Corolario 
      Dios estaba con nosotros esa noche tras la puerta. 
        Después de todos estos años 
        no tengo la menor duda. 
        No era un estar metafórico. 
        Era estar ahí, como mi mano ahora, 
        o el dolor que nunca cesa. 
        No fue un sueño, 
        ni producto de la imaginación alucinada: 
        estuvo ahí. 
        Seis años he demorado en saberlo. 
        Seis en aprender 
        que cuanto más intensa su presencia 
        tanto mayor su fugacidad. 
      En la cuerda floja 
      La niña camina en la cuerda floja y sabe que día  
        y noche en el ancho mundo, 
        más allá de sus pisadas,  
        asechan para devorarla los espíritus. 
      Su miedo está hecho de banderas negras y otros ojos,  
  de cebras tristes y un acróbata que tras la boca oculta huesos, selvas arrasadas, fuegos, sonrisas que se abren al vacío desdentado de la muerte. 
      Es pequeña y blanda, no más grande que otras que la miran desde abajo con algodón de azúcar pegoteado entre los dedos, envidiando sus zapatillas rosas, el brillo maquillado de su rostro. 
      Bajo reflectores, brazos extendidos a los lados, avanza la niña en el aire alto por la cuerda tan delgada, vence el titubeo del cáñamo trenzado, evita a cada paso caer en la visión que se extiende arriba de ella, abajo, 
      en los centímetros más allá de la línea que trazan sus pisadas. Suena la orquesta, pedalea el oso, marchan en dos patas los caballos, de cabeza se para el elefante. Y de la niña huyen ángeles y almohadas. 
      Tiene cinco años y un terrón de miedo en el medio de la boca, a lo largo de la espalda y en su temblor de cada noche cuando la caída llama desde el centro de su alma. 
      La mala soy yo 
      Las palabras son trabajo y tú las escupes 
        como si fueran balas de salva. 
        Hollejo entre los dientes. Vomitas sonidos. 
        Impune avanzas sobre el mundo. Un perro 
        sarnoso vale más que tú. Para ti 
        todo es lo mismo: una cucaracha un automóvil 
        un terremoto un niño. ¿Dónde está 
        el peso de las promesas? Llevas las uñas 
        y la boca sucia. Te huyo más que a la lepra. 
        Pero estás en el aire, invadiste los sueños 
        de mi hijo. Como si el silencio estuviera lleno 
        de monstruos, también mis amigos sucumben 
        a tu encanto. No saben del maní rancio 
        entre tus piernas. Me da asco ese maní. 
        Me da asco el hueco entre tus dientes. 
        No querías dejarme ir. Movías los brazos 
        como un molino enloquecido, lanzabas 
        palabras para alcanzarme. Maldita televisión, 
        podría llamarse este poema. Así te le pareces. 
        Contigo hice como con ella: te eché 
        a patadas, te prohibí entrar en mi casa. 
        Por amor al silencio, por creer 
        que las palabras significan: 
        en esta película, la mala soy yo. 
      Cuánto tiempo un día 
      ¿Cuánto tiempo puede durarnos este día 
        si cuando arremeten las olas 
        barren con todo: la sombra de las casas, 
        la arena entre los dientes, el vacío 
        que en la mano deja moneda de lata? 
        ¿Cuánto tiempo, si al andar tropiezo 
        con moradas de cangrejos, caigo en remolinos 
        hasta el otro lado del mundo, 
        ahí donde mis brazos 
        no topan con tu cuerpo? 
        Manotadas en el aire, aspas 
        de viento envolviendo la nada 
        de tanto domingo que nunca llegó a lunes, 
        de tantas tardes caídas antes que el sol, 
        de tanta esperanza ahogada 
        en la avalancha de las olas 
        que vienen y van, vienen y van, 
        inmisericordes siempre, 
        como el tiempo, 
        atentas a las leyes 
        de su circularidad. 
             Mori Ponsowy (Buenos Aires, 1967), ha traducido a poetas como Sharon Olds y Marie Howe. Los textos que publicamos pertenecen a su libro Corolario y otros poemas, de inminente aparición en España. Vive en Buenos Aires, donde trabaja como editora.        <<< Volver  |