Un Huapití para Fernando Vallejo

No es un creador de geografías. No le interesa fundar, conquistar ni ser nombrado gobernador de los mundos recién conquistados. No inventa nada nuevo ni le da cuerpo a ninguna estructura; por el contrario, éstas suelen perderlo cuando él habla. Fernando Vallejo es, más bien, un hombre con una capacidad de observación envidiable, un escritor que se transforma con la misma facilidad en biógrafo de excepción o en crítico despiadado. Odia o ama con la misma intensidad, y le importan poco las razones, o si le importan no siempre las deja saber. Ama el lenguaje y su autonomía, la poesía y a unos cuantos poetas. Odia la mediocridad y todo lo que huela a pretensión. Habla solamente de sí mismo, inclusive cuando habla de otra cosa, y está orgulloso de ello. Soberbio, deja caer sus verdades individuales como pianos desde las ventanas.

Sus textos escapan a cualquier clasificación que se pueda hacer dentro de la literatura colombiana, pues en ellos la distinción de géneros pierde todo fundamento. El narrador va con la misma facilidad de la biografía a la autobiografía, y su personaje —que también se llama Fernando Vallejo—, evidencia la dificultad que existe de separar a la persona de las voces que ésta crea y, al mismo tiempo, la autonomía que debe mantener el personaje para ser estudiado dentro del texto en el que se desarrolla. Los días azules, El fuego secreto, Los caminos a Roma, Años de indulgencia, Entre fantasmas y La virgen de los sicarios componen su trabajo narrativo; con todo, a pesar de ser seis libros diferentes, no existen entre ellos fronteras definitivas que los separen, sino que, más bien, todos ellos se entrecruzan, se alimentan y se afirman mutuamente como un solo texto, articulando una obra difícil de digerir si se quieren juzgar desde estructuras cerradas o definitivas.

Vallejo dice: "Quería escribir un libro sobre Nueva York, mi estancia en Nueva York, con unidad de tiempo, espacio y acción, con triple fuerza. Pero una cosa es lo que uno quiere y otra lo que uno puede; la vida es así. O por lo menos así es la mía y así este libro, proyecto disparatado. (...) En fin, olvidándose pues de un orden para lo que no lo tiene porque no lo puede tener, sin puesto público como vivo, en el aire, en vilo, desocupado, por fuera del presupuesto y de toda lógica, con el lápiz atrancado y con el alma a la deriva (...)" (Años de indulgencia, p. 93).

"El río del tiempo" es el título con el que Vallejo enmarca su trabajo narrativo. Tiene éste el tono de un diario no muy íntimo y está estructurado en forma de diferentes ciclos o "mamotretos", como él mismo los llama, cada uno un libro individual y en el que la memoria impulsa a la escritura, que se convierte, a su vez, en búsqueda autobiográfica. Fernando Vallejo, su voz, es pues la primera creación de Fernando Vallejo.

En un personaje que se llama igual al autor conviven, sin incomodidad, la memoria y la imaginación, el recuerdo y el deseo. La posibilidad de juego es infinita en el proceso en que el personaje se alimenta de la persona como vampiro, y pone en problemas a los que piensan en la literatura como un intento deliberado de aislamiento del mundo, lo mismo que a aquellos que pretenden hacer sicología con los personajes. Fernando Vallejo hace tinta de la sangre, memoria de la experiencia y literatura de la deformación de la memoria. "A mi memoria —dice—, que es un desván atestado, un basurero, ya no le cabe más. Si quiero meter a alguien tengo primero que sacar a otro". (Entre fantasmas, p. 161). Y metiendo a uno y sacando a otro cuenta, y contando completa otro capítulo, otro chorizo narrativo, otra parrafada de la huella que le hizo a él el mundo y que él, en venganza, saca también.

