De 1989 a 1995, en
seis años, he cambiado siete veces de país y me he mudado de casa en
quince ocasiones. He de confesar que esto rayaba en el frenesí y que
a punto he estado de no encontrar ya país al que poder mudarme.
Reflexionando un poco más sobre el tema, además de las causas
extrínsecas, me he dicho que esto debía obedecer a algún móvil más
profundo. Me encantan estos versos del poeta peruano César Vallejo:
«Vagabundeo sin poseer nada...»
Primera etapa, Berlín Oeste. Vivía allí cerca de la Ku’damm, la
avenida más animada, en un alojamiento facilitado por el DAAD.[1] El
cuatro de junio llegó como un febrón. Mientras atravesaba, lleno de
turbación, la plaza de la Iglesia del Recuerdo, donde el tumulto de
la ciudad queda relegado al exterior, un punk de llamativa cresta de
color rojo sangre, abrió la boca, pero no salió nada de ella. Ese
año todavía existía el muro. Berlín Oeste estaba separado del mundo,
como una isla desierta. Y yo era el Robinson Crusoe de 1989, que
acababa de escapar del desastre del naufragio de su barco. Con mi
maleta vacía, me metí con la cabeza por delante en el bosque de la
lengua alemana, de gramática tan rigurosa. Sujeté en el balcón la
hamaca comprada en México y, tumbado en ella, me pasaba horas viendo
balancearse el cielo de Berlín. Apenas me hube marchado de la
ciudad, cayó el muro estrepitosamente.
Me encontré entonces en Oslo, la capital de Noruega, en una
residencia universitaria. A veces iba a pasear por el centro. ¡Qué
contraste entre el desconcierto y el tumulto que reinaban en mí y
aquel tranquilo puerto! Supe entonces que jamás podría volver a mi
patria.
Apenas llevaba allí dos días cuando se presentó Maiping con su viejo
cacharro que corría como el viento para llevarme a otra residencia
universitaria. Tenía ahora dos maletas, pero me fue imposible meter
dentro la hamaca. Así que la aproveché para hacer un hatillo con la
vajilla y unas cacerolas y llevarme todo a mi nuevo cuarto.
Compartía la cocina con cinco jóvenes noruegos. Lo que me
entristeció fue que cuatro de las seis botellas de cerveza que
acababa de meter en el frigorífico desaparecieron en un abrir y
cerrar de ojos. La cerveza está cara en Noruega. Bueno..., terminé
de beberme la botella empezada y repatrié la última a mi cuarto. Un
profesor nos invitó a su casa a Duoduo y a mí. El hombre nos
obsequió con cerveza elaborada por él mismo. La bebida tenía un
extraño gusto a jabón. Apenas la hubimos probado, nos ganó el sueño
a los dos. El profesor, furioso, se puso a telefonear a todo el
mundo para decir: «Mis..., mis invitados chinos se han quedado
dormidos... ¿Cómo es posible...?»
Llegó el invierno. La Europa del norte me mostró su verdadero
rostro: como de laca negra. Un camarada chino especializado en el
comercio de televisores de segunda mano se apiadó de mí y me regaló
uno. Mataba el rato mirando la tele y bebiendo cerveza tibia. La
lengua noruega me parecía familiar: me recordaba el acento de
Shanbei.
A fuerza de llevar tanto tiempo en Noruega, Maiping mostraba
síntomas de afasia. Por la noche, cuando los dos nos poníamos a
cocinar –cuatro contando nuestras sombras–, [2] guardábamos
silencio. Durante las vacaciones de invierno él se fue a otra
población de provincias a ver a su mujer. El campus estaba desierto.
Un día en que erraba solitario como un alma en pena, entré en un
restaurante chino. Había otro cliente. El hombre hablaba solo, con
ademanes extravagantes y unos ojos de loco amenazadores. Me entró
pánico, abandoné el bol y los palillos y salí corriendo.
Por año nuevo de 1990, dejé la hamaca a Maiping para cuando fuera de
pesca y me mudé a Estocolmo, a Suecia, a un apartamento bastante
espacioso. Los propietarios habían marchado de viaje a la India. De
hecho, yo sólo utilizaba la cocina. A veces me daba una vuelta por
el salón y el comedor, pero era únicamente para cuidar las plantas.
