Sólo sé que nada sé

Antonio Caballero sabe perfectamente que el desastre de las tradiciones dogmáticas legó a los filósofos un instrumento indispensable: la duda, ya sea en la elegante fórmula utilizada por Sócrates para enfrentar a los sofistas ("sólo sé que nada sé") o en la versión metódica utilizada por Descartes para escapar de la escolástica. ¿Por qué, entonces, no duda nunca Antonio Caballero, por qué pontifica siempre cuando habla de política, por qué está siempre olímpicamente seguro de sus opiniones sobre la caótica realidad que vivimos cuando los demás andamos revolando en cuadro en procura de explicaciones convincentes?

Con esto en mente, hace varios años comentaba yo a una buena amiga que las columnas políticas de Antonio Caballero me decepcionaban -la forma, decía, no es previsible porque Caballero es un malabarista con las palabras, pero el fondo casi siempre lo es y ella me dio una explicación sorprendente: "Es que Antonio Caballero es un perezoso". En ese momento entendí al menos una parte del asunto. Me resultó obvio que Caballero había sacado un puñado de conclusiones definitivas en los tiempos heroicos del post mayo del 68 francés cuando Sartre era el gurú de los autores comprometidos y cuando todas las fiestas comenzaban y terminaban con las canciones de Carlos Puebla: "Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia...". Después, concluí también, Caballero se dedicó a aplicar sus fórmulas semana tras semana. ¿Cuáles son estos pilares de certidumbre inamovible? Que el Estado es malo no importa en qué forma, que el poder y la política son corruptos en esencia, que la democracia es un engaño de plutócratas, que las masas necesitan de guías radicales e iluminados a los cuales hay que extender patente de corso para lo que se ofrezca, que la desigualdad social hace no ya aceptable sino inevitable la violencia revolucionaria, es decir, el amplio espectro del anarquismo litúrgico, combinado con un antiamericanismo sin fisuras y con una noción central que uno no sabe si proviene de las radionovelas de Félix B. Caignet o del pensamiento florido de san Francisco de Asís: los ricos son malos y los pobres son buenos. La plata, pues, de nuevo como estiércol del demonio.

En un principio, la realidad colombiana aportaba a Antonio materia prima a raudales para aplicar con eficacia sus simplificaciones, y el efecto, dada la extraordinaria escritura que no seré yo el primero en reconocerle, era fulgurante. Pero la dogmática está de malas cuando la realidad vira bruscamente, y ni qué decir hay que las cabriolas dadas por el mundo y por el país desde 1970 o 1975 han sido espectaculares. Caballero ha repetido, no una sino muchas veces, que en Colombia no ha cambiado nada en los últimos 30 años (a veces se anima y va hasta el Descubrimiento de América), una afirmación que sopesada sin ayuda de la retórica parece una enormidad. Porque no se necesita ser Sócrates para responder que en 30 años no sólo han cambiado muchas cosas en el país -ni hablar del mundo-, sino que no hay prácticamente ningún fenómeno de importancia que haya permanecido igual. Mucho deterioro, sí, una forma perversa de cambio, pero igualmente recuperaciones notables. ¿Son iguales el Mono Jojoy y Camilo Torres?, ¿son iguales Hisnardo Ardila y Enrique Peñalosa?, ¿son iguales los jerarcas de la Iglesia de hoy al cardenal Concha Córdoba o, un poco más atrás, a monseñor Builes?, ¿había hace 30 años grandes mafias que hubieran comprado congresistas al por mayor como pasó hasta hace tan poco y tal vez todavía pasa?, ¿existía hace 30 años la guerra contra las drogas?, ¿en qué se parece la elección de Misael Pastrana a la que hace un mes llevó a Antanas Mockus a la alcaldía de Bogotá? Hace treinta años la tasa de crecimiento de la población era del 3%, hoy es la mitad; hace treinta años había movimiento estudiantil, hoy no lo hay. En fin.