Vallejo sale de Colombia como escapando. Le ocurre lo mismo que a un par de amantes que, a pesar de ser amantes, están desencantados, e incluso furiosos: no se soportan. Sale de Colombia por aburrimiento y porque se siente agredido por su caos y su violencia, su vocación por la mediocridad, sus héroes de bronce y sus legitimidades de papel sellado; su viaje y sus aventuras por diferentes países son el síntoma de su tedio, y la escritura, como corporeización del recuerdo, el paliativo y el rastro para no perder el camino de regreso al hogar del que escapa. Por eso va a donde sea, a todo el mundo, donde sea nadie, un extraño, un extranjero libre por voluntad propia para armarse de distancia crítica. Vallejo escapa de su país en busca de su propio lenguaje.

Al comienzo de su aventura, aventura personal, crónica egoísta, quiere hacer cine y encontrar lo que le posibilite contar cinematográficamente aquello de lo que ha sido testigo: una Colombia problemática y violenta que, pese a que sigue siendo su único punto de referencia y lo mantiene girando a su alrededor como un satélite, lo llena de rabia y de furor.

Vallejo quiere una película con lo que él ve de Colombia y que nadie más ha sabido —o querido— contar. Deambula por calles, hoteles, trenes o aviones esperando que el monstruo explote y, tragándoselo todo, se convierta en material fílmico. Para él, en ese momento, el cine es el lenguaje mágico que, conocido desde su niñez, tiene la capacidad de aprehenderlo todo en sus imágenes. Empieza a visualizar su película en Italia, al comienzo de sus viajes, pero sólo viene a realizarla, veintinosecuantos años después, en México, geográficamente más cerca de su casa, pero ya perdido para siempre el camino de regreso. Al respecto afirma:

Saliendo del consulado colombiano en Roma, por el piazzale Flaminio, se me ocurrió la película. La vi completa, con sus decapitados, con sus incendios, con su rencor y su furia, con todo su horror, en un instante de iluminación o alucinación que abarcaba a Colombia. Veintinosecuantos años la llevé en el corazón hasta que pude filmar, por fin, en México, reconstruyendo a Colombia sobre el imposible, y nació como tenía que nacer: a medias, obsoleta y vieja" (Entre fantasmas, p. 33). Sin embargo, en el cine tampoco halla respuesta. Las dificultades que encuentra en su camino de director cinematográfico lo desencantan poco a poco de sus posibilidades. En relación con su experiencia cinematográfica, dice: "El monstruo gargantúico, pantagruélico, alimenta su insaciable sed de negativo, que hay que importar, que hay que revelar, que hay que copiar, que hay que editar, que hay que internegativar, que hay que interpositivar, (...). El traqueteo de una cámara de cine tragando película me da escalofríos", se queja. O también: "Veintitreintitantos años me pasé rogando, implorando, suplicando que me dejaran hacer la película (con plata ajena en un país ajeno), en Colombia, para la que la hice, me la prohibió la censura: que era una apología al delito, una incitación a la violencia, una mentira, que Colombia no era así. Allá todos morían a los ciento veinte años de viejos en su cama, tristes de irse pero felices por haber vivido" (Años de indulgencia, p. 57). El cine pierde así su posibilidad de realización, y con ella la de satisfacción. Vallejo y su frustración forman también parte del fracaso cinematográfico colombiano. Y él, que se había ido para contar, no tiene ya ninguna duda de que pertenece a ese país que quería mostrar: "La historia del cine colombiano es la historia de un fracaso —afirma—. Un inmenso fracaso antes de mí, y un fracaso inmenso después. Yo estoy en medio, partiéndolo" (Años de indulgencia, p. 56).

Buscó el cine y fracasó, pero mientras buscaba vivió y mientras vivió escribió. En las páginas finales de su viaje, ya menos nómada y ansioso, y mucho más desencantado, el cine, la película tantas veces buscada y perdida, no pasa de ser una ilusión, un engaño. El fluir del lenguaje verbal, que en principio solamente daba cuenta de su búsqueda o llenaba los vacíos con la memoria de su pasado, desplazó cualquier otro tipo de búsqueda. Dice:

"Y haber vivido tantos años encandilado por semejante embeleco... He vivido, padre, en el error, mea culpa. Cómo pude pensar que un lenguaje tan unívoco, tan artificioso, tan falso, tan burdo, tan ligado a la novedad del día pudiera perdurar y valer más que las eternas palabras, anguilas escurridizas que cuando ya las crees tener en la mano se te escabullen, se te van, se te van como esta línea conmigo y Medellín hacia la nada" (Entre fantasmas, p. 111).