Un grupo de chinos que procedían de unos campos de refugiados de
fuera de la capital fueron alojados allí. Cada uno tenía su propia
historia de exiliado: obreros, comerciantes, estudiantes llegados
del otro extremo del mundo para enfrentarse a la soledad. Nos
ofrecíamos los unos a los otros un poco de consuelo en las tinieblas
en que vivíamos. ¡Es tan deprimente el invierno en Estocolmo! El
sol, apenas amanece, cuando tan sólo se ha alzado un poco en el
cielo, es engullido por la boca de pez de las tinieblas, y a partir
de ese instante de éstas sale una luminosidad grisácea como de moho.
Perdí la noción del día y de la noche, y acabé por mantener corridas
las cortinas durante todo el tiempo. Tres meses después, cuando ya
las plantas parecían a punto de morirse, regresaron los propietarios
del piso. El dueño de un restaurante chino, que tenía buen corazón,
me prestó un pequeño apartamento, a la medida de mi soledad. Alguien
me trajo de Inglaterra una botella de whisky, que me bebí de un
trago. Encerrado en mi cuarto, gritaba como un loco. Me di miedo a
mí mismo al mirarme en el espejo.
Solía compartir mis borracheras con Li Li. Éste escribía poemas en
sueco y ya había publicado numerosas selecciones. Era un mujeriego
terrible: abordaba a las chicas en plena calle. En Estocolmo hay
máquinas tragaperras en casi todos los bares. En ellas nos dejábamos
todo el dinero que llevábamos en el bolsillo. Y después, sin blanca,
caminábamos por las calles con pasos vacilantes. A Li Li lo asaltaba
de pronto una risa histérica.
Después de la primavera, llegó el verano. Yo seguía viviendo con las
cortinas corridas para ocultar el alboroto de las noches blancas.
Aquel otoño fui a dar clases en Arrhus, la segunda ciudad de
Dinamarca. Debía permanecer allí dos años. Anna me encontró un
precioso chalet en alquiler en el extrarradio. Sus propietarias eran
dos mujeres, feministas, una psicóloga y la otra directora de museo.
Vivían con sus respectivos hijos en el edificio principal, y desde
esta posición dominante podían controlar la vida del infeliz macho
oriental que yo era. Por la noche, nuestras tres lámparas
solitarias, asexuadas, dialogaban desde lejos. El pequeño patio
lindaba con la vía del ferrocarril, por lo que los trenes irrumpían
a menudo en mis sueños. Despertaba entonces sobresaltado y veía las
sombras que pasaban por la pared. No sabía dónde me encontraba.
Mis padres vinieron a hacerme una visita y trajeron consigo a mi
hija. Para acomodarnos provisionalmente, me mudé a un pequeño
edificio próximo a la casa de un capitán de la marina danesa.
Vivíamos en el piso de arriba. Por la ventana se veía el mar y la
bandera de Dinamarca. Debajo de nosotros vivía Olaf, un viejo
arquitecto. El sótano lo tenía arrendado Ulla, una joven pianista.
Olaf y ella no eran parientes, pero sus nombres, tan parecidos,
semejaban saludos alegres intercambiados de un nivel al otro, con la
única diferencia de esa «f» final que sonaba como un suspiro por el
tiempo pasado. Olaf vivía solo. Tenía esa confianza en sí mismo
propia de los solteros de cierta edad. Se pasaba el día escuchando
música clásica con un transistor de bolsillo. A veces iba a sentarme
un rato con él en torno a unos vasos de vino. Admiraba mucho a Bei
Yuming, lo cual, como chino, hacía que me sintiera honrado de
rebote. Sin embargo, las casas están hechas para ser habitadas y los
poemas no son sino casas de papel, mientras que su autor puede no
tener casa propia. Cuando me tocaba cortar el césped, Olaf adoptaba
un semblante severo y me instaba a pasar la cortadora; y al rato
estaba yo empujando el chisme y corriendo como un loco por detrás de
la casa. Ulla era soltera. Vivía de dar clases y conciertos. Tenía
la mirada perdida, como si hubiera contemplado el horizonte
demasiado tiempo. Me envidiaba por mis frecuentes viajes al
extranjero. Soñaba con poder trabajar algún día en una gran ciudad
como París o Nueva York. Tocaba francamente bien, pero los sonidos
de su piano no alcanzaban el otro lado de la puerta.
Mis padres y mi hija se fueron. Para ahorrar un poco, me mudé,
siempre en el extrarradio, a una zona de construcción reciente. Los
propietarios que me alquilaban el apartamento eran chinos: un
matrimonio ya mayor, con un hijo, que habían buscado refugio en
Dinamarca después de los sucesos de junio, para disfrutar del
bienestar que ofrecía la vida en este país.
