Carta a Rogerio Tenorio
por Ignacio Ramírez

La palabra poeta -(¡ahora me doy cuenta!)- a pesar de su aparente fragilidad, su sencillez, su modestia, es, especialmente en este momento de confusiones y barbaries, como una columna donde los soñadores y los guerreros que trabajamos y luchamos desde la trinchera de la creación, podemos sustentar un poco de ilusión en medio de estos tiempos grises, esta ferocidad donde los valores esenciales de los seres humanos sobreviven apabullados por el miedo, ensombrecidos por la fuerza bruta de los necios.

Poeta. Como decir viento o pájaro, vuelo o camarada, trovador o amigo. Poeta y tío fueron las palabras que sentí como si fueran un par de alas agitadas, cuando Harold Alvarado Tenorio, tu sobrino real, me hizo llegar los versos que escribiste allá en la jaula, en el túnel, la cueva cavada en la montaña por las hienas que te secuestraron y te mantuvieron torturado durante los meses largos en que todos los que te queremos tanto esperábamos por tu regreso, que se produjo al fin, aunque no ha de borrarse ni de tu memoria valiente ni de la amnesia vil de un pueblo incapaz de proteger a sus ciudadanos, sus padres, sus hijos, sus hermanos, sus poetas, sus tíos.
Tú quizás ni lo sepas (que tampoco hace falta), pero desde el mismo día siniestro en que te capturaron los asesinos, una gran legión de poetas se convirtió en un ejército de hombres y mujeres de palabra que pusieron el grito en el cielo y reclamaron tu libertad, tu derecho a la vida. Llegaron cartas por montones. De los cinco continentes donde viven dispersos pero unidos por una red invisible de poesía, volaron sus palabras para protestar por tu secuestro. Leyeron y aprendieron tus viejos y sensibles poemas y te quisieron y te lo dijeron con sus mensajes repletos de solidaridad y de cariño.

Sabíamos, por supuesto, que nada puede el sencillo argumento de un clamor contra la enceguecida y delirante gula de dinero y muerte que se enardece en las cabezas huecas y en las manos criminales de quienes gota a gota chupan la sangre del país. Aún así, de todas formas estábamos contigo, al menos en el corazón y el pensamiento.

Eso de nada vale, lo sabemos. De nada, al menos, si se pone frente al sufrimiento y el injusto escarnio al que son sometidos los rehenes. Pero ahí estaban las palabras uniéndonos, encadenándonos, obrando de puente frente al muro de tu cautiverio. Y tú, allá, entretanto, también con tu palabra como única amiga, compañera, tabla de náufrago.

Alvarado me contó tantas cosas tan tristes, que ni siquiera cuando ya supe que habías sido liberado, tuve valor para pasar la voz a mis amigos y cronopios. Algo me detuvo. No sé si la amargura o la impotencia, el pavor o la perplejidad. Esta es la hora en que no he dicho nada. La noticia no es la libertad, porque ella es el derecho. En cambio su violación, su estirpe baja, su ruindad, cómo llena los diarios y las radios y las pantallas de televisión. Y nada pasa, poeta: cinco mil colombianos encadenados al martirio escriben hoy (¡quién sabe dónde!) sus poemas, sus botellas de náufragos en el mar de los zarpazos, condenados a muerte en el monte de los olvidos.

Casi nadie lo sabe y ni siquiera sé si es prudente comentarlo, pero me enteré de las condiciones terribles de oscuridad, carencias, malos tratos, días y noches tras días y noches de meses tras meses esperando una rendija de luz hacia este lado de la vida o la tiniebla perpetua hacia el lado de la muerte. ¡Qué valentía la tuya!

Y allí en la oscuridad la poesía también te iluminó la vida: Alvarado me ha traído los versos que escribiste, no sé si en un papel sucio y arrugado y escondido, o en tu memoria de combatiente por la vida con las manos limpias.

Aquí los leo, tus poemas: «No he podido evadirme del pasado/ Y es falsa esa ilusión que pretendía/ Restaurar lo que no ha cicatrizado, / Que perdura y lastima todavía».

Honda pesadumbre, cicatriz para siempre. Pero ahí estaba contigo la palabra: «Y esta muy triste historia ha terminado. /Maestría en olvidar ayudaría/ Apagando carbones que han quedado/ Y que ligera brisa encendería».

Eso es el poeta, tío querido: «una llama al viento» –como decía Porfirio. Un cirio que hasta el último instante de la llama, arde y espera y quema e ilumina, como nos enseñó Kavafis. Ese es el tío, poeta: un pariente por vínculos de sangre o un amigo incomparable a quien le calza con precisión esa palabra que es cariño expresado en una sílaba, contenido y resuelto en un abrazo.

Así, Rogerio, ella –la palabra—estuvo con nosotros mientras en la montaña con la puerta cerrada tú soltabas el hilo de la espera: la campana y su blanco campanario, el río que cruzó por tu tierra nativa, bosques y plantíos, el Cauca, sus pájaros cantores, un traje blanco, una cintura, la palabra, ese Ábrete Sésamo desde la parte oculta de la tierra, que fue a la vez tu tumba y tu más esotérica cita con la poesía, que te sacó a la luz de nuevo, te salvó, nos devolvió la posibilidad de un buen abrazo, una vibrante resurrección para decirte poeta y para desfogar todo el afecto que se despliega cuando se abraza a un tío.
Poeta Rogerio Tenorio: bienvenido de nuevo a las palabras sol, renacer, aurora, noche, batallar, arroyo, nube, vida, muerte y amigo.

Bogotá, Noviembre de 2004


Ignacio Ramírez (1944) es el director de la agencia de noticias culturales Cronopios.

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