La evidencia del lenguaje verbal en vez del cinematográfico transforma la mirada; si al principio de su viaje escribía mientras buscaba la imagen visual, al final la escritura en sí misma es el centro de la búsqueda. Y tal vez lo fue siempre, la concatenación de memorias e imágenes de su niñez surgía como necesidad de la narración, y éstas ya nacían convertidas en palabras. Así Colombia, el viaje, el cine o el intento de recuperación del pasado que se hace a través de los recuerdos solamente encuentran su sentido cuando sirven como motivo de la siguiente palabra.

Al escribir Vallejo encuentra, entonces, un desgarramiento que lo arrastra hacia adentro, muy al fondo de su memoria, para tratar de dar sentido al viaje, a la aventura interna que lo hace extranjero en cualquier parte del mundo. Quiere hablar porque no está satisfecho, porque no se puede quedar callado y porque su voz, nostálgica e irreverente al mismo tiempo, a medida que cuenta, se va haciendo búsqueda. Búsqueda de nada concreto, su prosa es ociosa y elocuente con la misma intensidad; búsqueda sin respuestas porque para él las soluciones apestan como mentiras. Son las preguntas las que valen, las dudas, la inquietud y el aburrimiento lo que lo empujan. Por eso nunca termina de encontrar, de preguntarse, de criticar con sarcasmo y fuerza corrosiva todo aquello en lo que perciba la autoridad o normatividad absoluta de las figuras patriarcales: su abuelo, Simón Bolívar, el presidente de la república, el Papa, Dios o los maestros de la lengua. Desata temblores e inicia incendios de palabras. Dice al final de El fuego secreto: "Lo último que vi fue el parque, y en el parque, en llamas, el Libertador, la estatua. Ardía el mármol, ardía el bronce, ardía el caballo, ardía el héroe. ¡Adiós, gran hijueputa!". Corre, así, este río del tiempo como los otros ríos, siendo el mismo mientras es diferente. Corre igual en cada uno de sus ciclos, de sus mamotretos. Por eso todos están contados de igual manera. ¿Cómo no, sison el mismo texto? Cada fragmento de su vida es una historia que se entrecruza y se hace otra como el caudal de dos aguas que se encuentran. Recordando recupera un fragmento que lleva a otro y a otro y a otro, y como en un juego la memoria va y vuelve hasta que da la vuelta y se convierte en presente, el eterno presente de la narración. Todas las imágenes que fluyen en él se superponen y se alimentan, y al final cada palabra nueva es un palimpsesto de todas las que ahora han pasado. Pero cuando la memoria cesa, o cuando se detiene, el recuerdo tiene un cauce, una dirección y un sentido. La escritura que se le escapa a Fernando Vallejo es otra vez tiempo recuperado, y es camino de ida y vuelta, viaje y regreso; al principio de sus mamotretos escribía para recordar, para no olvidar; pero al final ya se ha dado cuenta de que al escribir modifica a su acomodo sus recuerdos, y les da un sentido a través de su voluntad, valga decir, de la deformación por medio de su deseo. Así el pasado, su pasado recordado cobra un nuevo valor: es la reestructuración de la memoria a partir del presente, gracias a lo cual éste, a su vez, obtiene su fundamento. Contando recupera, recuperando hace y haciendo da sentido a lo que viene.

