Sin poesia, el periodismo moderno sería un montón de noticias desabridas

Su encuentro con la poesía, cómo y cuándo ocurrió?

Yo creo que en mi infancia, si hablamos, claro, de la poesía como pálpito y emoción, como deslumbramiento y diferencia psíquica, más que de la escritura de un poema. Es un importante lugar común mirar la infancia como fuente y origen, como período fundacional. Sin duda, pienso que la atmósfera de mi pueblo natal, Ciénaga de Oro, en el departamento de Córdoba, me permitió ese contacto inconsciente con la poesía, en este caso con seres marginales de mi pueblo: locos sabios, hombres de esquina, y narradores gratuitos del reino de las mesas (la mesa de fresco, la mesa de fritos y la mesa de billar), que tenían una noción de la palabra, de la pureza del narrar, absolutamente providencial.

Estos hombres creían, a su manera, en los poderes transformadores de la palabra. Comenzando porque la palabra, su ejercicio desasido de otra necesidad que no fuera la del acto en sí, les permitía soportar el tiempo y crear un sentido de comunidad. Pienso también en una cierta tristeza histórica que hay en Córdoba, una región más abandonada que todas, y que se refleja en la música, y en ese género del son sinuano, que se toca con guitarra, y tiene un dejo de lamento que lo lanza a uno a buscar amigos. Y además el porro, la tristeza impresionante del porro. Difícil es oir porros solo mientras llueve. Digamos que en la región, una especie de melancolía casi imperceptible condicionaba la alegría.

¿A qué hechos, personas, obras, atribuye quien es hoy?

A mi madre, a su impresionante sacrificio doméstico, a sus dones, que sería, para utilizar una categoría conocida, mi personaje inolvidable. Bueno, se ha llegado a decir que la literatura costeña le debe más a la primordial presencia de las matriarcas, que a las propias fuentes literarias. Es un rasgo de región joven y emergente: el drama cotidiano inmediato, a través de sus protagonistas, crea una especie de deber del relato, de hijos del relato.

Hija de árabes, mi madre aprendió y compartía las normas esenciales de esa cultura y las supo mestizar con el universo criollo. En ese sentido, creo que fue una mestiza perfecta, aunque le gustase destacar sus diferencias con algunas pautas no gratas de la cultura criolla. Era una lectora rigurosa del periódico y se ufanaba de su letra ancha, y de su ortografía, que le permitía –eso decía- corregir los errores del periódico. Sé que cuando llegó “Cien años de soledad” al pueblo yo tenía de 8 a 9 años, y mi madre, en el ajetreo de los oficios, sólo podía leer el libro al mediodía. Un día en que abandonó el libro, yo le pregunté qué pasaba, y ella me respondió: “Mijo, con el calor que hace en este pueblo y el calor que bota este libro, me puedo enfermar. Por hoy no”.

También debo mencionar la tradición oral del pueblo, llena de astucias y arcaísmos, las obras infantiles de Grimm y Andersen, y especialmente el cine. Tuve una fortuna excepcional, en este sentido, pues en el patio de mi casa, además del palo de níspero emblemático y del tanque de cemento en cuyo borde el cuchillo arrancaba una luz cegadora, había un cine, el teatro Adelma, el nombre de una de las hijas de mi abuelo árabe –muerta en forma prematura por tifo- que presentaba películas norteamericanas y mexicanas. El cine me hizo entender que además de la irrealidad de los cuentos de velorio, de las polémicas políticas verbales, de los pasquines tuertolopezcos que circulaban en el pueblo, había otra irrealidad más ambiciosa y entretenida, el cine.

Y su padre?

Mi padre murió en Puebla, México, mientras trataba de hacerse pediatra, cuando yo tenía menos de 2 años. Casi nadie me cree que tengo dos imágenes de él, y ambas de perfil (y esto no es propaganda vallejiana). Heredé de él varios libros, entre ellos uno de Moravia, que me dio las primeras nociones de lo transgresor. Hace poco supe que había sido un violinista precoz notable, y he confirmado esa información en la prensa de la época, pues pensé que se podía tratar de una exageración familiar. Por la familia paterna, hay una sólida vocación por la música, las matemáticas y la pedagogía. Por la materna, una palabra oral espléndida, un sentido de contar cosas, un sentido de pertenencia tribal que está en las bases más primitivas y sólidas de nuestra cultura.

