Rogelio Salmona

Aun cuando se acerca a la respetable edad de los ochenta años, Rogelio Salmona no ha perdido el vigor juvenil que le ha caracterizado. Un talante inigualable del artista que es: el arquitecto colombiano que mejor testimonio de nuestras culturas ha dado en el siglo que acaba de terminar. Y aun cuando tiene y se lo merece, fama de gruñón, ha dado a Bogotá su nuevo rostro amable, porque ha concebido las ciudades y la arquitectura como una manera poética de transformar los espacios, sin destruirlos, sin cambiarles su ser, enriqueciéndolos. Cada uno de sus llamados proyectos ha tratado de identificar qué era lo mejor que merecían para si mismos, a fin de que pudieran seguir viviendo con esos nuevas existencias que el artista coloca sobre ellos. De tal manera que una vez terminadas sus intervenciones sobre los paisajes, esos seres agregados al mundo dan la sensación de estar allí para apaciguar nuestras vidas, para hacernos sentir emociones que permanecen con nosotros, sus habitantes. Emociones contenidas, las llama el poeta Salmona.
Rogelio Salmona nació en París (1929)  pero es bogotano puro. Hijo de emigrados europeos de origen sefardí y occitano, hizo su bachillerato en un liceo para afrancesados y luego cursó algunos semestres de arquitectura en la Universidad Nacional, hasta que su padre lo envió a Paris a trabajar al taller de Le Corbusier, a raíz de los sucesos del 9 de Abril colombiano de 1948, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Salmona pasó casi diez años, dibujando, en el chantier del famoso arquitecto en la rue de Sevres, donde Le petit Salmoná colaboró, junto al mexicano Teodoro González, el indio Balkrihna Doshi y el griego Xenakis, en proyectos como el Plan Piloto para Bogotá, Notre Dame du Aut. y en especial y sobre todo Chandigarh, pero se dio también a la tarea, durante esos años, de encontrarse con su propio pasado, hasta que, luego de un viaje por la España del estraperlo y la pobreza de la tiranía franquista en los años cincuentas, vio de cuerpo entero y con el alma en vilo las maravillas de la cultura del al-andaluz en Sevilla, Granada, Córdoba y Toledo y desde allí descendió a los paraísos del Magreb, de donde saldría la inspiración para levantar la obra que ahora nos ha dejado: un mundo a imagen y semejanza de su alma, que es ya la nuestra. Un mundo cuyos destellos y luminarias están en las llamadas Torres del Parque (1970), la Biblioteca Virgilio Barco, la Casa de Huéspedes Ilustres de Cartagena (1985), el Archivo General de la Nación (1992), el Edificio de Posgrados de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional (1999) o el Eje ambiental de la Avenida Jiménez de Quesada.
Salmona dio a la horrenda capital de la Colombia de la Violencia y el Frente Nacional un nuevo cuerpo y una nueva ánima. Gracias a él nuestros nietos no sabrán más, cuando al fin la muerte se detenga en nuestras calles y campos, de esos despojos que fueron los barrios y las calles bogotanas desde la colonia.
Ahora Salmona se dispone a dar al Barrio La Candelaria, a unas pocas cuadras de la Plaza de Bolívar, en un predio donde funcionó el Claustro de La Enseñanza en el siglo XVII y que luego fuera Palacio de Justicia hasta el 9 de Abril, un conjunto de obras que serán la Sede Alterna para América Latina y el Centro Cultural del Fondo de Cultura Económica de México en Bogotá. Un diseño que incluye plazoletas, terrazas y jardines abiertos al público en unos diez mil metros cuadrados. Allí funcionará una librería, un auditorio, variadas salas de lectura, exposiciones, cafeterías y parqueaderos. El costo total del propósito es de unos nueve mil millones de pesos, en un sector donde están también la Presidencia de la República, la Alcaldía, la Casa de la Moneda, el Congreso y el Palacio de Justicia, unas treinta universidades, otros tantos colegios, siete bibliotecas, incluida la Luís Ángel Arango y varios museos.