No obstante, debe importar ahora si lo que Fernando Vallejo escribe es una novela o una composición de novelas. Nadie sabe qué hace que una novela sea una novela, cuáles son los límites de un cuento o un ensayo, o dónde terminan las libertades de la poesía. La composición de Vallejo no es premeditadamente novelística o autobiográfica. Es una composición egoísta y arbitraria, donde él y su bendita y real gana son el único árbitro. En todos sus textos hace la misma cosa: escribir sobre sí mismo, con su manía de crítico sin remedio, buscando entre todos los fragmentos de su memoria rota un pedazo de su vida al cual pueda aferrarse para decir, sin ningún aspaviento de triunfo, "Yo soy". Él mismo se pretende "Chocarrero, burletero, puñetero, altanero y arrogante" como su libro y, como también él mismo dice, "cuentavidas, deslenguado e hijueputa" (Entre fantasmas). Es que Fernando Vallejo no es sino voz hablando que se escapa por la mano, la boca o los oídos de todos sus secretarios y narratarios, perros, doctores, amigos, secretarias, doctores o lectores. Memoria aglutinada y mezclada por sus manos. Ni cine, ni novela, ni ensayo ni nada parecido: memoria solamente. Afirma con la misma seguridad lapidaria de siempre: "He llegado a la conclusión de que el cine es como la novela, un género artificioso, mentiroso, condenado a envejecer con la vejez más triste y a desaparecer. ¿Qué es eso de andar partiendo la realidad en planos y eliminando dizque «los tiempos muertos» y como el teatro la cuarta pared del cuarto, metiéndose la indiscreción donde no puede estar, reptando por entre las sábanas en la misma cama de los amantes? (...) Si el cine no tiene razón de ser, ni el teatro, ni la novela, ¿qué queda entonces? Hombre, queda la muerte, y en su defecto los recuerdos: el libro de Memorias, que es el género máximo" (Entre fantasmas, p. 163).

¿Dónde termina, entonces, "El río del tiempo"? Difícil decirlo, porque, como río, no hace sino fluir y fluir. Tal vez en Entre fantasmas, el quinto mamotreto de la serie, donde Vallejo se da a la tarea de recuperar a todos sus muertos, y se imagina escoltado por su propia muerte mientras viaja a la casa materna, donde nació. Viajando por su memoria inventa una carrera final desde México, donde reside, a Colombia, otra vez a Medellín, al hogar y al calor del origen. Contando uno de sus sueños de viejo escribe:

"Ahí, en la calle en pendiente del Perú entre Ribón y Portocarrero, a mitad de la cuadra, a la derecha subiendo, en el primer cuarto de esa casa con tres ventanas de rejas blancas yo nací. En ese exactísimo lugar y no en otro de la vasta tierra (...) Ahora sé que lo que me está ordenando ese sueño es volver a ese cuarto de esa casa a esperar la muerte para que así, después de haber recorrido tanto no haya avanzado ni un palmo. Volver, como quien dice, a reunir los últimos restos del naufragio para que juntos se acaben de hundir mejor" (Entre fantasmas, p. 113).

Al final de este mismo libro la noción del regreso y el viaje circular se fortalecen cuando se da cuenta de que el viaje verbal, así como el existencial, solamente podía terminar en el mismo lugar donde comenzó. Si para Fernando Vallejo el principio y el final son el hogar, para la escritura el hogar es el punto de partida, es decir, las primeras palabras de los mamotretos, las que inauguraron "El río del tiempo" en Los días azules:

"¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro y frío del patio, con la vasta tierra, el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia. ¿Tenía tres años? ¿Cuatro? No logro precisarlo. Lo que perdura en cambio, vívido, en mi recuerdo, es que el niño era yo, mi vago yo, fugaz fantasma..." (En Entre fantasmas, p. 178, o en Los días azules, p. 9). El retorno, a lo Ulises, le da, claro, un tono clásico a su obra, y justifica, de paso, el epígrafe de Cavafis que utilizó en Los caminos a Roma: "No encontrarás otro país ni otros mares. Adonde vayas irá contigo tu ciudad. Caminarás las mismas calles, errarás por los mismos barrios, envejecerás en las mismas casas. Tu ciudad te seguirá, no esperes otra. No hay barco ni camino para ti". De ser así, tendríamos que aceptar el final de "El río del tiempo" en este punto, pues como círculo está perfectamente cerrado y toda la historia concluida, esperando solamente la muerte, que para el escritor es el
silencio. Pero éste no ocurre, aún, en Fernando Vallejo. En publicaciones posteriores a Entre fantasmas (1993), la voz de ese Fernando Vallejo aparece de nuevo, fresca, como si nada, contando de sus andanzas en la violenta y casi imaginaria Medellín de los sicarios, esto es en La virgen de los sicarios (1994), o revelando la vida del poeta José Asunción Silva en Chapolas negras (1995), su último texto publicado hasta ahora.

