¿Ubi est Hollywood?

En el espacio de la poesía, donde tantas voces se cruzan, la pregunta sin consuelo del anónimo inglés del siglo XIII, "Ubi sunt qui ante nos fuerunt?" ("¿Dónde están aquellos que nos precedieron?"), encuentra en el otro extremo de su horizonte una inesperada severidad: aquellas líneas de Li Kiu Ling que José Emilio Pacheco ha divulgado entre nosotros: "En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas; / me alejo sin cesar. / No me preguntes cómo pasa el tiempo" (traducción de Marcela de Juan). Entre la pregunta que una tradición literaria ha formulado de tantas maneras y la austeridad con que un poeta renuncia a responderla aun a riesgo de delatar con ello una de las imposibilidades de la poesía, se despliega la última obra de Elkin Restrepo, entre la pregunta y su silencio, sin hacer una concesión, sin la menor lástima.

El libro, dividido en dos partes, se abre con Retrato de artistas, colección de poemas que Restrepo ya había publicado en 1983 y que ahora presenta con algunas adiciones. Todos ellos forman parte de una de las más fieles obsesiones del poeta. En su primer libro, Bla, bla, bla (1967), había hecho algunas alusiones a Buster Keaton y Boris Karloff, e incluso dedicaba un poema a Greta Garbo que puede figurar perfectamente y a pesar del tiempo transcurrido en Retrato de artistas. Sin embargo, en algo han cambiado los años la atracción que el poeta siente por el mundo del cine. En esa primera época de su poesía, el cine se presentaba como el espacio sagrado de un sueño, un oasis donde las ilusiones no experimentaban la menor alteración y permanecían siempre del otro lado de la vida y como defendidas de ella. Simultáneamente, Restrepo advertía la falsedad de aquel paraíso, la evasión momentánea que procuraba, su mentira. Así pues, el poeta derivaba en ese entonces entre el entusiasmo y la denuncia, pero la denuncia nunca alcanzaba a ocultar del todo la atracción que sobre él ejercía el cine: "Como actrices de la pantalla / tomáis todo cerca del corazón, / el ramo de flores, la llamada telefónica, / [...] una cierta tristeza de vuestro lado / y mejor os vais al cine / a soñar con los héroes de nuestro tiempo" (tomado del volumen colectivo Ohhh, 1970, pág. 121).

Comparadas con composiciones de este tipo, las que forman Retrato de artistas son menos ambiguas. La actitud del poeta respecto del cine ya no procede de la fascinación a la denuncia ni viceversa. Un desencanto más cruel ha sucedido: sin benevolencia ni nostalgia la poesía de Elkin Restrepo incorpora el mundo de la pantalla a nuestro mundo, lo sustrae de aquel espacio sagrado donde no lo tocaba el tiempo y lo siembra en nuestro espacio mortal. Aquí ya no se permiten bromas, las fotografías de Hedy Lamarr ya no guiñan un ojo a sus anhelantes admiradores (cf. La palabra sin reino, 1978). Pier Angeli convalece de un intento de suicidio en una cama de hospital, María Félix se pasea por los corredores de una mansión solitaria, Johnny WeissmuIler se desliza en una silla de ruedas, Bela Lugosi frecuenta los cafés y escribe cartas a su madre, Rita Hayworth se arrepiente de haber venido a Bogotá, Lex Barker evita los contratos de la muerte en las calles de Nueva York.



Un territorio de desolación se extiende a la orilla de lo que fue la vida. Cerca de un mar blanco y cruzado de pájaros, o bien en medio de la noche, en el centro de un patio o asomados a una ventana, aquellos que alguna vez fueron jóvenes y célebres contemplan el ir y venir de las gentes o las aguas. No comprenden lo que les sucede. De pronto, como en un fade out, se disuelven los contornos de sus días de esplendor y se transfiguran en la razón de una penuria. Sharon Tate, que se había hecho famosa en la película Don ‘t Make Waves (1966), percibe, desde un espacio donde ya nada importa, "el ir y venir de un mar desolado" (pág. 13). A la actriz mexicana Miroslava, conocida por su participación en Bodas trágicas (1946), dice el poeta: "La vida pasa cálida como una boda / y, allí, donde estás no llegan sus imágenes ni sus rumores, / ni la noche es como un abrazo" (pág. 17). Kim Novak, de inolvidable actuación en La misteriosa dama de negro (1962), declara el estupor que le produce su propia condición humana, la sensación honda de una injusticia:

