Marco Lucchesi

Soledades

Je pense à toi, Myrtho, divine enchanteresse.
Gerárd de Nerval

Madrugada. Hora de los seres ensayando la muerte.
Me despierto en Ouro Preto. Acabo de soñar con la iglesia de San Francisco. En la máquina del sueño, ángeles operaban misteriosos engranajes y la iglesia flotaba en densas brumas. Me visita el insomnio. Me falta el reloj, y espero por el fin de la Madrugada. Sucederá cuando los cielos ya no soporten el peso de los astros y se desplomen sobre nosotros; sucederá cuando las mareas revueltas agiten los océanos, lanzando contra las playas a sus muertos; sucederá cuando los árboles pierdan su follaje y se retuerzan bajo la tempestad ardiente; sucederá cuando las montañas, libres de sus raíces más profundas, abran las heridas de sus abismos; sucederá cuando los ríos rehusen el coleante recorrido de las aguas, para detener las horas; sucederá cuando la sombra y la claridad vuelvan al principio original que las engendró, multiplicando ocasos; sucederá cuando los números y las palabras pierdan la significación ante la mirada misteriosa de los gatos; sucederá cuando el tiempo no sea nada más que una ligera cicatriz en el cuerpo de la Historia; sucederá cuando todos los serafines pierdan las propias alas, quemadas por una extraña alegría de vivir...
... entonces oiré tus pies desnudos que acarician la hierba, posan como pájaros en amor en la madrugada. Tus ojos serán como auroras presentidas – y sin embargo ignoradas – iluminando mi espera. Tus manos serán como alas de sombras perfumadas por los vientos del Atlántico. Tus senos serán como dos crías gemelas de una gacela pastando entre los lirios. Tus labios van a guardar el zumo precioso de las jabuticabas, y tus dientes serán como rebaños de ovejas trasquiladas, y tu rostro será un jardín misterioso donde las rosas jamás conocerán el invierno.
Estaré bajo los pórticos de Ouro Preto, en el altar de San Francisco. Cirios han de iluminar el matrimonio. Estaré entre los locos y las prostitutas, adivinando la huella de tu perfume y la sombra de tu abismo. Estaré en Canudos, no Alto do Mário. Bajando el Nilo, cerca de Luxor. Con mis amigos, en Venezuela. En los arrabales de Buenos Aires. Subiendo la Mouraria, en Lisboa. Rumbo a Juazeiro. En Janículo, en flor.
Por todas partes y en parte alguna.
Esperando. Como quien espera – despierto – el fin de la Madrugada.
¿Tu nombre?

La ciudad y el deseo

Damasco: ciudad santa. Punto de partida para la Meca. Y sus peregrinos – llegados de las más remotas partes de Libia y de Tanzania, de Egipto y de Marruecos, de Persia y de Sudán –, para visitar los túmulos de Hussein y de Fátima, antes de la meta entrevista, perdida en las arenas.
Ciudad de los ciento cuarenta mil gatos. Ojos esmeralda. Tesoros del Paraiso. Aun del Monte Qassium, donde casi se cumplió el sacrificio de Isaac, Damasco parece hervir, con sus incontables alminares, en la meridiana claridad del desierto, que le enmarca el cuerpo, y cuyos beduinos, hoy y otrora enamorados, soñaban con las aguas de Barada y sus jardines.
Peregrino de la nada, conquistado por ciudades más o menos santas, visibles o intrigantes, Damasco es para mí una de las más sinuosas... Le deseo las formas. Los secretos del cuerpo. Caminar por las calles olvidadas. Juegos de acaso y previsión. Conocerle las partes sensibles. Flores, inciensos, especierías. Saber que se trata de ésta, y no de otra ciudad. De ésta, y no de otra mujer. Damasco abraza este enamorado de la soledad, de las altitudes olvidadas del Mar Musa, y me devuelve a la vida en los fuertes colores de las alfombras, turbantes caucáseos, del blanco inmaculado de los príncipes del Golfo. Me dejo estar un buen rato, desadquiriendo soledad, mi columna de estilita, para sentir de cerca el olor y a qué saben las calles, me bajo de las altitudes de mi columna-montaña – nieve y certezas glaciales – y vuelvo a insertarme en el mundo, como un simeón de los pobres, de la gente simple, de esos olvidados, para quienes Damasco no es más que remota posibilidad. Sentí, en sus brazos, que mi urgencia, mi herida es algo que apenas sé soportar en medio de la muchedumbre, en medio del ruidoso silencio. Todo me encanta. Todo me fascina en Damasco. Sus atrevimientos y delicadezas. Su cuerpo. Las fuentes que me sacan la sed. La planta de los pies. Los ojos verdes del Islán. Los senos anaranjados de Beká. Amo la ciudad al anochecer, cuando la veo en su desnudez, la mesquita de Al-Ualid, al fondo, abriendo sus puertas, durante la madrugada, mientras espera a la mujer del Día del Juício, y el áspero combate de Jesús. Como es bella Damasco... Sus labios, pozo de aguas claras. Sus ojos, bálsamo de redención.

