Hilario Barrero

El regalo

Te bañaste en el río,
con lejía restregaste tu cuerpo,
te impusieron cenizas,
con agujas numeraron tu sangre
y cubrieron de azogue tu mirada
para que cuando mirases sus rostros
te mintieran siempre.

Te vuelven a crecer las cicatrices,
las arrugas perforan los ríos de la piel,
te dicen que el aliento está cansado
de repetir los nombres,
tu imagen emborrona la copia en el cristal
y se pueden contar todos tus huesos.

Antes de irse se lo llevaron casi todo,
agradecidos, te dejaron intacto el corazón.

Desde entonces comprendes el peso del regalo.

Destierro

Vuelves al tener quien te lleve y no porque te esperan.
Hace tiempo que se cerró la puerta
y tu madre no sale a recibirte.
Al regresar envuelves los recuerdos
que te dieron los amigos que han muerto,
y las piedras que cogiste en la playa
y usaste como arras.
Te deshaces de las fotografías
de los cuerpos que entraron en la casa,
pasaron la noche sin dormir,
huyeron con la luz del nuevo día y nunca regresaron.
Cuerpos fogosos de admirables columnas,
por dentro un arsenal de munición troyana
que de haber detonado hubieran demolido el edificio.
Piensas que si regresas
sentirás el destierro de la mirada ajena
que no te mirará ni seguirá tu sombra
como cuando saliste, pues eres viejo.
Quien te lleva es también quien te busca y te conoce.
Temprano o tarde ha de ser tu enemiga.

La cicatriz de la fotografía

De los tres, apenas treinta años, el del medio.
En saunas, cines, bares,
hasta en los urinarios del Paseo de Gracia,
ansiosos labios trampas se ofrecían,
afilados colmillos mordiendo la entrepierna,
bocas que suplicaban la semilla.
Su fruto destacó ya en el colegio
donde cuerpos de cera mantuvieron su peso
y de rodillas mudos le adoraron.
Murió en un hospicio.

El segundo, veintinueve, a la derecha,
lleno de cicatrices, un cristo lacerado,
tan roto que su madre no le reconoció
cuando volvió a morir con ella.
Tanta belleza y perfección, decían,
no eran de este mundo. Fue modelo
de una marca de moda americana
y su cuerpo glorioso con ropas disfrazado,
se repetía en vallas y en revistas.
Murió desnudo.

El tercero se salvó, a la izquierda con gafas,
pero bien muerto está.
Sus nalgas encendían la oscuridad más honda
cuando en el sótano, olor a Crisco y a KY,
una hilera de puños engrasados esperaban su turno.
En el columpio era la perfección en movimiento.
Un bulto negro en la espalda le avisó
y nunca se volvió a desnudar,
ni siquiera lo hizo ante el espejo.

Cuando mira la gris fotografía de los tres
bajando por las Ramblas a lo oscuro,
un fulgor en los rostros, la vida desbordada,
desea desnudarse, salir hacia la noche
y que nadie le tenga que indicar
la vieja cicatriz que le salvó la vida.
Aunque lo intenta su cuerpo es ya ceniza.

Descarga

¡Cómo apuraban la vida,
con qué fervor adoraban a dioses encuerados,
se retorcían excitados al golpe de la fusta,
hundían las lenguas en grutas infectadas,
qué ansiedad por tragar el espeso brebaje
y que pasión ponían al besarse en las sombras!
Ladrando igual que perros callejeros
ofrecían su jungla a todo el que quisiera penetrarla:
uno detrás de otro descargaban y seguían camino.
Cuando se dieron cuenta de que la mercancía
era pólvora impura dejaron de mirarse en el espejo
porque tenían miedo de encontrarlo vacío.
Al quitarse el bozal se dieron cuenta
que ni ladrar podían
y se iban muriendo, abandonados,
uno detrás de otro.


Hilario Barrero (Toledo, 1948), es profesor de español en la Universidad de Princeton. Traductor de Robert Frost, Jane Kenyon y Donald Hall, recibió el Premio Gastón Baquero por su libro In tempore belli.

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