poeta de Buenos Aires», como lo llamó Idelfonso Pereda Valdés en mil novecientos veintiséis. Aun cuando sus primeros libros sean del veintitrés y el veinticinco, sus tesis habían sido expuestas en los años finales de la década anterior, en artículos que luego recogió en Inquisiciones, donde creía que para alcanzar el alma de la ciudad e inmortalizarla, había que hacerlo a través del fatalismo del Criollo, las casas, los patios y las plazas.

Así como había rechazado en su poesía ese Buenos Aires moderno y tumultuoso, eligiendo para si los barrios humildes, ahora rechaza los estereotipos del ser nacional, quedándose con los silenciosos e ironistas, a la manera de Macedonio Fernández. Con la publicación de El tamaño de mi esperanza, la radicalización hacia el criollismo fue más enfática: él iba a ser el Dante de ese país que ya era Buenos Aires.(1)

En Ginebra Borges descubrió las tesis ascéticas de Shopenhauer sobre el poder, el arte y el erotismo; y el estilo, usado en las enciclopedias, como otra forma de la ficción. Arthur Schopenhauer criticó a Hegel y la ideología «progresista» y autoritaria que él y sus discípulos representan. Una denuncia del egoísmo radical que viviría el hombre con las tiranías del siglo XX. Para Schopenhauer nuestras realidades son una máscara de la voluntad, incluida la «Naturaleza», a fin de escapar de la locura. En El mundo como voluntad y representación. Borges supo, que al no existir el tiempo, el arte es el único producto humano con sentido perdurable, pues agrega universos al mundo, mutantes pero eternos, -desde y hacia la inasible y banal realidad social-, que no pertenece a ningún género literario.

Los arquetipos discursivos «periodísticos» de ciertas enciclopedias le dotaron de las formas «paródicas» que usaría en ensayos-cuentos o cuentos-ensayos: primero un resumen del asunto; luego un análisis del tema central, para concluir, ofreciendo variantes contradictorias, —los puntos de vista de un lector moderno—, sobre el tema principal. Con esas apariencias de verdad Borges pudo inventar unas estructuras narrativas, tejidas de ironía, que hacen polvo su propia erudición mediante la falsedad de las pistas, las fuentes erróneas, los libros apócrifos y los textos-citas al revés, mostrando cómo un texto es un palimpsesto. Debajo de la máscara que ofrece, están otros textos que se superponen infinitos: tantos como los intentos de asir el asunto, la conjetura o la anécdota.

Sus cuentos, fantásticos o realistas, sobresalen más como obras maestras de la voluntad de estilo que por la perfección de los argumentos. Como metafísico, prefirió la creación de mundos donde se pudiese intervenir mejor en la realidad. Son frías construcciones que navegan en el espacio de los sueños y la vigilia. En sus obras no palpita la «sociedad», ni el amor, ni los cataclismos colectivos; está más bien la mente del hombre, con su sed de inmortalidad y su hambre de espacios, que lo sumergen en la angustia, la soledad y la incertidumbre de ser hombres.

Historia universal de la infamia, fue «escrito por un hombre que era asaz desdichado». Aquí incluyó, por vez primera, Hombre de la esquina rosada, uno de sus famosos cuentos. Se sabe que son relaboraciones de textos o hechos históricos, y según él mismo (Prólogo de 1954), son el irresponsable juego de un tímido, que no se animó a escribir cuentos y se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias. El atroz redentor Lazarus Morell, el impostor inverosímil Tom Castro, la pirata y viuda Ching, el proveedor de iniquidades Monk Eastman, el desinteresado asesino Kotsuké no Kuké y el tintorero enmascarado Hakin de Merv, cuyos hechos, condenables y atroces, quedan atenuados por el arte narrativo, anuncian al Borges amado por lectores europeos: un arte como creación de mundos, agregados a un mundo caótico, que escapa a nuestros deseos o necesidades de comprensión y ordenamiento.