Aunque creo que he perdido algo de todo esto. Debo tener mil primos y no sé cómo saludarlos a todos.

¿Cómo ve hoy sus primeros poemas?

Con maltrecha y empecinada ternura. Antes me azoraban un poco sus protuberantes imperfecciones, su mesianismo juvenil –pues son declaraciones de buena voluntad, proclamas airadas contra la injusticia- y hasta su simpleza argumental. Pero me parece que para esa edad esa insuficiencia estaba bien.

Conservo – no sé por qué- muchos de mis primeros poemas no publicados, y leo, con más entusiasmo del que debería tener, algunas líneas sobrevivientes. Pero si uno lee los primeros textos de los escritores que ama, advierte que todo mundo aprende a escribir, solo, acompañado, muerto de hambre o saciado de manjares. Y este aprendizaje es el fundamento ancestral de toda tradición.

También debo mencionar la presencia de un grupo de amigos esenciales, únicos, con los que compartí lecturas y discusiones, muchas de cuyas consecuencias se reflejan en los rumbos de mi escritura.

Creo que mis primeros textos fueron producto de una cierta timidez y sobre todo del primer encuentro brutal y distanciador con la ciudad. Luego, fundamos una revista, “En tono menor”, que nos ayudó a tener nuevos enfoques, costumbres y formas en nuestra escritura.

¿Qué beneficios trae para un poeta el oficio del periodismo?

A un poeta, a una poesía, pueden beneficiarlos cualquier oficio, siempre que su hacedor esté dispuesto, no a decir tonterías sobre la ingratitud de la vida, sino a lanzarse vitalmente sobre ese oficio como sobre un festín, un río, una mujer dulce.

El periodismo es un arma de doble filo, aunque todas lo son: puede entregar fluidez, referencias, emociones, cercanías estupendas con la realidad, lecturas adicionales, y esa cosa tan buena que es tener un lector y que ese lector te puede enjuiciar rápido y con injusticia. Pero además desmitifica rápido por igual la realidad y el propio oficio.

Hay que ver la cantidad de insensateces malintencionadas o retórica huera que puede publicar un periódico. Y también los textos maravillosos que de repente aparecen. O el buen análisis, cuando hay ética y equilibrio informativo. Creo que sin una noción de la poesía como elemento del conocimiento y como razón última del lenguaje, todo el periodismo moderno no sería otra cosa que un montón de noticias desabridas. Sin duda, el reportaje moderno es una forma de la poesía de situación y un género literario. Y el escritor de reportajes que no tenga una buena formación literaria –cualquiera que sea su rumbo- podría estar en problemas.

¿Cómo ve la relación cine-poesía?

Sabemos que sin el cine, la literatura del nuestro tiempo hubiera sido balzacismo sedimentado. El cine innovó todo, la mirada del creador, las ideas sobre el tiempo, el tema de la precisión narrativa, la condición de la memoria, la propia condición de la obra de arte. Yo creo en el cine como arte y estímulo, como visión profunda de lo humano, no como chatarrería cibernética. No creo que la cámara narre ella solita, ni convierta en artista al artesano. Mi vinculación al festival de cine de Cartagena me ha permitido conocer los desarrollos actuales del cine, en especial del iberoamericano. Creo que una gran película o el gran momento de una película es un acto de fecundación, una molestia necesaria y muchas veces un saludable golpe bajo.

Es evidente que Héctor Rojas Herazo y García Márquez son sus obsesiones. ¿Por qué?

Sin pretender pedanterías, yo tengo otras muchas obsesiones, si podemos llamar obsesiones a deudas de la memoria, a distintas formas del afecto vital y literario y a necesidades personales. En estos dos casos, que he estudiado con cierto detenimiento, hay una necesidad de conocer un período esencial de nuestras letras.

Estos dos hombres ayudaron a renovar el decir literario y la mirada creativa en nuestra región y en el país. Rojas Herazo ha sido un ejemplo que puede considerarse extraordinario. Su ética como creador ha sido pasmosa, casi suicida. Un maestro en la educación de la mirada. Y es uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo.

