La poesía de Jorge García Usta

Nos enfrentamos a una palabra vieja, muy sucia de soles y de noches, de fruticas y palitroques eructados por acechadores difuntos. Habla la tierra, lamida y relamida por vientos y lluvias cansados, y ya casi desfallecientes de tanto repensar y manosear los sueños, los fracasos y las costillas del hombre. Aquí los arcaicos misterios tienen cuerpos y apellidos propios. El suspiro nocturno se llama María Barilla. El crepitar del fuego podría nominarse Adela Durante o Clemente Zabala. El entrañable embaucador es Catano Parra. Ese que tiene “el don de sopesar en cada mano las claridades del hombre”. El bramido de las inundaciones puede ser el mismo de la sangre de Julio Gil Beltrán. Es esta, pues, una poesía de primigenia hechura, enraizada a un solar, a al brujería y al demoníaco sino de un solar. Donde cada palabra alcanza su función nominativa al instalarse en su alvéolo de justicia y de sombra. Una poesía que consigue liberar ( a toses, a estertores, a esgarrados y desgarradores empellones) los alaridos de pueblos que se debaten en un tedioso fatalismo: de miedos que algo esperan, que algo suplican o amenazan, escondidos en alcobas y muebles: de rostros que se apiadan de nosotros con solo mirarlos: de árboles que nos llaman, haciendo retoñar sus pies como andariegas raíces, para volvernos a acompañar en el camino. Estamos ante un hombre vivo, a cuyos poemas ni les sobra ni le falta nada. Son poemas secos, aptos para el fuego. Basta acercarnos a ellos con los sentidos en tensión y quedaran encendidos. La remotísima herencia ( la de nerviosos mestizajes que resbalan de nacimientos a danzas y de siembras a velorios) es la crepita aquí en conseja, en chisme, en embuste verdadera, en horas devoradas por el hambre, la lujuria y el polvo. Nos estamos refiriendo a la cara geográfica, furiosamente lugareña, alcanzada por cada sector de esta poesía. A lo vernáculo positivo. Esto le permite a García Usta rescatar las cosas esenciales por entrañables: la piquería d trompos bajo los árboles con un trémolo, al fondo, de gallos de pelea: el nombre del artista mas fino para tejer abarcas o del que logrará imprimirle los mas deleitosos susurros a los runrunes de un barrilete: las masturbaciones infantiles en común, en los patios ruinosos, salivando mamones o ciruelas robados; el muerto que tosió y abrió los ojos mientras rezaban en el velorio; el deleite de sensualidad intransferible, secreta( verdadera síntesis de lo que vale lo cotidiano inmediato) de paladear un pocillo de café mañanero o aspirar el humo de un tabaco revuelto, mientras discurren, zumban o se disuelven las conversaciones corrientes. Y el viento, siempre el viento, robándose las silabas del amor o llevándose lejos, lo mas lejos posible, la quejumbre de quienes han hendido el filo del sufrimiento. De pronto, entre los múltiples suspiros y espinas de un poema, Jorge García Usta nos presenta a “ la luz que consuela al agua que arde”. He aquí una demostración, escasa y siempre profunda, de lo que la inocencia, al desnuda y casi atroz inocencia, puede alcanzar la palabra.

Magazín dominical de El Espectador, / Bogotá, 15 de Noviembre de 1992

Héctor Rojas Herazo
Escritor, periodista, novelista y pintor costeño, nacido en Tolú. Autor, entre otras obras, de Desde la luz preguntan por nosotros, Agresión de las formas contra Ángel, Respirando el verano, En noviembre llega el arzobispo y Celia se pudre.