Isaac Goldemberg

La última cena

Señor,
un plato de sopa para la resurrección de la carne.
El mozo parece el hambre, el hambre parece Dios.
Quien parece Nadie.
Rechina el diente en la punta del tenedor.
Hoy probó la boca el hambre de Nadie.
Señor, un plato de muerte lo quiere la boca.
Debajo de la mesa ya cavan la fosa.
Llora el cuchillo en la punta de la carne.
Se ahoga la cuchara en la sopa.
Señor,
un plato de sopa para la resurrección del hombre.
Sálvalo, cuchara.
Recógelo, tenedor.
Hoy la lengua probó el sabor de Nadie.
Llueve. Llueve hambre en el plato de sopa.
De la mano del cuchillo, hoy llegó el hambre a comer con Dios.
Desde las barrigas llegaban los gritos de los guardianes del hambre.
Dios pensaba, pensaba en su hambre.
Se sintió el exiliado en el mundo de los hombres.
Oyó que alguien sembraba semillas en los surcos del hambre.
Los esclavos del hambre copulaban en su sopa fecundando más hambre.
Los pies descalzos de Dios danzaban
para que lloviera más sopa
y el hambre y la muerte yacían desnudos sobre la mesa
atrapándose las eyaculaciones con las bocas.
Dios era la virgen herética de todas las hambres.
Llevaba un collar con los dientes de Nadie
y su corazón era la ceniza del hombre.
Dios entró a la casa del hombre con hambre.
Entonces se asomó a su mirada. A sus ojos de tenedor,
al color de su sopa.
Dios comía con el hambre.
Su cuchillo era la muela del hombre.
Su cuchara la espalda, su plato la fosa.
Enredada en la cuchara de Dios se acababa la sopa.
El hambre entraba a saco en la barriga del hombre.
En los vientres encinta.
¡Cuántas lenguas sin boca! ¡Cuántas bocas sin sopa!
Dios tiró su plato con los huesos del hombre.
Se quemó la lengua con el hambre del hombre.
Dios vio diablos en la mesa.
Vio diablos devorando al hijo del hombre.
Nadie les dé posada. Nadie.
Nadie les guarde vino en la copa. Nadie.
Ningún buen hombre. Nadie.
Ninguna buena esposa.
Ninguna buena madre.
Dios vio a los sembradores del hambre
cayendo en su plato de sopa trozados por la cintura
en dos trozos de carne.
Vio salir de los huesos del hombre
el tenedor del ángel del fuego
hurgando en la sopa de los dioses del hambre.

Mail de Dios a los pueblos elegidos

El primer fundamento de la fe es el Nombre,
el primero de las demás existencias.
Ser que no crea ello
habrá perdido su vértebra principal.
Estáblezcase con firmeza en el corazón
que esta verdad no es intercambiable
con ninguna otra verdad.
Y ni siquiera ante la muerte
admitirá sustituto alguno.
Cumplid con la palabra.
Convertidla en práctica.
Todo esto fortalece la fe del corazón
en la indiferencia del Nombre.

Casas

Todavía quedaban en la ciudad todas las casas.
Pero la que menos quedaba era la casa del padre.
El dijo que guardaría su casa hasta el último día de sus días.
Más tarde, mucho tiempo más tarde,
volvía del destierro para ponerle candado.
Y el hijo, sin que fuese suya, se quedó con la llave.
Tiempo hace ya que la casa fue vendida al olvido.
Hoy el olvido tiene su llave, idéntica a la memoria del padre.
Esta será su tranca —dijo— mi memoria.
Más tarde, mucho tiempo más tarde, mudó su casa.
Pónganla aquí —dijo— donde estuvo la casa.

Las diez palabras

Toda mi obra la he compuesto con los pensamientos de los humanos, dijo Dios.
Alguien pensó, como en un canto, las diez palabras.
El pensamiento se le quebraba, no la voz.
Cántico hermoso y solemne de la no importancia.
De la no importancia de Dios, dijo el humano.
En la mente del humano rugía el fin del mundo, sin respiración.
Y esto sucedió ante una montaña como podría haber sucedido
ante un prado o un río de diez siglos.
La historia que les he dado es injusta, dijo Dios.
Más injusta de lo que crees, dijo el humano.
Las diez palabras cayeron como un rayo, sin comentarios.
Se citarían después las excepciones,
pero la palabra mandaría expresarse sin ninguna excepción.


Isaac Goldemberg (Chepén, 1945), profesor del Eugenio María de Hostos Community College, donde dirige el Instituto de Escritores Latinoamericanos y la revista literaria Brújula/Compass. Su obra ha sido traducida a numerosos idiomas. Como narrador ha publicado La vida a plazos de Don Jacobo Lerner.

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