Eugénio de Andrade
por Andityas Soares de Moura

No conocí personalmente a Eugénio de Andrade. De él únicamente sé lo que todo el mundo, aparte de algunas fábulas y leyendas adicionales que me fueron confiadas por el poeta Xosé Lois García, éste sí, amigo íntimo del fallecido. No conocí lo y no me gustaría haberlo conocido. Su cínica vanidad, asociada a una presuntuosa ironía, lo convertían, al menos para mí, en persona de difícil convivencia. No me sentiría, pues, cómodo en su presencia.
Sin embargo, eso, evidentemente, no es un problema. En realidad, casi no me gustaría conocer a ninguno de los poetas que admiro. ¿Quién sería capaz de conversar con Dante sobre cualquier asunto que no fuese, al menos, solemne? ¿Y con Rimbaud, aceptaría alguien compartir habitación, sabiendo, que entre otras costumbres, él criaba piojos en la cabeza? ¿Es imaginable una mesa de bar más tediosa que aquella en la que se sentasen Eliot, Pound y Rilke? Yo no conseguiría hablar sobre asuntos triviales y humanos con Lorca, mi gran y querido amigo Lorca, quien sólo es así porque lo tengo, irreal, en el corazón.
Definitivamente, es preciso dejar a los poetas en paz, cada cual con sus exquisiteces, y, actividad que se vuelve cada día más rara en los tiempos que corren, leer sus obras. La de Eugénio de Andrade merece la pena. Ese hombre recientemente fallecido nos ha dejado algunas de las páginas más límpidas de la poesía portuguesa contemporánea. La levedad de su estilo, la pureza de timbre y la arquitectura un tanto apolínea de sus versos son suficientes para diferenciarlo y situarlo muy por encima de la mayoría de los poetas portugueses vivos — y de buena parte de los muertos, con excepción de un Pessoa o de un Sá de Carneiro. Cuando nos aproximamos a sus poemas, nos sentimos invadidos por algo inefable e intraducible. Las palabras parecen elegidas al azar. Sin embargo, componen un todo armonizado hábilmente proyectado donde apenas notamos, de tan naturales que son: rigor y sencillez.
Poeta del cuerpo y de sus pasiones, Eugénio sabía manejar el verbo poético, confiriéndole una realidad erótica crepuscular. Con todo, jamás permitía que su dicción fuese banal o, lo que sería peor, vulgar. Comprendía muy bien, con Wilde, que, así como todo crimen es vulgar, toda vulgaridad es criminal. La nitidez de sus tintas líricas recuerda a los clásicos y él, en su modo muy particular, es uno de ellos: árcade desgarrado en el tiempo y en el espacio.
El amor en la poesía de Eugénio nunca es alegre ni epifánico. El silencio de gestos repetidos, de ternuras agónicas corre por sus páginas, mojadas por el más frío rocío de los tiempos: «Nada podéis contra el amor,/ Contra el color de las hojas,/ contra la caricia de la espuma,/ contra la luz, nada podéis./ Podéis darnos la muerte,/ la más vil, eso podéis/ — y es tan poco!» (de Frente a frente). La ciencia del amor, esa impura sabiduría, que sólo se aprende tarde, en el limite — Drummond dixit—, fue, sin duda, el tema central de la obra del poeta portugués, y ello contra todas las modas posmodernas que insisten en no hablar de cosas «ultrapasadas» como el amar. Pero no nos engañemos: el amor en Eugénio no es esfera de despreocupación o de gratuidad lírica. En la poesía amorosa (¿erótica?; ¿pornográfica, algunas veces?) de Eugénio no existen frivolidades. En ella, si hay inocencia o alegría, éstas se dan sólo como gozo momentáneo o explosión erótica. La mayoría de las veces, el amor es triste. Los derramamientos pueriles e ingenuos están ausentes. Eugénio, como Mallarmé, leyó todos los libros de la carne: «Ya gastamos las palabras./ Cuando ahora digo: amor mío,/ ya no pasa absolutamente nada./ Y entretanto, antes de las palabras gastadas,/ tengo la certeza/ de que todas las cosas se estremecían/ con sólo murmurar el nombre tuyo/ en el silencio de mi corazón» (de Adiós).
