Elkin Restrepo

Despertar

Cada mañana, mientras el corrillo de esclavas
lo baña y unge,
el joven faraón narra a los sacerdotes sus sueños.

Son los consejeros los que insisten
en que, en su tejido y simbolismo,
(mejor que en la caparazón de una tortuga)
puede leerse el destino de la nación

–un destino grandioso por supuesto.

En la alberca la voz todavía aniñada del joven dios
se mezcla a las risas y monerías de las muchachas,
que no parecen caer en cuenta de
la importancia del momento.

Son jóvenes y traviesos (la vida les es leve),
y los ancianos deben guardar paciencia,
porque nadie puede contrariar a su Señor.

No es la primera vez que la labor se dificulta.

¿Cómo impedir que las carreras, los juegos de manos,
los pellizcos, no le hagan olvidar al faraón
sus responsabilidades?
Si se concentrara en lo suyo,
algo sacarían, pero el mozalbete está en su despertar sexual
y prefiere los cariños a las razones de estado.

¿Habrá que acudir, entonces, a las entrañas de animal
para adivinar qué destino aguarda a Egipto?

Los magos dicen que una bestia sacrificada
nunca dará tanta seguridad como los sueños de un dios.

Son cosas de la edad, ya pasará, se resignan.

Han de esperar, pues, a que el Faraón se canse de las
travesuras (censurables por olvidarse de su condición
divina), y revele al fin sus sueños,

sueños que todavía poco o nada muestran
de particular –cuchichean los ancianos–
al menos en aquello que ellos ya conocen.

Un sacerdote de Quetzalcóatl

Esta mañana, como tantas otras veces,
ha desfilado con la comitiva de su Señor
y, desde el palco, ha asistido a las ceremonias
y las danzas guerreras
y ha advertido que este año los penachos
son aún más suntuosos
y más festivos los cantos de las gentes.

Su corazón, sin embargo, estaba en otra parte.

¿Qué hubiera respondido a su Señor
si éste, entusiasmado con el espectáculo,
le hubiera pedido consejo acerca de a quién obsequiar
el cuchillo de jade y piedras preciosas,
emblema imperial,
entre el grupo de bailarines?

Una respuesta impensada hubiera despertado
las suspicacias de su Señor,
y él, uno de los Sacerdotes,
un miembro prestante de la comitiva,
tiene que cuidarse,

no puede olvidar que los asuntos terrenales
(que copan cada vez más su tiempo),
hacen parte también de su ministerio.
Por ellos, ¿cómo desconocerlo?,
ha perdido la visión interior del dios,
su entrevista luminosidad.

Desde que su Señor, como una gracia real,
lo designó para integrar la comitiva,
tuvo que renunciar al indispensable recogimiento,
sin el cual el corazón se empobrece, se vuelve un fruto seco.

Lo suyo, sobra decirlo, es la meditación, la plegaria,
y su Señor se equivoca cuando envía por él a la celda.

Si es un reconocimiento lo que quiere hacerle,
en lugar de los pabellones y certámenes públicos,
su Señor debería olvidarse
del siervo más humilde de Quetzalcóatl
y permitirle el correcto cumplimiento de su sacerdocio.

Inconformidad

Al amanecer el cielo es azul como el baldosín
y las columnasdel palacio,
pero no tardará, bajo el sofoco de las horas,
en tornarse del color de la arena.

Desde su alcoba, el faraón observa
al curvo y cenagoso Nilo,
y lo compara con el abrazo posesivo de su esposa.

Su esposa, grácil y arisca como un ave,
para quien la noche no es suficiente,

ni suficientes las promesas y caricias,
ni la incandescencia amorosa de su consorte.

Hoy, olvidando que el faraón se debe también a otras tareas,
persiste en su deseo de tenerlo cerca
y no permitirle abandonar la alcoba.

En la intimidad, la pareja real se comporta
como una pareja común,

comunes y desbocados son los reclamos de ella,
tiernas y sonreídas las respuestas de él.

Se aman y, así descrean de ello, es el amor
(no los oficios de los futuros embalsamadores)
lo que los hará inmortales.
El carácter de su pequeña
(desposada para pactar la alianza
entre el país del norte y el país del sur),
es salvaje y juguetón,

y al faraón le gusta compararla con una pantera nubia,
que un día terminará despedazándolo de un manotazo

(así, entre beso y beso, se lo susurra al oído)

si antes no lo hace él –algo que nunca sucederá–,
con el arbitrio de su poder divino.

Para ver aquel cielo del amanecer, el faraón
ha abandonado el lecho y se ha asomado a la ventana.

Mientras tanto, mohína, inconforme, la amada muchacha
se recoge el pelo y comienza a fabricarse una trenza.

Pronto el color del cielo será el del pantanoso Nilo.
Un color reverberante y sin fin, de aldea perdida.

Y ardiente, como el abrazo de su esposa, será el día.

Mandamiento

Hoy, de nuevo,
el largo ceremonial lo espera.

Hoy, como cada día,
desde hace cincuenta años,
tendrá que acercarse al templo
y, frente al altar,
entre plegarias y sahumerios,
pedir el beneficio divino.

Cincuenta años son muchos años,
y ya se siente cansado.

Por él, se quedaría en casa,
entre sedas y almohadones
aprovechando la fría mañana.

(Tantos años le han permitido conocer
lo que el corazón del hombre guarda.

Ambición, violencia, locura,
no es otra cosa lo que allí anida;

allí,
donde sólo debía llamear la ensoñación divina).
Y –como un actor
que reniega de su arte–,
duda si valdrá la pena
vestir otra vez los hábitos
y cumplir el ostentoso rito
que, la verdad,
ni a dioses y hombres importa ya mucho.

Por él, se quedaría en casa.

Pero algo en su interior,
un mandamiento que no puede evitar,
le dicta que precisamente hoy,
por más pesado que se le haga el trajín,
no ha de faltar a sus obligaciones.

Y, otra vez,
no importa que el día esté ventoso y frío,
el sumo sacerdote deja a un lado sus dudas,
se acerca al templo
y cumple el largo ceremonial.


Elkin Restrepo (Medellín, 1942), abogado de la Universidad de Antioquia y profesor titular de la misma, fundó con José Manuel Arango las revistas Acuarimántima, Poesía y Deshora. Actualmente dirige un Taller de Lecturas en la Biblioteca Piloto de Medellín y la revista de la Universidad de Antioquia.

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