El apartamento era especial. Los cuartos de baño constituían su
centro, y alrededor de ellos se disponían las demás habitaciones,
comunicadas entre sí. Cuando me veía con ánimos, me dedicaba a
deambular de una a otra en el sentido de las agujas del reloj o en
sentido contrario. Mucho me temo que esto fuera fruto de arduas
investigaciones por parte del arquitecto, porque... ¿acaso no es lo
mismo que hacen las fieras encerradas en una jaula o los presos
cuando pasean por el patio de la cárcel?
A principios de octubre de 1992 dejé Dinamarca para viajar a
Holanda. En vano di toda clase de explicaciones, protesté: me vi
retenido en la frontera, con todo mi equipaje, desesperándome. Como
andaba mal de dinero, telefoneé a un amigo de Berlín para que
acudiera en mi ayuda. Él alquiló allí una furgoneta y se vino
conduciendo hasta Dinamarca. Metió dentro mis escasos bienes y mi
pobre persona y, pasando por Alemania, me llevó a Leiden.
Mi alojamiento en Leiden era francamente diminuto. Yo no podía
pasear por él, así que me convertí en un mueble más entre todos los
viejos cachivaches que había allí dentro. La propietaria, Maria,
vivía en el piso; era una viuda enferma de los nervios. Tenía un
hijo que rara vez aparecía por allí. Una vez al año, la mujer iba a
pasar unos días a un convento en plan de psicoterapia. Y de repente
aquella vieja medio loca se agarró a mí como a una tabla de
salvación. Cuando encontraba la ocasión de charlar conmigo, no había
forma de que acabara. Yo hacía todo lo posible para escaparme, pero
Maria parecía tener un sexto sentido pues, cada vez que yo
entreabría mi puerta, allí estaba ella esperándome, para cantar en
francés, recitar poemas en alemán o contarme sus pesadillas. En una
cosa ponía yo mucho cuidado: no la dejaba entrar en mi cuarto
porque, de haberlo hecho, ella sí que se hubiera convertido en mi
pesadilla.
Maria era avara. En invierno reinaban la oscuridad y el frío. Yo
suelo escribir de noche, pero hete aquí que una noche, antes de las
doce, la calefacción se apagó. Al día siguiente por la mañana le
pedí explicaciones; ella no hizo caso. Estuve tiritando durante tres
días, al cabo de los cuales volví a la carga. Acabó por concederme
un gran favor: regular el temporizador para que se apagara a las dos
de la madrugada..., entre quimeras y pesadillas.
La invité al restaurante chino de la vecindad. Ella se había
arreglado a conciencia para la ocasión. Llegué con bastante
anticipación, pero ya me estaba esperando. Probablemente hacía mucho
tiempo que nadie la invitaba. Había pocos clientes. Maria estaba un
poco incómoda, menos locuaz que de costumbre. Pero se puso a
hablarme de cómo fueron los años de la guerra en Holanda, de su
infancia. De regreso a casa, sus zapatos de tacón alto martilleaban
en la calle. Aquella noche no hacía viento.
Cuando me mudé, me invitó a tomar el té en su piso. Le dejé una
dirección. Sus cartas me seguían a todas partes. A pesar de mi
propensión a las frecuentes mudanzas, siempre conseguía localizarme.
Y con cada carta me enviaba un sobre franqueado para mi respuesta.
Yo los tiraba... , no tengo corazón... ¡En este mundo vil nadie
puede hacer nada por nadie!
Antes de marchar a los Estados Unidos, pasé tres meses en París.
Primero me alojé en casa de mi traductora francesa, Chantal Chen.
Está divorciada y con dos hijos que sacar adelante. Vive en una
casita en las afueras, que se ha construido ella misma, sin
arredrarse. Cada vez que yo iba a París, me mostraba los cambios
sobrevenidos en ella: un nuevo aseo, un agujero en el cielo raso
porque alguien lo pisó... Es verdad que tiene cierta tendencia a
quejarse de la vida, pero no se para en eso, sino que se debate con
ánimo entre la realidad y la nada: enseñanza, cocina, traducción,
jardinería. A veces me inquietaba: ¿y si las cosas se le acabaran
mezclando? Por ejemplo, si se pusiera a cocinar libros o a traducir
en verso la hierba segada... Le encanta la danza, la danza clásica.
Sin duda encuentra en ella un medio eficaz para combatir el peligro
de esas confusiones. Yo jamás la he visto bailar, pero me la imagino
en la sala de danza: la veo inspirar lentamente, ponerse de
puntillas, extender los brazos y girar, girar para mantener el
equilibrio...
