Fernando Vallejo y sus tratos con la muerte

Confieso que últimamente he dejado al azar mis encuentros con obras recientes. La publicidad o las recomendaciones poco me sirven en el momento de elegir algún libro o autor, tan dispar y variada es la oferta de libros en el "mercado", aún aceptando que tal especie exista cuando hablamos de arte literario.

Las preferencias personales no se miden por el tamaño de las campañas; simplemente existen las obras y un azar que las congrega en nuestras manos, acaso cuando estamos menos despabilados, cuando no andamos en busca de una sorpresa o de uno de esos autores tan abombados por las promociones que de entrada nos parecen sospechosos. Aún así, el azar sorprende de cuando en cuando nuestra sensibilidad y nos depara, por vías del asombro, una que otra obra.

Por esta vía cae en mis manos la novela El desbarrancadero (Alfaguara, Bogotá, 2001), de Fernando Vallejo, un escritor de quien nunca había oído hablar. Se nos informa en la solapa de esta edición que es autor de cinco novelas autobiográficas, escritas todas en México, donde reside, reunidas bajo el título de El río del tiempo, y es, además, cineasta y biólogo.

De entrada, la novela parece ir naufragando en sus detalles, en demasiadas anécdotas, en un tropel de información en crudo, apabullante, como si tuviésemos que penetrar en un mundo preestablecido sin ningún preámbulo y aceptarlo sin más ni más. Se le admite o no, se sigue en su sintonía o se le
abandona: esa es su apuesta y su riesgo.

En un primer momento no me atrapó, pero en el segundo lo abrí y me dejé llevar por sus leyes narrativas, nada suaves, nada reconfortantes. Por lo contrario, se trata de un mundo sórdido, dominado por el humor cruel, por la escatología, las enfermedades, las drogas, el odio o la locura, pero también poblado de una peculiar sinceridad, expresada a través de un lenguaje cáustico, despellejado, que va entrando en el ámbito de una casa colombiana de Medellín, la familia Rendón, y va como buscando en los intersticios de ésta las claves de una serie de taras sentimentales, sociales y culturales para exponerlas en una red de situaciones fuertes que van urdiendo la trama del libro, sin ambages, de modo implacable, sin retóricas ni dobleces.

Vallejo narra de modo frontal, descarga las anécdotas desde el principio con toda la bilis del caso. El personaje narrador, Fernando Rendón, está ya muerto, pero igual habita en esa casona de Medellín donde acaba de morir de
sida su hermano Darío ("que vive como un incendio"), y se vale del recuerdo de ese querido hermano, vividor, fumador de marihuana, homosexual como él. Son víctimas directas de su madre, a quien Fernando llama la Loca, y del odio de otro de sus hermanos, a quien llama el Gran Guevón, para ir presentándolos en un cuadro bastante corrosivo donde la crueldad cotidiana, los vicios y la desidia van recomponiendo el universo de la novela. No tiene empacho Vallejo en ir describiéndonos la mandonería de la Loca, de su obsesión de entregarse a las enfermedades y los médicos, y en describirnos su "hijoeputez" y la de otros, esto es, "la maldad de un demonio que sólo existe en Colombia, puesto que sólo en Colombia hemos sido capaces de nombrarlo". También nos describe sus raptos de psicosis y su vocación de caos, traducción de un matriarcado ejercido en medio de un enjambre de existencias atribuladas, que sería difícil calificar siquiera de "familia". El componente básico de todos ellos es la desilusión, ese fatum de la despreocupación y la desesperanza que les lanza por el desbarrancadero: de la droga, de la evasión, los placeres fáciles y los paraísos artificiales. Todo esto ha permitido presentar a esta novela como una "metáfora de la muerte", pero también en una experiencia "desolada y conmovedora."

Es obvio que Vallejo ha explorado buena parte de la riqueza sentimental y humana de estos personajes, nos ha brindado un fresco bastante rico de situaciones y de estados de ánimo que son como pesadillas íntimas: todo ello inyectado de un humor implacable, herramienta que usa para sacar a flote todo tipo de detalles escabrosos, mezclando los afectos dulces a los amargos, la ternura juvenil a los estados depresivos, y a conjugar y complejizar los contextos políticos a los tejidos sociales.

La nota editorial nos dice que Vallejo rompe aquí con el punto de vista tradicional del narrador omnisciente, del que todo lo ve y sabe, y asume en cambio su voz propia, su Yo con todo lo que éste implica. Si se nos habla de su carácter autobiográfico; no obstante, si hemos de tomar a esta novela como una crónica donde apenas varían nombres y algunas situaciones, estaríamos corriendo el peligro de identificar la prosa artística con la prosa testimonial o periodística, o acaso con algún viso cinematográfico, con ciertas chaturas y obviedades del cine realista. Pero no, habría que admitir que Vallejo logra encantarnos con este fresco del mal, aún en medio de un lenguaje prolijo, donde algunas anécdotas lucen demás y ciertas situaciones son prescindibles o prosaicas.

