Jorge García Usta

Balada de Teresa Dáger

No hubo mujer bajo estos soles
como Teresa Dáger:
mitad cedro, mitad canoa.

Era bella, inclusive, al despertarse
y después de comer ese pobre trigo
nativo.

En las esquinas, a su paso,
hombres sudorosos
interrumpían las liturgias del comercio
y maldecían la muerte.

Era una forma ansiosa.
Procedía de una furia vegetal.

No la salvó tampoco su belleza.
Ahora, a los 80 años,
a diferencia de otras que fueron feas y
felices,
Teresa Dáger sueña sola en el piso quince,
rodeada de zafiros derrotados.

Y solo piensa en ese arriero de Aleppo
que el 7 de Agosto de 1925
la miró con ganas y en silencio
tres segundos antes que su padre
la enviara al destierro de la trastienda

Arenga de las mujeres necesarias

Ah, necesarias para vivir y morir, con sus aguas rezadas.
Antes de llegar, ellas mojaban de cantos todos los asaltos,
los días con sus cejas veloces,
el mayor misterio con su gestión de penumbra.

Anchas, siempre.
Como de plaza o establo, como de río.
Muchos deseos de noche a su tercer labio,
besos mundiales a sus modos montunos.

Vastas, siempre.
Deidades de teta agreste y alma compañera.
Con las espaldas caídas
como tronos milenarios.
Violentas para morir, en la cruz de los mercados.
Y la salud de sus proverbios:
bestias lentas exigiendo carne y viento.

Buenas, siempre.
Locas libres para hacer de los respiros
otra conversación intensa,
para portar el río en la mirada,
ordenar los gastos de cielo,
para fundar en el hombre último
el primer niño.

Necesarias

(a Carmelita Millán)

Postdata para Fellini

No me digas que ahora no hay quien sople
las canciones romanas en el descanso
mientras el actor te mira como a un almanaque cesáreo
y la actriz sueña con darte sus pezones alcanforados
y la película corre como un venado
por entre tus propios callejones de vidrio
y la asamblea de periodistas alcanza
a saber que eres un hombre con éxito y diarreas
y tú haces crecer el mundo
poniendo en una servilleta
esos encuadres descomunales
que parecen simples delirios de El Bosco
gritos crepusculares de Dylan
productos de la siesta sin guardianes
o del prolongado bostezo frente a la plaza
que nadie entiende mientras en otra parte
la luz está encendida
afuera los perros aúllan como lobos huérfanos
las motocicletas pasan creyéndose proclamas modernas
entonces la tía de grandes tetas se desnuda frente al espejo
y de los castigados sostenes
salen las tierras y las enfermedades y las guerras
y por el ojo de la cerradura
el niño mira cómo nace el mundo
adivina el pasado
y sesenta años después muere
con el único ojo que le sirve al siglo
pegado
a esa cerradura.

Del silencio

Cuando ella puso la mano de él
en su sexo intacto
y él usó su mano como quien roza
un fuego nunca prometido

Cuando ella lamió su ombligo
con aquella sed súbita y antigua
y él vio brillar sus nalgas
como una zanja de pedernal en la noche de la selva

ambos supieron que sus abuelos tenían razón.

La mayor pobreza está en las palabras

Tu voz

Tu voz que divide la lástima del aire,
chorro de veras en el surtidor de la locura,
ánima de discordias,

fruta obscena en la pila de las puras.

Tu voz, morral para el desterrado.

Tu voz, que forma corazas de inútil oro
en el muro de la cocina, tu voz que agita
el pesar de la yuca, tu voz que anima
el lodazal y enciende las salas de recibo
donde el gerente ignora al monstruo que lo custodia.

Tu voz que baila
en la punta de los desaires,
címbalo diagonal de nueve condenados,

penacho de maíz flotando
en la plaza moribunda,

principio gemelo de mi mejor porción de almas.

Tu voz
que sabe irse.


Jorge García Usta (Ciénaga de Oro, 1960), hizo estudios de filosofía y letras en la Universidad Santo Tomás de Aquino y ha publicado numerosos trabajos de investigación literaria y periodística. Sus libros de poemas son Noticias desde otra orilla (1985), El reino errante (poemas de la migración y el mundo árabes) (1991), Libro de las crónicas (1989), Monteadentro, (1992) y La tribu interior, (1995).

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