Teatro de sombras

Un país exiliado por detrás del Sol.
Abgar Renault


No obstante hubo una noche más fría. Un cielo estrellado y sin Dios. Fue en Canudos, en el interior de Bahía.
La idea de ir hacia allá me vino de las primeras páginas de Os Sertões. Tenía entonces diecisiete años, y la obra de Euclides se me hizo tan espantosa como la Iliada. Fue un asombro. Sentí la necesidad de conocer mejor el martirio de la tierra para alcanzar el martirio del hombre, tan imbricados aparecen en Os Sertões. No había sido el propio Conselheiro la síntesis terrible de una anticlinal? Me sentí atraido a recorrer los sertões 1 más olvidados de Brasil. Como quien buscara el perdón de un crimen no cometido, sentimiento difuso y originario desde la lectura de Euclides.
Octubre del 96. El momento parece adecuado. Las aguas de Cocorobó bajaron a tal punto que dejaron visibles las fundaciones de la iglesia nueva, mandada construir por el Consejero, y destruída por Arthur Oscar. Yo buscaba el suelo sagrado que emergía misteriosamente de las aguas del azud. Era necesario llegar allí. Sufrir las agruras de la carretera. Sentir las garras de la distancia. Como si en Canudos yo pudiera encontrar una redención que me librara de esa culpa atávica. Decidí viajar con algunos amigos. Unas ganas inaplazables de conocer Brasil. De la literatura hacia la geografía. Del litoral hacia el interior. Canudos fue el emblema radical de la compañía. El itinerario coincidió casi integralmente con el de la Segunda columna de la cuarta expedición, comandada por el general Savaget. Coincidencia irrelevante e impar. Era otra mi expedición. Partimos de Aracaju, antes mismo que el día naciera. Llegamos a Carira, última ciudad de Sergipe. La carretera llena de piedras, dejamos Jeremoabo hacia atrás. Un paisaje absolutamente nuevo y que me parecía extrañamente familiar. Algunos rarísimos pueblos rompían tímidamente la desolación incomparable de la caatinga. He aquí el sertão euclídeo 2 . Empiezo a sentir la vegetación disforme, malezas requemadas, árboles caducos, hojas urticantes, ramas secas, resecas, revoltosas, evocando un bracear inmenso, la tortura de la flora agonizante. Puedo identificar facheiros y mandacarus, xiquexiques y palmatórias 3 , además de la terrible y espinosa favela. Yo me acordaba de Fabiano y de sinhá Vitória, de Vidas secas, cuando, en la llanura enrojecida, juazeiros ensanchaban manchas verdes. He aquí el sertão bravío y sin remanso, con sus parajes impresionantes. Me deparo con la sequía y sus fantasmas. Carcasas de bueyes. Gallinazos. Carcarás. Vaqueiros 4 encorados y sus tristes aboios 5 . Los ardores de la canícula. La nostalgia del agua. Pienso en las profecías del Conselheiro 6 : El sertão va a volverse mar y el mar va a volverse sertão. Habrá mucho pasto y poco rastro. Un sólo pastor y un sólo rebaño. Muchos sombreros y pocas cabezas. Una lluvia de estrellas. Un ángel va a pregonar sermones por las puertas, haciendo pueblos en los desiertos, erguiendo iglesias y capillas, dando sus consejos. Tengo sed. Un ... amargo en la boca. Los pensamientos desordenados. Observo que el río Vasa-Barris garantiza el verde escaso que le acompaña el trayecto sinuoso. Cien años, y el tiempo que no pasa.
Más de siete horas de viaje, dos ruedas averiadas, el calor implacable, y, de repente, una insólita elevación, el Alto de Mario. Subo por la carretera coleante. Vuelvo a ver los árboles retorcidos y desnudos, quixabas y macambiras7 . Por todas partes, un silencio colosal, un silencio épico, doloroso. El más triste silencio de mi vida. Como si adivinara la sangre de la que se nutre este silencio-vampiro. El Alto de Mario es rojo. Paisaje marciano. Piedras esquistosas, abrasadas por el Sol. Tengo la impresión de que un incendio está a punto de comenzar. Presiento las llamaradas. Con un andar remorado, me acerco a la cruz, solitaria, como para ser testigo de todo lo que ignoro. La distancia, una pequeña mancha de agua. Dios mío: ¡Canudos, sumergida! Mejor apurarme. El crepúsculo se adelanta. Un pedazo de la carretera sagrada de Maçacará, por donde caminaba Antônio Conselheiro. Después, el Valle de la Muerte, que hoy está dentro de una finca, y – tomado por un dolor universal – contorneamos el azud de Cocorobó, que ya no se puede atravesar enteramente en barco. Pasamos por el Sargento. Y, al caer de la noche, llegamos a Canudos.