El tiempo ha pasado y, en la
cómoda, mi ropa blanca está
deshecha
y mi memoria, como un saco
viejo, se apolilla.
[...]
Oh, querido, ¿quién es aquél
que nos da las cosas y
luego nos despoja de ellas sin
misericordia?
¿A dónde fue a perderse mi
belleza, mi dulce vida?

Hay cierta crudeza en la presentación del estupor y el desconsuelo, y cabría preguntarse si esa crudeza tiene algún propósito, si existe alguna razón para sorprender aquello que ocurre tras bastidores y describir la desgracia de quienes amaron alguna vez su propio cuerpo. Acaso ese propósito no sea otro que el rencor, que la necesidad de buscar, ahora cuando se avecinan los días de la vejez, una complicidad que consiste y que sólo puede consistir en la vejez de los otros. En el avión que la trae a Bogotá, Rita Hayworth confiesa una ansiedad:

Allí abajo, allí abajo, la vida es
triste y desdichada.
Al verme pensarán en los años
que tengo y sonreirán burlonamente
y se encenderán los flashes,
y mis ojos, mi piel ajada,
mis labios que tiemblan
se fijarán para siempre.

Hubo una época en que la poesía podía consolarnos del paso del tiempo y, al preguntarse sobre la naturaleza efímera de los hombres y el mundo, alcanzaba ella misma su perdurabilidad, esto es, la perdurabilidad poética de la pregunta. En el caso de la obra de Elkin Restrepo, esa pregunta se ha vuelto contra la misma poesía y la amenaza con el silencio: al "Ubi est Hollywood?" ha sucedido un "Ubi est poesis?" acaso más doloroso y, ciertamente, más próximo al mutismo. La segunda parte del volumen, al que da título, Absorto escuchando el cercano canto de las sirenas, cuestiona la necesidad de la poesía frente al carácter terminante de la pregunta sobre el tiempo. Si en la primera parte Kim Novak experimentaba la sensación de que algo, alguien, tal vez la condición humana es injusta, y se aferraba al pobre alivio que obtenía de la misma expresión de su dolor ("y no quiero, aún no quiero, que mi queja se la robe el viento", pág. 21); en esta segunda parte la sensación de una injusticia se ha transformado en la sospecha de que quizá, quizá el quehacer poético es una equivocación:

Quisiera desmentirse de lo que dice y no dice, ir a tientas.
Quisiera, en fin, detenerse a mirar una nube,
pero sabe que todo lo conducirá a nada,
que cualquier acto es excesivo y que en días como éstos,
afortunados días, nada le resta, salvo caer, ir abajo,
siempre abajo.
No son otras las bondades de su privilegio.
(pág. 50)

Muchas voces ha ensayado el poeta, tratando de conservar la coherencia de una sola voz, que se articule al filo del silencio. Ha intentado la complicidad en la vejez de los otros, la dramatización de sus penurias; ha intentado el diálogo de amor con quien lo ha acompañado durante tantos años, la confesión directa de su propia desdicha, el sueño de una conciencia que desde el centro del poema deja oír un pobre consuelo. Y al cabo, despojado de la desmesura de toda ilusión, sólo quisiera encontrar una dorada medianía, un espacio que se hallara distante de esas voces que lo circundan ("Ni muy alegre ni deprimido, ajeno más bien a todo", pág. 55), o mejor, absorto en ellas, introvertidamente, "quisiera no decir más cosas, quisiera callar" (pág. 50). Delante del tiempo, entre la pregunta y el silencio, he aquí el frágil espacio del poema, su hueca insistencia, su impotencia constante, el canto de una sirena que no nos deja ni nos abraza, un canto o un silencio que todavía no alcanzamos, a punto siempre de resolverse y que se dice y se dice fatigosamente.

Eduardo Jaramillo Z.