De García Marquez es difícil añadir algo más. En mi libro “Cómo aprendió a escribir García Márquez” –que ha promovido algunas polémicas saludables, que no cesan- estudié su proceso de formación integral, no sólo para desmitificar tal asunto sino para humanizarlo, que es una perspectiva mejor. Creo que a los temas que interesan, uno debe acercarse con pasión verdadera, lo que no excluye la lucidez ni la crítica. Las suponen. Pero en nuestra región, apenas estamos en los albores de un esfuerzo crítico serio, aunque hay esfuerzos particulares logrados.

¿Se siente vinculado a alguna generación de la poesía colombiana?

No lo sé, y no se trata de una demostración de soledad profesional. Creo que algunos poetas se hacen los solitarios, pero quieren ser gerentes de corporaciones y enamorar a la rubia de la reunión. Creo que no estoy incorporado. Además, aún no tenemos esa distancia, los que aún somos menores de 50 años.

Algunos amigos y conocidos generosos (Luz Eugenia Sierra, Fernando Garavito, Rogelio Echavaría, Humberto Senegal, Juan Manuel Roca, Luis Iván Bedoya, Omar Castillo, Antonio Trigo, José Luis Garcés, Carlos Nicolás Hernández, entre otros) me han incluido o sugerido incluir en antologías nacionales y extranjeras, en España, Costa Rica, Cuba.

A veces la pertenencia a una generación suele ser un recurso de la imaginación crítica o de su comodidad: no otro argumento explicaría la forzadísima adhesión académica de Arturo al piedracelismo. Desde luego, que tengo interés por varias obras de nuestra historia poética, unas más que otras; me interesan también, desde luego, las obras de muchos de mis contemporáneos, de las que he sido lector y difusor atentos, y de gente más joven, y soy un buen lector de estas obras.

Creo que una generación es una confluencia de intereses que van más allá del tiempo, una coincidencia de amores, rechazos y miradas, dentro de una necesaria diversidad, que sólo aparecen en una época precisable, por azar, por imposición histórica, por interés sano o malsano de la legislación crítica.

¿A qué atribuye la escasez de poetas costeños en las clasificaciones de la lírica colombiana?

Es un problema del poder, simplemente, o del atraso de las mentalidades y las culturas. La tradición que debe morir no se entrega tan fácilmente. Tiene impredecibles formas de resurrección y a veces una agonía que parece nueva vida. ¿Cuánto tiempo le costó a Luis Carlos López ser valorado, no sólo por los jueces capitalinos, sino por sus propios contemporáneos cartageneros, afines a aquellos por un monstruoso conservadurismo literario? El caso de Rojas Herazo es igualmente ilustrativo: expulsado (o infravalorado) durante años, de las antologías de “Mito”, y entregado su puesto a versificadores medianos pero influyentes. Artel fue durante muchos años considerado un “poeta negrista” y su obra fue enclaustrada en la nominación pintoresca. Meira Delmar tampoco era muy frecuente en las antologías. Durante mucho tiempo, si lo recuerda, Valencia y Caro eran los caporales de esas haciendas de la antología, y el pobre Barba Jacob apenas lograba asomar sus huesos por ahì con algún poema bien rimado pero insuficiente en el vendaval de su libertad.

Sin ir más lejos, el propio Arturo, ese notario discreto que traducía a los poetas ingleses, no fue cliente asiduo de las antologías de su época. La costa tampoco se queda atrás. Hay que ver el montón de próceres rimadores que saturan la mayoría de nuestras siniestras antologías. La poesía, acusada de inutilidad cíclica, tiene una zona administrativa que puede despertar enconos propios de otros ámbitos del poder. Y supongo que sin desdeñar su inclusión en ninguna antología, el poeta lo que quiere es hablar con su lector –hermano, cómplice, hipócrita, lo que sea-, de la forma que pueda.

¿Cómo caracterizaría el actual panorama de la poesía colombiana?

Con preguntas así, que son necesarias, se corre el riesgo de dar declaraciones de apariencia explosiva, pero que no explican nada. Carezco de interés ya para las estridencias que no aclaren nada.