 ¿Qué sería a estas alturas de nuestro tiempo, la arquitectura?

Poesía, la arquitectura es poesía, algo muy sentido que se traduce mediante una metáfora construida. Algo así como lo que quiso decir Apollinaire cuando en unos versos pedía dar al presente unas ruinas tan bellas como las que sobrevivieron a los tiempos. Además creo que la arquitectura no se debe hacer en cualquier parte. Hay que hacerla en lugares precisos, característicos, donde haya connotaciones afectivas importantes. No tanto pensando en cómo la gente vive los lugares, sino en cómo desearía vivir en ellos.

¿Cómo fue entonces esa Bogotá que usted transformó en su Bogotá, en la Bogotá que usted quería habitar?

Las ciudades son, con el lenguaje, las más grandiosas creaciones del espíritu humano. Son el lugar de la cultura, los espacios abiertos para que los hombres y las mujeres puedan vivir a gusto. Los lugares donde se asientan las civilizaciones. Son la libertad y la tolerancia. Bogotá sigue siendo un lugar de mucho sufrimiento, pero que no ha sido vencida por el dolor. Hasta los años cuarenta y cincuentas, cuando se hacía un barrio en Bogotá también se construía un parque, y en ese parque estaba la escuela pública, pero ahora poco de eso sucede. Aquí no se educa a los jóvenes en la cultura de la ciudad y por eso se crece sin entender la necesidad de vivir bien y apropiarse de las ciudades y no se quieren las ciudades. Bogotá es una ciudad dinámica, lúdica, desordenada. Que no ha crecido como debió crecer, como si se tratara de un plasma que apenas ahora va encontrando forma y nosotros tenemos que darle ese carácter. Bogotá tiene un paisaje inigualable, con su pie de monte, sus cerros, su sabana. Debemos crear otra vez lugares de encuentro, acabar con las rejas, los sellamientos, las clausuras y proscribir la intolerancia.

Eso quizás pueda conseguirse dando con esa zona cultural que usted ha soñado para el centro de la capital…

Si, porque las ciudades en Colombia, como le decía, se han pensado haciendo énfasis en los planes viales y no en el espacio como lugar de encuentro. Las ciudades hay que pensarlas para ofrecer mejor calidad de vida, de goce y placer. Bogotá tiene muchas zonas desaprovechadas. Si por ejemplo recuperáramos el Parque de la Independencia y lo unimos a la Biblioteca Nacional y el Museo de Arte Moderno con una inmensa plataforma donde se pudiesen hacer exposiciones al aire libre y prolongáramos todo esto hasta el conjunto de edificios llamados de Bavaria y peatonalizáramos la carrera Séptima desde Las Cruces hasta el mismo Parque Nacional, entrelazaríamos muchos sitios del centro con sus bibliotecas, universidades, museos y teatros. Todo eso podría hacerse con grandes caminos peatonales, que fueran hasta la Ciudad Universitaria, el parque de Palermo, la Quinta de Bolívar, etc. Y si hacemos del pie de monte un gran parque bien iluminado, protegido en su naturaleza y a ese inmenso lugar que está detrás de Monserrate lo utilizáramos como un gran patio con campos deportivos, escenarios al aire libre, jardines botánicos y de fauna que los bogotanos pudiesen usar todos los días, imagínese el centro de la ciudad que tendríamos…