Noche de Luna llena. La Luna que, en sus sueños cósmicos, tanta cosa hubiera dicho a los conselheiristas, y que hubiera presenciado todas las atrocidades dirigidas contra Belo Monte. Quiero tocar el suelo de la iglesia nueva.
Entro en una canoa absurdamente frágil y en la que entra mucha agua. Es de noche, como saben ser nocturnas las noches del sertão, más silenciosas que el ruidoso mediodía. Llego a una isla. Avisto la cruz de la iglesia. Oídos abiertos, me imagino los sermones, perdidos, de Antônio Conselheiro. Como si fuera posible entreverle el rostro hecho calavera, la barba inculta y larga, la mirada fulgurosa y profunda, el hábito azul de brin americano, abordonado al bastón, el paso tardo y grave de los peregrinos. Le siento el espasmo asombroso de la santidad, en contra de sí mismo, quizá, así como el dolor profundo por el altar arruinado, por los santos destruidos. Antônio Conselheiro aquí expiró. Fue a convocar en el Cielo un ejército de querubines y serafines, como en el Taso. Comenzaba el fin del mundo. Pensé en la cadencia melancólica de los rezos, refluyendo en las lejanas montañas. La campanada del Ave Maria que traspasa los descampados. El viejo Timóteo, que llama para el ángelus, mientras que las balas rebotaban en la campana. La torre desmoronándose, y Timóteo muriendo, aplastado. ¡Soportar el peso de este silencio! Sombra en el corazón. Barro en los pies. Dejo la iglesia de la isla. Una vez más, contemplo aquellas aguas. Vuelvo remando sobre la romería de Canudos. Todo sumergido. El cementerio, la culpa y la historia... Pero lo que queda de Canudos, cuando se recorren los sertões agros, ese paisaje de plantas xerófitas y carcasas, fijadas por Euclides, lo que queda de Canudos cuando sentimos la profundidad dolorosa y ardiente del conflicto, golpes tremulantes repercutiendo en los latidos del aire, cuerpos actuando contra el fondo azul del cielo, hombres valiosos como João Abade y Pajeú, mujeres imbatibles que soportaron el cerco, la gloria de sus cuerpos deshechos, aplastados por el hambre y por la sed, lo que queda de la visón de ese paisaje sumergido es el sentimiento de alta reverencia por los conselheiristas, cuyos descendientes aún traen en la cara las marcas de un sufrimiento atávico, más indeleble que mi culpa, pues ya no esperan ninguna redención.
Lo que queda de Canudos es el sentimiento doloroso de que el futuro no ha llegado a los sertões. ¡Pasaron cien años, pero ha sido ayer!
¡Dios mío, perdón!


1 Región del nordeste de Brasil muy desértica y pobre.
2 El autor se refiere a esta región que forma el escenario de la obra de Euclides da Cunha.
3 Nombres de plantas que consiguen sobrevivir en esta región tan desértica.
4 Término usado para designar a los hombres que guardan el ganado, semejante a los gauchos.
5 Canto triste de los vaqueros.
6 Personaje histórico, líder de la guerra de Canudos. (Notas de la traductora).
7 Árboles de la región.


Marco Lucchesi (Río de Janeiro, 1964), es poeta, traductor y editor. Ha publicado entre otros libros Poemas reunidos (2000), Poesie (1999), Bizâncio (1998), Os olhos do deserto (2000) y Saudades do paraíso (1997). Los textos que publicamos fueron traducidos del portugués por Diana Araujo Pereira.

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