Mis padres y mi hija vinieron a París. Como Song Ling se había ido
de vacaciones con los suyos, nos dejó las llaves de su apartamento,
situado en pleno corazón de París, en un cuarto piso. Los peldaños
de la escalera de caracol rechinaban como vértebras dañadas cuando
nos llevaban hacia el cielo nocturno de la capital. La ascensión era
penosa para mi madre, que sufría de las caderas; de ahí mis
pesadillas: yo trepaba por escaleras que no acaban nunca. En verano,
París es de los extranjeros. Casi todos los días acompañaba a mi
hija al espacio de juegos infantiles del parque. Me sentaba en un
banco, al sol, y me ponía a leer. Yo era muy sensible por aquel
entonces: cualquier nadería hacía que se me saltaran las lágrimas,
como a esos viejos melancólicos. El libro se escurría entre mis
manos y me adormilaba al sol hasta que mi hija me despertaba.
Aquellos tres meses fueron como la carrera que precede a un salto de
longitud. Dejé a un lado mi hatillo de ropa, tomé un buen trago de
burdeos tinto, y después, tras encoger el cuerpo y hacer un ovillo
de mí mismo, tomé impulso.
El 25 de agosto de 1993, provisto de un pasaporte en el que se leía
«autorizado para emigrar», franqueé la aduana con el ánimo encogido
y pisé un nuevo continente, pero sin el heroísmo de Cristóbal Colón.
Me instalé primero en la pequeña población de Yipsilanti, en
Michigan. Mi primer propietario americano, Lerry, me acogió con una
sonrisa maliciosa. Trabajaba como electricista en la universidad,
era miembro del consejo municipal y miembro también del Partido
Demócrata. Vivía solo después de haberse divorciado, tenía dos hijos
y era propietario de un gato. Además de sus campañas electorales,
pertenecía a un club de solteros, por lo que repartía su tiempo
entre la política y el sexo. No sin buen criterio, porque la
política es sexo público y el sexo es política privada.
Lerry apenas paraba en su casa. Yo leía a menudo en su porche. Había
elegido, en la Universidad de Michigan, un curso sobre la novela, y
tenía que leer cada semana por lo menos una novela experimental
inglesa. Como mi nivel de inglés no era bueno, luchaba
desesperadamente contra mi edad y mi memoria, hasta llegar casi a
aborrecerme a mí mismo. Entonces dejaba a un lado el libro y me
dedicaba a observar a los que pasaban. Nos estábamos adentrando en
el otoño y las hojas amarilleaban ya en todas partes. Al anochecer,
los estudiantes regresaban bebidos, armando jarana. Esta actitud
desgarrada de los jóvenes me traía ecos ya muy lejanos.
El gato rubio de Lerry era feo. Tenía el pelo sucio, la mirada
furtiva. En esto último se parecía a su dueño. Su indiferencia hacia
mí era patente. Si tenía hambre, no venía a quejarse ante mí,
contraviniendo sus instintos naturales gatunos. Mi intuición de
vagabundo me decía que eso era el resultado de un adiestramiento
ad-ministrado en secreto por Lerry. Durante el día solía asomarse a
la ventana un gato negro, que espiaba los movimientos y las mañas
del gato rubio, sin que éste, bien protegido dentro de la casa,
rechistara siquiera. Y así, mirándose el uno al otro, dejaban
transcurrir el tiempo. En cierta ocasión en que estaban así, agarré
al gato rubio, y con él debajo del brazo salí por la puerta de
detrás de la casa y lo dejé en el suelo. El gato negro se acercó y
rodeó al enemigo gruñendo por lo bajo, con una especie de ronroneo
que parecía salir de su vientre blanco. Al rubio se le erizaron los
pelos y fue a meterse bajo la escalera, dispuesto a batirse con la
espalda contra la pared. Pero aunque el gato negro estaba en
posición de fuerza, tampoco se atrevió, por su parte, a actuar a la
ligera. Aquel día el gato rubio comprendió que yo albergaba negras
intenciones hacia él, y dejó de subestimarme. En adelante hacía todo
lo posible para guardar las distancias entre él y yo.
A principios de 1994 me mudé a Ann Arbor, una población situada a
cinco kilómetros. Como no conducía, busqué un alojamiento cerca del
centro comercial. La casa, de una sola planta y de ladrillos rojos,
era francamente fea, pero encajaba a la perfección en aquel marco
moderno junto a unos snacks, la gasolinera y las señales luminosas
de la carretera. Por primera vez sentí deseos de instalarme. Me pasé
toda la semana dándole vueltas a la idea. Y al final adquirí unos
muebles, electrodomésticos y una planta verde trepadora. Con esto y
las instrucciones de uso completé mi idea de «casa». Cuando tuve
todo instalado, me puse a dar vueltas de un lado para otro, contento
como unas pascuas.