De lo que conozco – lecturas de revistas, periódicos, de libros-creo que nuestra poesía sigue moviéndose en una línea en la que existe – no sé en qué proporción- la adoración desasida de las novedades culturales y la construcción meritoria, arriesgada y entusiasmante de lenguajes personales, por encima de los prejuicios de cierta crítica, es decir la feliz y redentora existencia de los anacronismos esenciales.

En un momento, fuimos de fértil cavafismo a un conversacionalismo rupestre, que pasó de ser un saludable ventarrón sobre el óxido declamativo a rayar en la denotación inane. Algunos han hecho de la melancolía ante el mundo la mirada única, convirtiéndola en una jugosa formalidad, en la que no se advierte el temblor de la vida. Es una especie de tristeza libresca. Sólo un provincianismo de nuevo estilo –lo que yo llamaría una nueva forma del costumbrismo urbano- cree que fundar un lenguaje es ponerse a tono con la superficie irruptiva de imágenes deslumbrantes, con las superficies de los idiomas masivos o con malditismos más o menos patéticos, tediosamente eyaculatorios.

Es terrible seguir pensando que el dicterio categórico o el desplante alocadito – no la opinión reflexiva, ni la ironía sabrosa cargada de sentido- constituyen juicios serios, o al menos algo en qué pensar. Estas prestigiosas servidumbres se pueden combatir con refugios de cabecera, con una lejanía personal instántanea que dedique su tiempo a pensar en la obra. Entre nosotros, un garciamarquismo mal entendido liquidó buena parte de la poesía, no sólo de la narrativa, durante más de una década. Ahora, sobre esas cenizas bien hechoras, se están levantando obras de indudable interés para nuestro panorama literario. Soy optimista en relación con estas obras, pues ya existen, están ahí. Creo que sí ha disminuido un poco el fervor divulgativo de los ochenta y en parte de los noventa, pero este es otro problema.

¿Qué significó para usted escribir “El reino errante”?

Una búsqueda del conocimiento específico en aventuras y secretos familiares, y algunos ratos de dolor con un origen que era también mío, sin yo saberlo. El libro tiene una estructura de intención narrativa e histórica, que tiene algunos antecedentes, pero no en su disposición cronológica, en su afán de totalizar la experiencia humana; en el sentido de una épica a partir de testigos líricos. Los árabes cuentan desde el fondo de sus méritos y defectos, de sus ansiedades y ambiciones, la historia de una gran incertidumbre: la adaptación a un nuevo mundo.

América es tierra de nuevos mundos, siempre se está llegando o partiendo. Pero en esos testimonios hay mucho de mí y de los mundos que conozco y padezco. En este sentido, logra sorprenderme la idea de que hay poesía interiorista y poesía exteriorista, esa idea es el resultado de un terrible malentendido: la de que lo que el poeta cuenta acentuando su yo es de él, y lo que canta pretextando otras voces es de otros. El yo del poeta no tiene esas fronteras tan cándidas, y su realidad “interior” incluye paisajes, seres y lenguas incontables. ¿Quién podría decir cuáles son los elementos integradores de una interioridad? En realidad, nunca las ha tenido, ni siquiera desde el nacimiento de la literatura.

El libro se remite a los asuntos de una cultura incomprendida, o algo peor, amputada en sus profundidades. El árabe no fue sólo – y ni siquiera eso- el típico comerciante tacaño, sino el protagonista de una era, de un propósito, de una gran remoción social. Desde luego el libro tiene derivaciones en otros niveles: hay lectores en que su visión de ese mundo se ha enriquecido, inclusive en miembros de esa colectividad, que tampoco entendían la aventura. No entiendo por qué la poesía no puede anticiparse a la aproximación histórica convencional y ofrecer sus particulares alumbramientos. Por lo demás, casi siempre ha sido así.

¿Qué piensa del vedettismo en literatura?

