Conversando con Elkín Restrepo

–Usted nació en Medellín…

–Si, según mi madre, nací en la calle Lima, cerca a la iglesia del Carmen, en Manrique. No tengo ningún recuerdo de ese sitio porque mis padres se mudaron pronto a la calle Pativilca, en la parte alta del barrio Boston. Pativilca es una calle larga, en aquel entonces con rieles, que se mete en la montaña y que sigue siendo habitada hasta hoy por gente modesta. La casa tenía una verja a la entrada, con puntas en forma de lanzas, en la cual un día me enredé,  abriéndome la garganta, y un amplio solar con guayabos y árboles de mango, en cuyas copas pasaba el día, tratando de averiguar que había más allá de las tapias que lo cercaban y, por supuesto, comiendo de los frutos del paraíso.
Un día mi padre regresó a las carreras, antes de la hora acostumbrada. En la calle había una cierta agitación, los vecinos hablaban en voz alta, sin disimular su inquietud. “Mataron a Gaitán”, era la noticia que repetían una y otra vez, con perplejidad y desesperación.

–En esos años descubrió el cine…

–En el 49 la familia se mudó al barrio Manrique, a una casa   donde se decía –era la leyenda–, que existía o había existido una mina de oro. Una mañana quise ir más allá de los predios conocidos y me aventuré calle abajo. La 72 es una calle larga, muy empinada, que atraviesa la carrera 45, la arteria principal, por donde pasaba el tranvía. Allí, a la vuelta, encontré una edificación muy diferente a las otras, con una marquesina donde en letras grandes se leía “Las zapatillas rojas”. Al asomarme a la reja, descubrí con asombro un vestíbulo con carteleras y fotogramas, que anunciaban un espectáculo que desconocía: el cine. Aquel lugar era el teatro Manrique y, pronto, se convertiría en el sitio preferido, donde ví todas las películas que puede ver alguien, que hasta no hace mucho pensaba que el cine era mejor que la vida.
Allí se inició mi educación sentimental. Pobre como era, bastaba que en la sala se apagaran las luces, para entonces empezar a vivir la vida con la que soñaba.
En una época trabajé en el teatro Manrique, haciendo lo que llamaban “la simultánea”. A la una de la tarde del domingo, después del matinal, me echaba al hombro los rollos de la película exhibida, tomaba el bus y los entregaba en el Teatro Granada de Guayaquil, recibiendo a cambio los de la película de la matinée. Esto me daba derecho a entrar gratuitamente a las funciones que quisiera, a cualquier día y hora de la semana e, incluso, si se trataba de películas para mayores, podía subir a la sala de máquinas y verla desde allí. Aprendí a manejar los proyectores de 35mm, a cambiarles los carbones, a raspar y pegar la cinta cuando ésta se quemaba.

–Pero no sólo iba al cine sino que ya leía libros…

–El primer libro que leí me lo regalaron mis padres. Una selección de cuentos infantiles, donde estaba “La historia de Abdula, el mendigo ciego”, una historia que todavía me sigue asombrando. Abdula se encuentra en un camino de montaña con un mago, que le ofrece una pomada que, untada en el ojo izquierdo, permite descubrir los tesoros que encierra la tierra. También le entrega otra que, untada en el ojo derecho, enceguece y hace perder las riquezas obtenidas a su poseedor. Tentado por la ambición, Abdula, después de cargar sus camellos con todo el oro y las joyas posibles, imaginando que el mago lo engaña, se sirve del ungüento prohibido, quedando ciego en el acto.
 
–Dicen los que saben que lo que usted siempre quiso ser fue pintor y que eso era lo que de verdad hacía de muchacho…, pintar…