La muerte de Darío, principal acicate de la narración, va abriendo vías en la historia y desvelando en medio de la agonía de éste las señas de un destino trágico, o mejor dicho, de los destinos fatídicos que suelen moverse en tierra colombiana, merced a los diversos registros de la vida interiorana, poblada de presencias atávicas y de tratos cotidianos con espectros, donde los fantasmas de la psique acechan a cada personaje y lo lanzan al ruedo de una azarosa existencia; aunque casi siempre tales existencias se hallen bien metidas en sus moldes primitivos, y desde esa misma elementalidad vayan construyendo sus mundos mágicos y reveladores gracias a su humor, a sus aspectos cómicos e hilarantes, sin los cuales la lectura de esta obra resultaría poco menos que una pesadilla.La primera acción novelesca la marcan las enfermedades, el sida de Darío, la sífilis, la adicción a la marihuana, al alcohol, al bazuco, o el paraíso de la comida. Apenas se nos habla de Silvio, el hermano suicida, o de Carlos, que atenua la temperatura mórbida del ambiente. Hay un fragmento genial, donde cielo e infierno están descritos desde una óptica de placer degustativo: "El cielo me lo imagino como unos chicharrones de manteca de cerdo, fritos en si mismos, crepitando de rabia y cargados de colesterol que me forme un trombo que me obstruya las arterias y me paralice el corazón".

Del mismo modo, se puede mostrar la mecánica del poder político en Colombia, que podría resumirse en estas palabras: "Masturba al pueblo, adula a los poderosos, llora con los damnificados, y a todos promételes, promételes, promételes, y una vez elegido proclama a los cuatro vientos tu amor a tu país, pero si te lo compran véndelo, y si no hipotécalo que las generaciones venideras pagan: el futuro es de los jóvenes."

Son apenas dos ejemplos al azar de páginas donde se respira la anti-hipocresía y el estallido de las convenciones: el sacrilegio traducido en la constante burla al Papa, a los curas católicos o a Dios, o la mofa hecha de la institución médica, o la práctica del racismo con los negros o la crítica de la fe. Se abunda en escatologías y se hace énfasis en la fatalidad de los seres y en la pérdida de ilusiones y esperanzas. Por contraparte, se impone la existencialidad, el vivir por el vivir, el goce del instante mientras se pueda.

Lo demás es una visión apocalíptica del existir, del propio país, del destino. Tanto así que Fernando Rendón, el narrador, ya está muerto cuando inicia la historia, y no hace sino reconstruir, desde su propia muerte, el absurdo de la vigilia. Sin más, nos dice el narrador que "el hombre nace malo y la sociedad lo empeora. Por amor a la naturaleza, por equilibrio ecológico, para salvar los vastos mares hay que acabar con esa plaga." Lentamente se va acercando al momento de explicar el definitivo declive familiar. Un crescendo trágico empieza desde la página 164 y ya es imposible detenerlo; como un remolino, la muerte se va tragando todo. El hombre no es allí sino "una mísera trama de recuerdos". Así se dice que "es en la lobreguez viscosa del útero ciego donde se registran todas las desdichas humanas, pugnando por salir", o se nos habla de "la pobre vida, que es nuestra forma optimista de llamar a la muerte".

Tenemos, pues, a un libro que no está hecho para paladares suaves o delicados. Es una obra que hay qué leer con el estómago bien puesto y con la
mueca de cierto ánimo risueño como exorcismo, sino queremos sucumbir al desánimo o la depresión. La novela no tiene capítulos ni acápites, ni separaciones espaciadas. Sería una novela-río de no ser por los párrafos dictados por los puntos y aparte. Hay en ella un diestro manejo de los diálogos y los registros orales y de localismos colombianos, bien insertos en el discurso central. Pese a su cercanía con la crónica y con ciertos giros chatos del periodismo, la novela alcanza buenos momentos expresivos.

Hasta se da el lujo Vallejo de usar la jerga farmacológica y médica y hasta ciertos giros en latín para lograr efectos ridículos, para burlarse de la novela intelectual y de ciertas formas "bellas" de narrar. Sería interesante asistir a la visión de Vallejo sobre Nueva York o México, cotejadas con su escenario colombiano.

De haber sido una novela más extensa, quizá habría sido asfixiante para el lector, con su abalorio de dramas escatológicos y tragedias a la orden del día. Salió en cambio una obra breve, que no alcanza las doscientas páginas. Ello le pareció suficiente a Vallejo para llevar a cabo esta terrible relación de hechos, sucesos o historias "las cuales preferimos ficcionadas que comprobadas" de una familia colombiana de Medellín, en el ocaso aciago del segundo milenio.

Gabriel Jiménez Emán