Antes de "El río del tiempo", por el contrario, sus escritos presentan un narrador completamente diferente. Logoi, una gramática del lenguaje literario (1983), o El mensajero, biografía de Porfirio Barba-Jacob (1984), son textos mucho más mesurados. A pesar de que en ellos también es evidente la habilidad investigativa y crítica y su oficio de escritor, aún no están las palabras sueltas, autónomas, fluyendo en desbandada. Y pese a que bajo su superficie ya se adivina la cosquilla, ya se deja ver el tono que va a caracterizar sus obras posteriores, no poseen todavía la narración desbocada de "El río del tiempo".

No se pueden establecer, pues, clasificaciones definitivas en su obra; uno y otro textos se tocan, se agrupan y se rechazan como hermanos. El río del tiempo de Vallejo no es solamente un conjunto de novelas, una historia con beso o sin él al final. "El río del tiempo no desemboca en el mar de Manrique —dice—. Desemboca en el efímero presente, en el aquí y ahora de esta línea que está corriendo, que usted está leyendo conmigo hacia la nada. Pedro en su casa, Dios en su Iglesia, y aquí su servidor que hoy le ha dado por negar la muerte y refutar el tiempo" (p. 103).

Vallejo solamente conoce la muerte de oídas, y a pesar de que siente que lo persigue o lo acompaña, esa muerte todavía no lo ha alcanzado. Todavía la escritura sigue escurriéndosele y la rigidez del tiempo se desvanece entre sus manos para convertirse en materia manipulable y obediente; mientras se es Dios se tiene a la muerte de la mano y no amenazando encima. La línea está corriendo y, con ella, los textos, todos los textos, no importa si ensayo, novela, biografía o autobiografía. Todo es palabra corriendo, escritura. Puede haber tres o diez ciclos, igual la voz se fuga, se escapa buscando el presente, que se aferra, nuevo, todos los días.

En una novela de Boris Vian, La hierba roja1, hay un personaje fabuloso, un perro, "El Senador", que durante toda la novela está buscando una extraña figura llamada "Huapití". No importa mucho cómo es este "Huapití", ni siquiera qué es, sino más bien lo que significa para "El Senador". Este perro tiene la particularidad de ser un perro parlante, con suficiente dominio de la lengua para sentarse a la mesa con sus amos, o para discutir los problemas más serios con ellos o con un gato que, también parlante, es uno de sus principales amigos (magias del plurilingüismo). Pero cuando, al final de la novela, "El Senador" por fin encuentra su "Huapití", el perro se vuelve perro-perro y no vuelve a articular una sílaba. Desde ese momento se queda, feliz y extasiado, echado en un rincón de la casa, babeando a placer con su "Huapití" entre las patas delanteras. El lenguaje es el resultado de una necesidad, la manifestación de un desbordamiento, de un desequilibrio o una insatisfacción. Pide cuando carece y calla cuando posee; el silencio de "El Senador" es ensimismamiento, y el ensimismamiento síntoma del arrobamiento que le produce la plenitud de su placer. Las palabras dan cuenta de lo que hace falta, de lo que todavía está del otro lado, de lo que se adivina pero permanece más allá de la mano que escribe.

El lenguaje, la escritura, es para Vallejo como el "Huapití" buscado por "El Senador"; el grial del deseo, el motivo de la búsqueda y la aventura. La está buscando todo el tiempo, y como, a diferencia de "El Senador", todavía no la encuentra de manera definitiva, sigue escribiendo. La escritura es para él, entonces, su huella y su rastro al mismo tiempo que el camino de regreso y el espejo. Es catarsis, vivencia, entrega, regalo y tiempo nuevo. Lo imposible y lo posible; engaño, trampa y ardid, pero también la inocencia de la voz nueva, el hambre de las promesas rotas y las voces de sus muertos en batalla.

Javier Murillo