Hombre de la esquina rosada tiene como arqueología la narración de un duelo a cuchillo que había publicado en una revista a finales de los años veintes. Según Borges, lo escribió «para que los españoles no me entendieran», pero también para liberarse del estilo de sus primeros libros. El motivo del relato es el enfrentamiento sin por qué ni cómo.

Francisco Real, a finales del siglo, viene desde el norte para desafiar a Rosendo Juárez, quien no reacciona y prefiere huir, dejando en sus manos su honra y su mujer, la Lujanera. El narrador, un joven del grupo del humillado, termina por vengar a su jefe. Cuando Juárez ha salido con la Lujanera, tiene que regresar a la fiesta, herido de muerte, -no sabemos si por el narrador mismo-, o por la realización de ese deseo, pero en la ficción. En ambos casos sospechamos que Borges lo hizo. Treinta y cinco años después, en El informe de Brodie, Rosendo Juárez contará la verdadera historia de sus actos: había eludido la riña porque vio, en el espejo Francisco Real, el rostro de Garmendia, un muchacho a quien había dado muerte luego de un desafío inesperado, en un almacén de Maldonado, cuando «todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de ingleses». La Lujanera recoge el cuchillo que Juárez soltara al salir y apuñala a Real.

En la navidad de 1938, Borges sufrió un accidente que le produjo una septicemia y lo mantuvo al borde de la muerte por varios días. Con la ayuda de algunos amigos obtuvo un oscuro empleo de «infeliz» bibliotecario, al lado de aficionados a las carreras de caballos, el fútbol y los chistes obscenos, que encontraban preocupante hallar en un diccionario el nombre del silencioso compañero de labores clasificatorias. Esa fue la época de sus frustrados amores con Elvira de Alvear, la excéntrica Beatriz Viterbo de El Aleph. De ese purgatorio, «una vida curiosamente anónima y deprimente», surgió un hombre que, como Heráclito, creería que todo cambia y a la vez permanece; que como Platón, vería una caverna donde todo es sombra de la auténtica realidad, y un escéptico, que a la manera de Hume, Locke y Berkeley, constataría que las cosas solo pueden ser representación de lo que imaginamos y carecen, por tanto, de existencia corporal.

En 1941 dio a la imprenta El jardín de los senderos que se bifurcan, una colección de relatos que cambió el rumbo de la literatura. Dos de ellos fueron escritos después del accidente: Pierre Menard, autor del Quijote y Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. En el primero sostiene que leer es más importante que escribir pues toda lectura re-escribe el texto; en Tlön, se quiere reducir el caos a un orden y es una denuncia de las doctrinas y sociedades totalitarias.

En una de sus posibles lecturas, Pierre Menard es una reseña sobre las obras de un genio francés inconnu, fabricada por uno de los miembros del aristocrático y frívolo círculo de amigos, con quiénes Menard compartió fanatismo, antisemitismo y adulación de los poderosos: las típicas actitudes de cierta inteligencia francesa de entreguerras.

La primera parte del cuento discute las diversas opiniones, en su mayoría adversas, sobre la obra de Menard, a medida que informa de sus allegados: una madame Henri Bachelier, dama de alto coturno demasiado ocupada para poder escribir sus propios poemas; y la condesa de Bagnoregio, casada con un filántropo norteaméricano. El catálogo de la obra de Menard es una burla a los métodos de las escuelas españolas de análisis y fijación de textos. La segunda, examina los esfuerzos de Menard por escribir, Don Quijote.

«Menard escribe algunos capítulos. Al cotejarlos con el original, el narrador descubre en ellos identidad pero también nota el cambio de sus sentidos:
El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores, pero la ambigüedad es una riqueza.) Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir— son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.»

La frase que elige Borges para dar ejemplo de las variantes, es un pasaje donde Cervantes, al introducir a Cide Hamete Benengeli como autor de Don Quijote, se burla de la verosimilitud de las novelas de caballería. Pero las habilidades críticas del narrador no cesan. Al final concluye:

«Menard (acaso sin saberlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce La Imitación de Cristo, ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?»

