Jorge Fernández Granados

Celebración

Dolor y belleza. Aparecida en la memoria de un augurio, estremecida, resto de una complicada catástrofe en los mapas de la noche, fundas la llama en la madera, el rostro ante la llama, los rostros que se miran y recuerdan. Lleno de una ofrenda me desdigo, nombro la hierba hasta algún verde inverosímil, labro en mi templo los guijarros de tu sueño.

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Limpia del afán de los que ruegan, apenas me adormece tu rodilla, la apetencia de luz que dan tus ojos, tu cuello aprendiz del mármol y la uva, el álgebra de sombras negras de tu pelo. Tibia simetría de curvaturas pensadas por el dios de la materia.

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Gota de una lluvia que te moja desde antes de nacer, tu palabra me recuerda un pájaro en la niebla que se aleja. Templada en la resina de las premoniciones, nave de los viajes diminutos, llevas ese calor de lo viviente que se abraza y escucha el innumerable corazón de la espesura.

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Lo incalculable vigilando el fuego. Todo rema en esa fina languidez de la alegría. Nadie lo sabe (gota, bagatela), antes niega esos centrales linimentos donde lo invisible se alimenta de nosotros, tejeduras, dintornos, vagas formas en el tapiz de la esperanza. Nada queda del amor sino nosotros. Y un calor sobre la pálida madera de los cuerpos que nacen en aquella migración de maravillas, para volver, ya desnudos, deslumbrados, a la sencilla estancia de la tierra. Poco sabemos de lo que nos enciende y nos inventa. Poco podemos aprender en una vida. Nada queda del amor, sólo nosotros.

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Una fiebre que consume y alimenta. Siempre aquella lumbre dolorosa y necesaria. Una y otra vez, el pan necio de la dicha. Aún el radiante ahogo de los que miran arder sus manos en medio de la noche y tiemblan y se abrazan porque saben que nada va a salvarlos, y se asfixian como dos peces en otro mar antiguo y necesario. Aún el brillo del amanecer en los ojos de un ahorcado. La hilaridad del lodo que se enciende sobre la tierra lleno de luz, lleno de horror y de perfume.

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Apenas. Un segundo de semejanzas sumergidas en la piedra de un alcázar y dos monólogos de hueso. Brumas. Bellísimas preguntas que no caben en el cuerpo. Apenas. Una alhambra al despertar en las pestañas. Aquel lugar fijo en el tiempo de un patio de naranjos. Y el pétalo distinto de los tristes. Algo que nos quitó la paz pero que muy lejos yace en sus peldaños de giralda. Un marzo de trenes con arena y emociones amarillas en el lento corazón de los ahogados. Apenas algo incómodo y fugaz, equívoco y deprisa

que aletea y se nos muere. O lo que muerde sin saber el paraíso.

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La claridad de la tarde es un estanque de peces. Ventanas donde todo parece sumergido. Viajeros que pasan y se miran un instante de rápida viveza y luego siguen, van a fundar su reino de canciones y fotografías, de entre cielos. Te lo dije, se llenará de sangre tu boca en el umbral de la hermosura. Descenderá tu mano hasta tocar este breve temblor de la lluvia tras la ventana donde algo te recuerda otros pasos en la nieve y escrita en un soplo de vaho la palabra herrumbre. Una silueta envuelta en un abrigo. Te miro caminar mientras te alejas, junto a esa fuente seca, una vez más como quien vuelve de un viaje muy largo y llena con una sonrisa de humo un siglo de dolor y se despide.


Jorge Fernández Granados (México, 1965) ha recibido algunos importantes premios literarios de su país. Algunos de sus libros son Resurrección (1995), El cristal (2000), Los hábitos de la ceniza (2000).
Rocío Cerón (México, 1972), ha recibido el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen. Su libro más reciente es Soma (2003).

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