Las imágenes de sus versos evocan una especie de neopagano paraíso perdido donde la carnalidad del deseo se expone sin máculas, preconceptos o ilusiones. En este sentido, rescata, tal vez sin querer, un lirismo autóctono muy portugués, entrañable, sencillo y claro. Es en «Las manos y los frutos» (1948) donde descubrimos la diferencia y la fuerza de su radical erotismo, que no se compromete con corrientes literarias, sino sólo con sus propios impulsos y visiones. Erotismo del cuerpo, pero también de la palabra que lo asediaba. Solamente la más cortejada de las campesinas portuguesas, la poesía, era capaz de hacer sonreír levemente a Eugénio, como quien recuerda una antigua pasión juvenil: «Sordo, subterráneo río de palabras/ me corre lento por todo el cuerpo;/ amor sin márgenes donde la luna rompe/ y nimba con su luz el propio lodo» (de Sordo, subterráneo río).
Dueño de una voz peculiar y fluida, José Fontinhas — era ése el verdadero nombre del escritor, nacido el 19 de Enero de 1923 en Póvoa de Atalaia y muerto en Oporto, a los 82 años — impregnaba sus versos con una sonoridad lúdica—genuinamente lusitana — comparada muchas veces con la de los trovadores medievales. El recitativo de Eugénio nos recuerda el movimiento ambiguo, apesadumbrado y sensual del fado.
Hablando de fados y ritmos, una de las características más notables de la poesía de Eugénio de Andrade es su negativa consciente a cantar el alma portuguesa, a ser «natural» y accesible a las clasificaciones de la crítica. Eugénio de Andrade canta como quien no canta. Los modelos canónicos del «poeta de la tierra», del «poeta esencial» a la moda de Caeiro, personaje que tanto infestan la nueva poesía portuguesa, no eran importantes para alguien que, como Eugénio, sabía que «las palabras están gastadas» (de Adiós). En más de una ocasión el poeta se refirió desdeñosamente a los llamados «temas tradicionales portugueses». De esa honestidad suya brotaron poemas bellísimos, naturales y gustosamente irónicos: «Mi país sabe a moras silvestres / en verano./ Nadie ignora que no es grande,/ ni inteligente, ni elegante mi país,/ pero tiene esta voz dulce/ de quien despierta de madrugada para cantar en los bosques» (de Las moras).
Inicié estas líneas diciendo que no me gustaría haber conocido a Eugénio de Andrade. Y en ello no hay repugnancia alguna. Sé que en sus últimos años Eugénio quería quedar libre de los lectores y de todo el resto: de las intrigas, de los rumores, de los homenajes vacíos etc. Quizás por ello había preferido exiliarse en Oporto, ciudad de cielo oscuro y tenso, de cenicientas iglesias, donde hasta el río parece ser de piedra. Alcanzó él esa especie de estadio que le impedía convivir con los seres humanos rastreros. Y eso porque, antes de morir, ya había cumplido con su destino. Se hizo vate: alma de la poesía.
Aunque sin conocerte, Eugénio, me despido de ti con cariño. Que la eternidad te sea breve, como en los versos finales de tu poema: «Cae el silencio en los hombros y la luz/ impura, hasta doler. / Es urgente el amor, es urgente/ permanecer» (de Es urgente el amor).


Andityas Soares de Moura (Barbacena – Brasil, 1979). Poeta, abogado y profesor universitario. Ha publicado Ofuscações (1997), Lentus in umbra (2001) y OS enCANTOS (2003). Lentus in umbra fue traducido al castellano y publicado en 2002 (España, Ediciones Trea). Ha traducido al portugués, y están en curso de edición, obras de Juan Gelman, Rosalía de Castro y poemas eróticos del Renacimiento francés. Los poemas publicados en el presente número de Arquitrave han sido traducidos por Francisco Álvarez Velasco.