Pero no tardaría en cansarme del mismo paisaje y la misma vecindad.
Volví a sentir la excitación del viaje, la misma que siento cuando
subo a un tren o a un avión. Una joven americana me dijo que su
lugar predilecto eran precisamente los aeropuertos, la atmósfera que
reinaba en ellos. De hecho, el viaje es un modo de vida. La vida del
viajero transcurre entre la partida y la llegada, sin que le importe
mucho de dónde viene ni adónde va: lo que cuenta para él es vivir en
la ignorancia a ese respecto y encontrarse a sí mismo en esa vida
nómada. ¡Errar, sí, sin poseer absolutamente nada en el mundo!
Me apasioné por el jazz. Y me entraron ganas de mudarme a algún
lugar de la vieja América. Xu Yong me ayudó a buscarlo en los
anuncios de los periódicos, a llamar por teléfono, a visitarlos. Y
al final lo encontró. Estaba en una calle apartada, desierta; sus
pequeñas casas de madera databan de los años veinte; las fachadas
eran tristes, con la pintura desconchada..., pero todo aquello
estaba en consonancia con el alma del jazz. Aquella tarde eran
muchos los que habían concertado una visita, y se sucedían los que
habían tenido mi misma corazonada. Yo fui el quinto. Pero, puesto
que las cuatro personas que habían ido a verlo antes que yo no
acababan de decidirse, me lo alquilaron a mí.
Escribir es a menudo un pretexto. Cierto día en que yo estaba
sentado frente a la ventana, amodorrado, se me acercó una ardilla
saltando desde un poste de electricidad: se mantenía en equilibrio
gracias al penacho de su cola. Un árbol lleno de rojos caquis
flameaba a lo lejos. En el porche había un columpio de madera.
Cuando te sentabas encima, chirriaban las cadenas.
Yo vivía en el piso de arriba, y abajo vivía la propietaria, una
señora de avanzada edad. Aún no la había visto. Los días en que
pasaban a recoger la basura, se amontonaban delante de la entrada
embalajes vacíos de alimentos. Cierto día, mientras me balanceaba
indolentemente en el columpio, vi que se abría la puerta lateral y
que salía por ella un bastón que trataba de mover hacia el interior
el periódico. Me apresuré a bajar y acercar el periódico a la
puerta. La propietaria era realmente muy anciana: yo diría que ya
había cumplido los noventa años. Hablaba lentamente y sus palabras
se estiraban como si fueran de caramelo líquido. Me la imaginé de
niña en el columpio.
Su hijo, abogado, me explicó más tarde que su madre había sufrido
varios ataques de apoplejía y había tenido que ser hospitalizada en
numerosas ocasiones; pero que, sin embargo, no había querido
mudarse, abandonar aquella casa adquirida cuando se casó. Yo, que
cambio de casa como de camisa, sentí un profundo respeto por
semejante fidelidad.
La espléndida villa de su hijo estaba oculta tras un océano de
vegetación. Su mujer derrochaba afabilidad. Cuando hacía dulces, se
empeñaba en que los probara aunque estuvieran aún calientes. Tenían
de todo, pero seguían arreglando el jardín personalmente. Al llegar
el fin de semana, la pareja se ponía manos a la obra, con sendos
sombreros de paja bien encasquetados y con abundantes provisiones a
mano. Sudaban a mares..., ¿y todo eso para qué? Semejante afición
por las tareas manuales me resultaba incomprensible.
En el otoño de 1995 se reunieron conmigo mi mujer y mi hija y me
instalé en una casita en el Norte de California. Al principio
alquilé un apartamento, pero acabé comprando una casa. A veces,
sentado en el jardín de detrás, me pongo a pensar... Todos estos
años..., tal vez no sea yo quien se ha mudado, sino la escena del
mundo que ha girado a mi alrededor. Vuelvo a pensar en Maria, que
corre en solitario por esa escena, agitando en la mano esos sobres
con direcciones desconocidas, hasta que un viento helado se los
lleve y se pierdan en el aire. Por primera vez tengo ganas de
responderle: «Querida Maria..., a mí no me va mal del todo... ¿y a
ti?»
1. Servicio federal de intercambios universitarios de Alemania.
2. Alusión a un poema de Li Bai (701-765) Liberación solitaria a la
luz de la luna: «Alzo mi copa invitando a la luz de la luna; ahí
está mi sombra delante de mí: somos tres.»

Traducido del inglés por Francesc Roca