Presumí entonces que, aparte de la pereza, tenía que haber otro factor que reforzaba la actitud de Caballero. Hoy pienso que ese factor es el complejo de superioridad. Es sin duda este complejo de superioridad el que lleva a Caballero, por ejemplo, a protestar airadamente cuando uno lo cita ("tras tergiversar en dos confusos párrafos lo que yo decía con claridad en uno"), o incluso a exigir de forma arrogante que sus textos sean leídos según a él le parece y sólo según a él le parece ("le sugiero al irritado lector que aprenda, si no a escribir, al menos a leer"), como si sus columnas vinieran con la hermenéutica incluida, actitud más digna de santo Tomás de Aquino que de un columnista laico.

Tras despacharse la democracia como un todo en la columna que yo criticaba -invito a los lectores a re-leerla a ver si es apenas una interpretación mía-, Caballero llama en su ayuda a Max Weber para decir que lo suyo es "ética de la convicción" y no "ética de la responsabilidad". Pues bien, ni siquiera de esa manera puede obviar un problema que se esclareció dolorosamente para la humanidad mucho después de la muerte del gran sociólogo alemán, una vez fueron puestas al descubierto las atrocidades cometidas por Hitler, Stalin y demás padrecitos de la patria. Porque así como Caballero ha dicho que un gobierno de Tirofijo sería igual de malo al que preside Pastrana, tal vez habrá habido intelectuales en el sudeste asiático que por allá en 1974 dijeran que esos muchachos lacónicos y de mirada pastosa que acompañaban a Pol Pot en las junglas de Camboya eran una alternativa más o menos igual, o igual de mala como le gusta decir a Caballero, a la del príncipe Sihanuk, que también aspiraba a gobernar al martirizado país. Casi dos millones de muertos y diez millones de minas quiebrapatas después uno puede afirmar sin titubeos que en el caso de Camboya las alternativas no eran tan iguales, sino tal vez un poco atrozmente diferentes.

En entrevista dada en 1999 a su tocayo Antonio Morales, Caballero decía que él es igual desde que tiene 17 años y que no se arrepiente de nada de lo que ha escrito. No es raro. Lo más difícil para los de la exclusiva cofradía del complejo de superioridad es rectificar sobre el fondo de una convicción, aceptar que alguna vez estuvieron equivocados, esto es, contradecirse, algo que los más aterrizados hacemos cuando los hechos nos lo exigen. Nadie discute que Caballero ha sido muy valiente a la hora de expresar y sostener opiniones que tienen muchos enemigos a la derecha. No obstante, le ha faltado coraje a la hora de mirar en el espejo al soixante-huitard brillante que por allá en 1974 o 1975 sacó las conclusiones definitivas de que hablábamos atrás y lleno de energía moralizante se puso a propagarlas a diestra, y sobre todo a siniestra, sin jamás poner en la menor duda su propia sabiduría. Habría que decirle que él y sus amigos de entonces fueron ligeros a la hora de hablar de las justificaciones de la violencia, habría que decirle que a estas alturas están desacreditadas las camarillas iluminadas que los entusiasmaban, para no hablar de las turbias y sanguinarias que hoy en Colombia andan armadas hasta los dientes y quieren el poder, y que la debilitada democracia del país que también despreciaban con ligereza es lo único que a estas alturas nos separa de la barbarie definitiva. Uno siente que la supuesta infalibilidad de sus opiniones políticas tiene acorralado a Antonio y que por eso se ha puesto tan irritable y pendenciero. En cualquier caso, a mí me parece una lástima que una pluma tan brillante en otras lides se desperdicie como se desperdicia en defender las ideas que adquirió por allá cuando tenía menos de treinta años y desayunaba con baguette. No sé si todo lo anterior me haga, en la vertiente galicada del asunto, un bienpensante.

Pero pensándolo mejor tampoco me importa.

Andrés Hoyos