Al adoptar -«Borges»- la intención del lector-creador: —todas las historias y las aventuras fueron ya contadas «de primera mano»—, a partir de Borges debemos buscar los puntos de contacto entre eventos y épocas diversas; los destinos recurrentes, y las coincidencias paródicas, que hacen de la historia una repetición de otras historias, de la misma manera como el destino individual es reproducido, al infinito, mediante variantes y entonaciones que apenas señalan lo esencial de las similitudes.

En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Tlön es una evidente versión de la Tierra: un mundo totalitario producto de los excesos racionalistas. Borges comienza por crear, dentro del texto, la búsqueda de otro texto al informar sobre una conversación entre él y Bioy Casares respecto de una cita que este había encontrado en una enciclopedia pirata. Luego de una búsqueda incesante localiza el volumen, hace un resumen del artículo sobre Uqbar, abundando en nuevos datos sobre esa tierra desconocida, hasta revelar la existencia de toda una enciclopedia dedicada a Tlön, producto de una patraña urdida por un grupo de filósofos del siglo XVIII y concluida, —gracias al apoyo de un filántropo y millonario norteaméricano—, en este siglo. Al final, para no dejar dudas sobre el juego, una posdata, fechada en 1947, reza: «Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en el número 68 de Sur, con portada verde jade, mayo de 1940». Es decir: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius es un artículo «inicialmente» publicado en la edición número 68 de Sur, como la reproducción de un texto que está publicado en el número 68 de Sur.

En el momento mismo que Borges descubre la enciclopedia, Tlön comienza a invadir la tierra. Así sabremos cómo Tlön es un mundo al revés donde la materia aparece negada y donde los objetos imaginarios se convierten en reales. Un mundo a imagen y semejanza de las teorías de Berkeley.

«La diseminación de objetos de Tlön en diversos paises complementaría ese plan... el hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el «hallazgo». Manuales, antologías, resumenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los hombres abarrotaron y siguen abarrotando la Tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?
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El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural) «idioma primitivo» de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre —ni siquiera que es falso [...] Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no yerran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. »

El mundo es dominado por la enciclopedia. Borges borra, sin énfasis, los límites entre la ficción y la realidad. Y crea no sólo un espejo dónde ver la realidad, sino una luna para asir la ficción.

Ficciones trajo consigo una de las novedades narrativas del siglo: la parodia del género más popular de entreguerras, la novela policial, haciendo del inspector Borges o don Isidro Parodi, un Cervantes o Cide Hamete Benengeli, contemporáneo.

Nacido con Poe, hasta Borges el género había pasado por diversas crisálidas, una de ellas, el narrador policial Chesterton, que en sus sagas del Padre Brown y Gabriel Gale, pone en escena un tour de force de tres actos: primero el misterio; luego una aclaración de índole sobrenatural, suplantada, al final, con otra de este mundo. Los cuentos policiacos de Borges siguen ese modelo. El detective ofrece al lector todos los datos que posee, los personajes aportan otras noticias claves. Pero como de nada sirve la información previa sobre un asunto, para resolverle, entonces nada mejor que, como hacen los científicos, conjeturar. El mundo futuro, —«descubrimiento» de la ciencia o creación de la ficción por el arte—, es la única realidad posible. Para hallar el objeto lo mejor es imaginarlo. Borges, detective de la realidad, inventa la solución, que satisface plenamente al lector.

En El Jardín de los senderos que se bifurcan sabemos desde el principio que un espía chino, al servicio de Alemania, tiene que trasmitir un mensaje. La policía está sobre sus pasos. En la huida visita a un sinólogo que resulta estar investigando sobre uno de los antepasados del espía, e, «inexplicablemente», termina matándole.