Es una plaga soportable o una tara conmovedora, para quienes se atreven a cierta desamparada lucidez. Esta última es una necesidad de las sociedades, pero es un fardo inmenso. El vedettismo es también una combinación cultural: fruto de una ausencia de raíces individuales definidas y de una operación del mercado, y puede ser una exigencia de los tiempos. La sociedad, que primero estigmatizó a los escritores por considerarlos vagos u ociosos, los metió en la buhardilla de la espera o los convirtió en dandys, ahora quiere que sean, al mismo tiempo, filósofos trascendentes, consejeros del reino, rumberos de 15 años, exponentes de la moda, guionistas exitosos, intérpretes de rap, novelistas semestrales, y otras doce penas más, para envasarlos y ponerlos a dictar conferencias sobre “el no-ser en la literatura urbana de fin de siglo”, carajadas de esas; la obscenidad posmoderna. Algunos, lógico, se extravían en la extravagancia infantil. Otros, en la agresión enfermiza. Lo más cómico, indignante pero cómico, ocurre con los casos de marginalidad simulada. Y lo más patético se presenta cuando la elección de un vicio personal, el consumo de una droga que es apenas otro acto de libertad, o la respetable elección sexual individual, e inclusive el manejo de una lengua académica, son convertidas en señales de un “espíritu superior”, la creación de un nuevo ghetto. Allí si topamos con el provincialismo más ostentoso.

De pronto el descendiente de un pintor famoso nos revela que ha inventado un género literario y cada siete días las revistas de farándula nos cuentan su última pelea amorosa. Leemos el nuevo género y no hay tal. Tal vez lo cierto sea la discordia amorosa.

Es como el tipo que el dìa que va a hablar sobre música caribe, se pone sombrero ladeado y mangas de rumbero. Los otros días, viste como oficinista.

Algunos jóvenes que he visto en talleres literarios se desorientan con las mansiones de García Márquez y con sus poderes públicos, pero no leen su obra, que es lo que cuenta en su formación, ni su gigantesco esfuerzo personal. En un centro de estudios de Cartagena, 28 jóvenes de 29 que había, me dijeron que no querían tratar a García Márquez porque ya lo conocían mucho, pero sólo uno conocía más de un cuento y sólo una había leido “Cien años de soledad”. Estaban hastiados de verlo con sus bufandas triunfadoras en los medios. Yo les dije “no lo vean, lean la obra”. Cuando íbamos a leer “Cien años”, cinco me dijeron, casi al unísono: “Profesor, ¿no hay una versión en video?”. Les dije que no la había, pero en caso de que la hubiera, también leeríamos el libro.

¿Cómo definiría su poética?

Le comenté a una amiga periodista que quien escribe poesía debe tener, como cualquier cantante antillano, sus miedos aguzados. Siempre lo están velando. Yo entiendo la vida, sin poder evitarlo, como la deliciosa y también terrible expectativa de que haya un temblor.

Cierta dosis síquica adolescente es necesaria a la misión. Hay una sabiduría y una madurez que sólo sirven para decir necedades. En el libro “La tribu interior” trato de recuperar algunas dimensiones de la experiencia amorosa en totalidad, y hasta valores en desuso, como la ternura, y experiencias tan complejas como el desamor. La poesía se propone siempre imposibles cotidianos. Barricada que no exime del gozo. Es una estrategia de resistencia que nos obliga a ver todo el mundo, no sólo el que nos gusta.

Creo que la inmortalidad, es decir la posibilidad conmovedora de inventar una memoria que vaya más allá de los huesos del pobre juglar, se consigue mediante muchas formas, todas ilusorias y parciales: una pasión, una conversación, una experiencia, un amor, una amistad, un reportaje, un relato, un poema. Hay que creer en eso. Además, los que son inmortales son los instantes, no la existencia que como totalidad suele ser monótona y con frecuentes espacios de muerte.

Toda experiencia erótica verdadera es una alianza de miedos.

Uno podría temblar por todo, desde el pensamiento de algunos dirigentes de su ciudad sobre el destino de los parques hasta la conciencia de que algún día será inútil y ya no podrá ir al cine. La poesía enseña a compartir el aislamiento del lúcido y el fracaso del amoroso, a soportar la estupidez pública, a evitar la disolución de los lenguajes en el solo gemido audiovisual y a pisar la calle sabiendo mirar para todos los lados.

Beatriz Vanegas Athias