No sólo de esperanza vive la poesía

El año pasado Elkin Restrepo dio a conocer una selección de sus sueños (así como suena), de la que ya nos ocupamos en su debido momento. En esta oportunidad se trata de La dávida, libro que aparece, paradójicamente, en una colección titulada Publicaciones Especiales. Cabe la pregunta: ¿qué de “especial” tiene este libro? Trataremos, pues, de hallar el hilo venturoso que constantemente parece negarnos sus dones (o sus dotes). Una simple hojeada permite asociar estos poemos a una de las fuentes que, en la poesía contemporánea, retoman la preocupación religiosa desde el poema mismo. No me refiero a la poesía de inspiración comunitania de Charles Péguy (1873-1914) ni a las odas de Paul Claudel (1868-1955), sino más bien a la experiencia verbal que busca unir la “escisión” de Occidente, digamos, con la “sabiduría” de Oriente (para seguir con la retórica). Pero no es tanto la experiencia religiosa como la representación de una singularísima vivencia a través del poema. Pienso, entonces, en Thomas Menton, o en Brother Antonino. 0cm Gethsemani, Ky (1960), de Ernesto Cardenal. Peno como esta vivencia no tiene restricciones de culto (y en este sentido el satori del zen caenía como anillo al dedo), es más que recomendable la lectura que del instan te hacen un poeta como Octavio Paz y un prosista como Albert Camus. No haría falta ir tan lejos, en vendad, si se tratana de comparaciones. En Los emisarios (1984), de Alvaro Mutis, hay un poema sencillamente extraordinario (Una calle de Córdoba) que termina con estos versos: “Concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden.! Al terminar este jerez continuaremos el camino en busca de la pequeña sinagoga en donde meditó Maimónides/ y seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el mismo pero rescatado y dueño, desde hoy, de un lugar sobre la tierra”.

Me parece revelador que el poema que da título al libro de E. Restrepo trate sobre una visita a un lugar sagrado (aquí no sinagoga: templo musulmán). La entrada en el recinto, motivada por la curiosidad, deviene experiencia única —“como quien no despierta de un sueño”— y simetría borgesiana:

Cada punto podía ser el co­mienzo o el fin y cada columna, trabajada como una joya, el aspecto inusitado de una idea maravillosa de Dios. De un Dios, cierto, lo comprobaba a cada paso, cada que se detenía a mirar un detalle cualquiera de tan espléndida arquitectura, que no tenía rostro ni se servía de imagen alguna y que más bien, para mostrarse, acudía a una perfecta matemática, a una serena abstracción [pág. 48].

Con esto me afano en la constatación: una de las puntas de toda poética es, se supone, el sepanarse de una fuente lingüística que puede ser la tradición o cualquier obra en particular. Hablamos de lo deseado y no de los logros (las más de las veces, tristes realidades). En el pasaje citado convergen, entre muchas, la vena estilística del autor de Las ruinas circulares, amén de una reflexión que, a modo de cierre, abarca tanto a Borges como a Mutis:

Se sintió entonces conmovido y, como un peregrino llegado de muy lejos, quiso postrarse y orar a este dios sin nombre. En el Mirhab, mientras los flashes de las cámaras iluminaban impacientemente los mosaicos y ornamentos y el santuario mostraba su bizantina hermosura, su decaído esplendor, cayó en cuenta que no hay un dios mayor que el Tiempo y que sólo a él servimos. Entendió entonces que no era nadie y se sintió humilde y, como si una gracia lo hubiera alcanzado, quizás digno de la vida. La emoción, que aún llenaba de lágrimas sus ojos, lo obligó a quedarse un rato más. Cuando salió, lo esperaba el día [pág. 49].

Pero si el templo equivale a la pérdida de una conciencia individual, ¿qué ocurre con el lenguaje que la nombra? En otro poema, E. Restrepo homenajea a Bertolt Brecht: “Primero fue fulano y luego fue mengano malas noticias los mataron/ después fue alguien conocido! entraron hasta su cuarto sin darle tiempo a nada! más tarde fue un vecino y luego otro...” (pág. 41). En medio de la más cruel cotidianidad, desea, repetimos, este libro, hay un espacio íntimo y un lapso en los que deberíamos meditar:

y así consumirse en el fuego de cada instante
y perderse en un orden de sensaciones... [pág. 21].
ahora que todo empezaba a llevárselo
cada instante fugaz [pág. 23].

El color de los arreboles el ocaso de una luz hermosa el vasto sabor de un instante... [pág. 157].
mientras creías pensar en otras cosas en fuegos fatuosos sin un anuncio —una ola en el océano— me diera un instante de anonadante belleza
Fuera el que me diera un instante
defulminante verdad! [pág. 60].

Ni lo que pasó ni lo que viene es tuyo
Nadie vive de fantasmas
nadie hace de lo ajeno una historia
Propio es sólo este bastante que pasa
la ola rotunda que te empuja lejos Es todo [pág. 81].

Pero en esos retazos de eternidad no asistimos a ninguna revelación de índole poética, como sí ocurre, en cambio, en las descripciones que del desierto, la costa mediterránea, o una tarde en Florencia, nos da Albert Camus, a quien por nada del mundo se le ocurrió hallar en dichos pagos un festejo de lo numinoso. En La dádiva, por el contrario, éste nos asalta sin previo aviso:

por voluntad de alguna imperiosa divinidad
que obra a escondidas [pág. 29].

De repente nos dimos cuenta que la luz más vasta
que hacía rato
refundía la tarde era ya la noche
Una noche clara y llena de luces como la mirada de Dios
Nos paramos a contemplarla [pág. 51].

Acá en tu cuarto
Dios entibia tu corazón con
la diligencia
y el cuidado de un padre
que hace años se ha ido y
ahora vuelve

llenando de risa y sombra la
casa
No hay palabra suya que
quiera perderme [pág. 53].

En lo banal la verdad construye su gran frase
En el trivial asunto de siem­pre una divinidad se ofrece [pág. 55].

Como una deidad insensata que nada sabe de su intolerable belleza
largo me miras con ojos que no puedo mirar [pág. 65].

Comprenderá el lector de buenas intenciones que no está en mi ánimo el criticar la propuesta religiosa de este libro milos sinceros sentimientos de la voz que en él se expresa (que yo también tengo mi corazoncito, pues, aunque a veces no se note). Pero en materia de poesía es mejor no casarse con nadie, así es que de frente diré que por más que este libro insista en nombrar a Dios, muy poco es lo que en materia poética logra balbucear. A diferencia de la modestia con que los místicos se acercaban a su tema, aquí nos topamos con la figura del poeta como revelador y, por qué no, “angel custodio” (pág. 43). El problema es de interferencia de funciones, ¿no? Como si el personaje del libro no quisiera dejar los beneficios de su modernidad, ni siquiera en aras de un ideal ‘superior”:

el poeta no tiene cara o tiene más de una
su oficio
dadnos a merecer el PARA 150 la dicha
sin su palabra
el mundo es nada
apenas un caso de policía
el poeta camina sobre las aguas [pág. 33].

El último verso es un dechado de vanidad, por decir lo menos, en un libro como La dádiva. Si ese verso viniese de Nicanor Parra (del Cristo de Elqui, para más señas), otro sería el cantar. Lo que ocurre es que Elkin Restrepo recoge también la vena coloquial hispanoamericana y, por lo tanto, la “viveza” de un lenguaje. Lamentablemente la ironia no se lleva bien con la prédica, salvo que uno haga con aquélla el ritmo de ésta. Pero eso sólo Dios lo sabe.

Edgar O´hara, Boletín Cultural y Bibliográfico , Número 28 1991