Borges agrega a las estructuras conocidas de la novela policial un ingrediente novedoso: fabrica un laberinto de palabras para atrapar el interés del lector, y en él pone a actuar su espía asesino. Un jardín de senderos bifurcados son el laberinto y al estructura del cuento. Cuando Yu Tsun llega a la casa del sinólogo descubre que el jardín ha sido diseñado a la manera como su antepasado, Ts´ui Pên, lo había propuesto redactando una interminable novela metáfora de otro laberinto. Pero Ts´ui Pên muere asesinado por manos desconocidas, y nadie puede encontrar el laberinto que había urdido. El sinólogo dice a Yu Tsun que cree haber descifrado el enigma: el laberinto es la novela.

Ahora es el momento, cuando la ficción se hace realidad, que podemos saber por qué muere el sinólogo a manos del chino. Yu Tsun debía enviar un mensaje clave, asesinando a cualquiera llamado Albert, nombre del sinólogo y de la ciudad belga que los alemanes deben atacar. Los senderos que se bifurcan en la existencia le habían llevado, a Yu Tsun, hasta las claves del pasado y las puertas de su porvenir.

En 1946, cerca ya de los cincuenta años y con más de nueve trabajando en una biblioteca de las afueras, Borges fue relevado de su oficio clasificatorio y trasladado, como inspector de gallinas y conejos, al mercado central, por haber firmado un manifiesto contra el recién inaugurado gobierno del general Perón. Viviría entonces de ofrecer conferencias, gracias a la ayuda de sus escasos amigos, en una ciudad sitiada por la tiranía.

Buenos Aires se había convertido en un mundo de horror cubierto por las consignas del régimen y la incansable repetición en paredes, radio y periódicos de las imágenes del Macho y su Hembra, Eva Duarte. Ese mundo de tedio y mezquindad produjo uno de sus mejores cuentos: La biblioteca de Babel, una versión de pesadilla sobre una realidad atroz, plena de alusiones a la cantidad y forma de los gabinetes «donde se puede dormir de pie y satisfacer las necesidades fecales». En la Biblioteca de Babel, quienes trabajan, están atrapados por una actividad inferior y degradante, inacabable y embrutecedora, dirigidos por perversos que han tomado por asalto, con la ayuda de políticos profesionales, los lugares que corresponderían a intelectuales y escritores.

El Aleph , aparte del texto que da nombre al libro reune relatos como El inmortal, donde el personaje central bebe del río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Un anticuario de Esmirna es también Homero, el tribuno Rufo, un militante de Stanford, un traductor de los siete viajes de Simbad en el séptimo siglo de la Héjira, un jugador de ajedrez en una cárcel de Samarcanda, un astrólogo en Bikanir y en Bohemia, un suscriptor de la Iliada de Pope. «Bosquejo de una ética para inmortales», El inmortal somos todos y nadie, como Ulises. En Deutsches Requiem Borges demuestra cómo quien está perdido colabora en su destrucción. La ley de causalidad rige y explica el destino de su personaje: Zur Linde es la Alemania Nazi. En El Aleph, para exorcizar un amor no correspondido, a la manera de Dante, escribe una historia como el único medio para encontrarse con la elusiva amante, y borrar, así, en la visión del mundo que proporciona la esfera, el recuerdo de sus humillaciones.

Como los relatos, el corpus de sus ensayos rinde culto a los arquetipos de Berkeley, Spinoza o Bradley: diáfanas arquitecturas idealistas que corroen los hábitos de historiadores, sociólogos y sicoanalistas. Borges fatigó con los conceptos de tiempo y eternidad, identidad y pluralidad, lo único y lo otro. Le importaron las ideas como un viaje hacia la belleza y no a la búsqueda de la verdad, substancia banal de la ciencia y el poder. Su saber fue el del escritor: aquel que imagina soluciones a los enigmas sin calar en sus arqueologías. Secretamente supo, que al no existir como individuos, somos, la materia del tiempo, su naturaleza cíclica sin pasado ni futuro.

Harold Alvarado Tenorio

1Véase, Farías, Víctor: La metafísica del arrabal, Madrid, 1992.