Hoy Bogotá tiene un rostro color de los ladrillos y dicen que es por culpa suya…   

Puede que sea cierto, pero eso es una exageración. Hubo, como le decía antes, una época en que la arquitectura aquí se pretendía universal usando toneladas de cemento y a mi me gusta usar el ladrillo, que se hace con el barro y da trabajo a mucha gente. El ladrillo es el mismo elemento con el cual los pobres construyen sus viviendas, y ello constituye algo notable. No hay razón para que la ciudad de los pobres sea de ladrillo y la de los ricos de mármol importado. Me parece que de ser así habría una clara actitud ideológica contra la cual habría que luchar denodadamente. Además el ladrillo es un material que usa con munificencia los albañiles bogotanos. Saben emplearlo y son los albañiles los verdaderos levantadores de ciudades. Hay mucho que aprender de los albañiles, aprender lo que han sabido y experimentado por años y años.
Pero eso no quiere decir que haya que imponer el uso del ladrillo, no. Aunque se ha ido imponiendo y de eso me acusan. Pero era lógico, no. Bien usado, trabajado inteligentemente en función de las características geográficas ha enriquecido los aspectos luminosos que tiene Bogotá. Su color es variable, de acuerdo con la luz y crea destellos de luz y sombras muy bellos. Y la arquitectura debe interpretar esos hechos. Y no todo mundo puede hacerlo impunemente. Yo de verdad me quedo con una mala arquitectura hecha en ladrillo que con una espléndida de aluminio o cemento.
Y eso tiene que ver con la naturaleza. La arquitectura de ladrillo está relacionada con la vegetación bogotana, es una de las tradiciones de la ciudad, usar en forma adecuada su vegetación. Y el ladrillo se presta, precisamente, para ello. Y es nada más y nada menos que la misma tierra. Nada más, nada menos…

Usted ha dicho que hacer arquitectura hoy es también un acto político…

Si, hacer arquitectura en Latinoamérica hoy es un acto político, además de ser estético y cultural. Toda acción que transforme los espacios en función del bienestar, la participación y la apropiación de propuestas ciudadanas para el encuentro y la acción, sean de protesta o de apoyo a las democracias, son necesarias y la arquitectura no puede estar ausente. Porque la arquitectura es la que transforma los espacios públicos y debe resistir los abusos y la especulación urbanas. La estética debe ser una ética.

¿Esa arquitectura como acto político no es acaso una respuesta contra el predominio de la técnica?

La pérdida de poesía de las ciudades colombianas es consecuencia del abuso de los tecnócratas, de su prepotencia, y de la avilantez de algunos  urbanizadores y la pésima gestión de los administradores, que no han entendido, o no quieren entender, que el espacio público, que poco tienen en cuenta, es la esencia de la ciudad. Recuperar las ciudades es recuperar la poesía para la vida. Es volver a componerla transformando el pasado. Pero ahora hay en Bogotá una nueva conciencia, al menos eso creo entender. La arquitectura parece volver a ser un acto importante para los líderes de las ciudades y pareciera, al menos entre una minoría, que quisieran abolir esas concentraciones aborrecibles de grupos humanos. Una ciudad sin poesía es la anti-ciudad. Si somos capaces de recuperar el destino de nuestras ciudades, de hacerlas abiertas, gobernables, donde la gente pueda expresarse política y culturalmente, nuestro destino urbano mejorará y podremos decir que de nuevo sentimos el halo material y concreto de la poesía.

Es verdad que usted se sabe de memoria El cementerio marino de Valery?

No, pero me lo sabía desde cuando pasé por su tumba en Sête, en el sur de Francia, en esa inmensa región occitana de donde venía mi madre. Yo creo haberle oído a Jorge Zalamea decir ese poema. Y siempre retumban en mi memoria sus primeros versos:

Ce toit tranquille, où marchent des colombes,
Entre les pins palpite, entre les tombes;
Midi le juste y compose de feux
La mer, la mer, toujours recommencee
O récompense après une pensée
Qu'un long regard sur le calme des dieux!

versos que me recuerdan, no sé por qué, otros de un mexicano que usted, Alvarado, me hizo conocer hace mil años, en esa cafetería llamada El Cisne. Usted no debe ni acordarse de esos versos:

Un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:
un caminar tranquilo
de estrella o primavera sin premura,
agua que con los párpados cerrados
mana toda la noche profecías,
unánime presencia en oleaje,
ola tras ola hasta cubrirlo todo,
verde soberanía sin ocaso
como el deslumbramiento de las alas
cuando se abren en mitad del cielo

®Harold Alvarado Tenorio