Juan Gustavo Cobo Borda

Las madres terribles

Se creen perpetuamente jóvenes
y amigas descomplicadas de sus hijos
pero los castran con sevicia.

Expertas en el chantaje afectivo
proclaman a los cuatro vientos
lo invaluable de sus sacrificios.

Hasta que un día,
con la cara manchada por el cigarro,
reciben el portazo
con que sus hijos se van,
rotos pero felices,
escupiendo sobre su falacia
de carceleras honestas, francas y comprensivas.

Se quedaran atónitas
en busca de un almuerzo, una salida,
una misa, un sicoanalista.

Las comidas con bolero,
guitarra y amante efímero
que aleje por pocos días
el espectro de su rostro
ya roído
por la grandeza inconmensurable
de su infinito vacío.

Catulo aún vivo

Egocéntrica absoluta
solo peroraba
de sus aburridos asuntos:
poderes, memoriales, litigios.

Sin terminar aún de amar
ya llama a la oficina.

Considerándose muy astuta
y de paso
graciosamente oportuna
se volvió despiadadamente competitiva.

Su heroína:
Alexis Carrington,
millonaria de película.

Pero todo en realidad
disimulaba un sueño trunco:
la amplitud del currículum.

Algo, sin embargo, parecía escurrírsele
lentamente erosionado entre ruinas.

Que, en definitiva, nada quedo
de cuanto hizo.

Ni, por supuesto, estos versos
a su memoria inscritos.

La isla

Hay algo. Un presagio.
Una señal débil
pero audible.
Una llamada
que vuelve e insiste
en su reclamo. Un mar infinito
que pueblan innumerables delfines.

Es una clave no demasiado explicita
pero recurrente.
Conservada durante años.
Una sonrisa quizás tímida
pero ahora puesta por escrito
para mirarla despacio.
Para que se abra
como una flor de mármol perdurable
ávida de agua.

Con la suave pretensión
de tocar un corazón atareado.
Un cielo límpido
donde la luz se ha vuelto
seca y diáfana.

Escúchame, lejana.
Es el mismo latido
con que el Egeo
enmarca columnas truncas,
los templos y las cariátides.

Entre ruinas
Ulises escucha
el tramposo canto
de todas las sirenas
mintiéndole una isla,
el nocturno aceite
de una cabellera extendida.

Pero en la noche
subsisten
los largos aullidos
de perras en celo
guiándolo,
con fingida coquetería,
hacia el insondable abismo.

La tumba siempre abierta
de sus cuerpos tibios.


Juan Gustavo Cobo Borda (Bogotá, 1948), entre sus numerosos libros mencionamos Los de poemas Salón de té (1979), Casa de citas (1981), Ofrenda en el altar del bolero (1981), Roncando al sol como una foca en las Galápagos (1982), Todos los poetas son santos e irán al cielo (1987), Almanaque de versos (1988), Tierra de fuego (1988) y Poemas orientales y bogotanos (1991).

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