–En el colegio tuve un profesor de dibujo, un hombre mayor, de origen lituano, que hablaba mal el español y tenía muy mal genio. Se llamaba Eugenio Kulvietiz  y nos enseñó las leyes de la perspectiva, el sombreado, la representación y las virtudes del ejercicio continuo. Con su larga barba, sus anteojos redondos, su delgadez y ademanes finos parecía un pintor de la escuela impresionista extraviado en tierra de bárbaros. Después tuve otro maestro que apodaban “Puñaleto”, quizás porque en Italia hay uno que se llama “Pistoletto”. Durante años dejé el dibujo, hasta que, motivado por las cartulinas que pintaba mi amigo el poeta Daniel Winograd, pasaba las tardes intentando darle forma a lo que se me ocurría en fichas bibliográficas, con un bolígrafo.
 Creció entonces mi interés por los pintores y la historia del arte, y cuando tuve la oportunidad me fui a ver al Bosco y a Velásquez al Museo del Prado. Y, poco a poco, asistiendo a talleres, la práctica del dibujo me fue ganando hasta el punto de convertirse en una segunda naturaleza. Alguna vez José Antonio Suárez me invitó a un taller, que él dictaba en el Taller de Grabado de Medellín, por allá en los 90. Lo mismo sucedió con el pintor Rodrigo Isaza, quien generosamente me abrió también las puertas del suyo.
He pintado algunos óleos y acrílicos y he trabajado el monotipo, el grabado y el dibujo. En 2002, hice mi primera exposición individual de dibujos en de Medellín, con la curaduría del artista Carlos Uribe. Alternar la poesía, el relato y el dibujo me hace sentir muy afortunado. Aunque para cada caso, hay que acomodar la cabeza de manera distinta, su fuente y propósito son los mismos. Recrear, celebrar, inventar la vida…

 –Usted fue reconocido como poeta desde muy joven, recuerdo que a mediados de los sesentas sus poemas aparecían en los suplementos literarios de Bogotá…

–Si, en 1964, siendo estudiante de derecho, El Espectador publicó cinco poemas míos, que Gonzalo Arango leyó. Gracias a un amigo común, José Vicente Latorre, joven escritor muerto prematuramente, él y yo nos conocimos. Un jueves, a las once de la mañana,  nos reunimos en el bar Orquídea, ubicado en el pasaje Junín Maracaibo. Por aquel entonces, Gonzalo era una figura pública muy controvertida a causa de sus actitudes, manifiestos, escritos y escándalos contra el establecimiento. Había fundado el Nadaísmo, y yo lo admiraba. Aquel día, Gonzalo fue como un hermano. Recuerdo, entre otras cosas, que habló de su 33avo cumpleaños, la edad en que murió Cristo; también de lo natural y fácil que se le daba escribir panfletos y libelos contra sus enemigos y, si mal no recuerdo, algo que volvió a repetir en una carta que me envió más tarde, de que el hombre estaba llamado al fracaso, su más reciente tesis, tomada de Goethe.
Su generosidad era cosa sería, publicó varios poemas míos en una antología del Nadaísmo que apareció en El Corno Emplumado, la revista mexicana más famosa de la época por su espíritu vanguardista, y en otra llamada De la nada al nadaísmo y, más tarde, algún párrafo admonitorio en uno de los manifiestos que se inventaba cada semana. Pude haber terminado siendo nadaísta, pero mis tratos con Satanás eran muy tibios en aquel entonces y, después, ya no fue posible.

–Y ganaba concursos promovidos y hacía parte de grupos literarios…

 –En l967, gané el concurso de poesía Vanguarda-El Siglo, con el libro “Bla,bla,bla”, que mezclaba el poema con la prosa y a Cortázar con Nicanor Parra, mis influencias mayores en aquellos días. Nicolás Suescún había publicado algunos en la revista Eco y María Mercedes Carranza otros en el suplemento de El Siglo, donde se agitaban nuevos aires. Por aquellas publicaciones conocí a Darío Jaramillo y a Cobo Borda y, más tarde, a Álvaro Miranda, Augusto Pinilla, Henry Luque Muñoz y Giovanni Quessep. En Medellín, en agosto del 70, publicamos ¡Ohhh!, un libro inicial donde aparecíamos casi todos.
En Bogotá vivía Jaime Ferrán, poeta español, quien preparó para la colección Adonaís de Madrid una selección de la nueva poesía colombiana, a la cual denominó “Generación sin nombre”, apelativo que rápidamente hizo carrera. Miguel Méndez Camacho, David Bonells Rovira, Díaz Granados, William Agudelo fueron también autores que los antologistas, aquí y allá, sumaron a los primeros. Aunque todos nos iniciamos al mismo tiempo, no creo que hubiéramos actuado, como si lo hizo el Nadaísmo, como una generación. No redactamos proclamas o manifiestos, no nos interesó el escándalo, tampoco creímos que íbamos a cambiar el mundo. Pese a que todos éramos hijos de la Rebelión del 68 y la revolución sexual, pronto también, paradójicamente, nos ganó el escepticismo y, cada quien, se retrajo a escribir y a tomar en serio su labor. Algunos, además de la poesía, a la que seguimos siendo fieles, escriben novelas, ensayo, cuentos o incursionan en las artes plásticas o son editores. Cada uno por su lado, afirmando que en literatura, así todo se valga, en últimas, lo que verdaderamente vale, es el logro personal. Con todo, salvo Henry Luque, que murió recientemente, seguimos vivitos y coleando.

– ¿Hace cuanto que se volvió editor?

 –Ahora que me lo pregunta, caigo en cuenta que la labor editorial me ha acompañado siempre. Publicar revistas, hacer libros, es algo hacia lo que naturalmente me inclino. El papel, las tintas, las fuentes, los formatos, los puntajes, el diseño, ofrecerle a un autor la posibilidad de ver materializado, bellamente materializado, su trabajo, es algo que me entusiasma y me permite participar en la labor de otros y, por ende, en el desarrollo cultural de un medio como el nuestro.
En sexto de bachillerato, junto a Hernando Muñoz, hoy sacerdote jesuita, sin un peso, sin saber incluso cómo se hacía una revista, editamos la del colegio Marco Fidel Suárez, en la cual publicamos uno de los capítulos de “El día señalado” de Manuel Mejía Vallejo, que a comienzos del año siguiente, en l963, ganaría el Premio Nadal de Novela en España. Cuando estudiaba derecho, a mimeógrafo, publiqué con Edgar Piedrahita, poeta y empresario, tres números de “Daedalus”, donde aparecieron cuentos de Amilkar Osorio y poemas de William Agudelo. En l973, imbuidos por el espíritu de la época, libertaria e imaginativa, con José Manuel Arango, Miguel Escobar, Jesús Gaviria, Víctor Gaviria, Helí Ramírez, y Orlando Mora publicamos 36 números de “Acuarimántima”. En los 90, con el mismo José Manuel, Fernando Macías y María Adelaida Correa, durante cinco años y once números, publicamos “Poesía”. Y más tarde “Deshora”, la más amplia y bella de todas, que se publicó hasta la muerte de José Manuel, 9 números, y donde participaron también, dado el cariz que queríamos darle, de pulsar el momento presente del país, los periodistas Juan José Hoyos y Mary Luz Vallejo…. Hoy día edito con Claudia Ivonne Giraldo y un grupo de nuevos escritores de Medellín, Odradek, el cuento, primera revista dedicada al género cuentístico que se publica en Colombia.
Cuando la editorial de la Universidad de Antioquia se iniciaba, a finales de los ochenta, tuve la oportunidad de crear y dirigir la Colección Celeste de poesía y narrativa, y, hoy, la de Poesía. Desde hace siete años estoy en la dirección de la revista Universidad de Antioquia, que el año pasado cumplió setenta años de publicarse.
 Pero mi sueño es fundar una Editorial, al estilo de la que Virginia y Leonard Wolf, para curar la locura de la pobre, instalaron en la sala de su casa en Bloosmbury. Libros hermosos, con un tiraje bajo, en papel fino, pasta dura, verdaderos objetos de arte. Y que sus autores, en lo posible, estén por fuera del circuito comercial y, a su modo, calladamente, vayan creando con sus ideas y escritos una nueva realidad artística. Veremos cuándo se cumple.

–Ahora hablemos de su poesía…

–De mi poesía, ¿qué decir? Creo que mi verdadera labor como poeta se inicia con “Retrato de Artistas”, un libro donde comienzo a desarrollar unos temas y logro un tono que es propio. La verdad, necesité mucho tiempo para llegar a esto. Aunque empecé a escribir temprano, hacia los dieciséis años, un lenguaje y una manera particular de percibir las cosas, que es lo que distingue a un autor, no se me dieron fácil. Al comienzo, como todo autor novato, escribía influido por los poetas que admiraba. Además, en esa prehistoria personal, me tocó romper con una determinada lírica, la de tradición francesa y española, y acercarme a otra, mucho más moderna, que expresaba mucho mejor, lejos de toda retórica, la vida: la de la poesía norteamericana, venida del gran Walt Whitman.
Después de “Retrato de Artistas”, con el que, para servirme de la vieja metáfora, iniciaba mi descenso a los infiernos, mi hora de tinieblas, escribí “Absorto escuchando el cercano canto de sirenas”, un libro sombrío y doloroso que, a su modo, radicalizaba los asuntos y motivos del anterior y que, en último término, detrás de un yo poético que no cesa de indagarse, de preguntarse acerca del sentido de su aventura más allá de toda certeza, da testimonio de la muerte de toda ilusión. Morir para vivir, sería su postulado.
Pero no todo podía ser dolor y oscuridad en lo que yo escribía. Si el espíritu cae, me susurraba mi yo poético, también se eleva, y éste, quiérase que no, ha de ser el tránsito que el poeta recorre en su búsqueda. Pagar con depresiones y agonías el aura que destella en los versos, negarse y renunciar a sí mismo, para después, si se tiene suerte, alcanzar la luz y acompañar con su palabra a los demás.
Así me sirviera del modo coloquial, siempre me sedujo el lenguaje: las imágenes y metáforas inesperadas, hijas de un verso suntuoso, los ritmos y cadencias insospechadas, el verbo que ilumina órdenes repentinos que amplían el sentido de las cosas.
 ¿Lo he alcanzado? A ratos siento que sí, a ratos siento que no, brevísimos son los instantes en que, gracias a la poesía, el mundo se ilumina y se transforma, avista realidades más hondas, que no deben permanecer secretas. La realidad es forma infinita pero también el poema es forma infinita, sólo que toda percepción se da en un parpadeo, en una exhalación o una epifanía.
Esta noción es la que cruza los poemas de “La dádiva”, mi libro posterior. Ya  no lo escribe alguien que habita la sombra, sino uno que, gracias al ascenso, ahora canta y celebra la vida. Alguien que ha muerto y resucitado y aspira a merecer el don otorgado. Entretanto el poema se ha hecho más escueto, más sencillo si se quiere. Claro en la expresión, complejo en lo que avista. En una palabra, que no sea ajeno, ni esté desterrado de la comunidad humana. Y que en lo posible ofrezca consuelo y alegría.
“La visita que no pasó del jardín” es mi último libro y quizás el que mayores satisfacciones me ha dado. Otra vuelta de tuerca a la noción que, desde Retrato de Artistas, venía testimoniando y que tiene que ver con la experiencia religiosa de un hombre sin religión. De una mística sin Dios ni iglesia, ni rituales o ceremonias. Versos místicos, si se quiere, sencillos y deslumbrados, como podrían ser los de Adán antes de conocer a Dios. La editorial Arquitrave, gracias a su interés y generosidad, publicó el año pasado una selección de mi poesía, bajo el título de Luna Blanca, un libro que también guardo muy cerca de mí.
Tengo escrito otro, en fase de revisión, del cual puedo decir poco. Por lo pronto, se parece y no se parece a los anteriores y ha sido el producto de una ardua lucha con el ángel. La palabra ya no se me da como antes y, a ratos pienso, que ante tal situación, perdido el don, resta vivir solo en la perplejidad, como los animales o los niños. Con las alas rotas.

––Cuales, son, entonces, a estas alturas de la vida, los poetas que de verdad le han gustado…

–Aunque hay algunos que permanecen, los poetas que leo y me gustan cambian con el tiempo. No soy, para mi mal, de los que tienen libros Biblia. Aunque no me sería fácil desprenderme, digamos, de Homero, Ovidio, Cavafis, Neruda, Whitman, Perse, Jaime Jaramillo Escobar o León de Greiff, para citar unos cuantos, lo cierto es que, llegado el caso,  los cambiaría por un plato de lentejas. Así es de mudable el alma humana.

–Usted quiso mucho a José Manuel Arango, y estuvo con él cuando murió….

–Si, cuando a José Manuel le dio el infarto, Estela y yo fuimos hasta la clínica donde lo atendían desde el día anterior. José Manuel murió cuando iban a operarlo del corazón, murió sin darse cuenta, pero en las horas anteriores había pensado en la muerte con valor y estoicismo. No le había faltado el ánimo para darle instrucciones a su mujer acerca de asuntos prácticos, sobre lo que debía hacerse con los borradores y manuscritos de sus poemas, o acerca de sus funerales. Todo esto en detalle y sin ningún dramatismo. Tan ejemplar fue su modo de morir, como fue su vida. Entendía que la una hace parte de la otra y que hay que llegar a la muerte con los ojos bien abiertos, sin temor alguno. Su sabiduría, como la de los antiguos filósofos, era de ese temple.

Medellín, Junio de 2006
Harold Alvarado Tenorio