Amílcar Osorio: los aguafuertes de la memoria
por Víctor Bustamante

La fotografía lo revela sentado sobre uno de los brazos de un sofá, ambas manos reposan sobre sus muslos. Viste una americana, chaleco y la corbata le da un toque de elegancia.
Su mostacho y el cabello largo dan la impresión de que fuera un hippie, los espejuelos le dan cierta madurez. Placido y serio, sus ojos se han posado en la cámara. Sentarse sobre uno de los brazos de un diván, da la impresión de que estuviera de paso, que en un instante el poeta se marchará. Esa fue la primera imagen y por supuesto la que ha quedado.
Dos escritores dan una versión del poeta. Uno de ellos, el crítico literario Javier Arango Ferrer, lo había distinguido de una manera algo distante: «Dueño de un gran perro, como lo vi un día. Por lo delgado parecía un Picasso de la primera época, a quien no reconocí en el hombre oculto detrás de un bigote prehistórico que un día me saludó sin lograr reconocerlo…» Darío Lemos, más cercano, da una presencia espiritual de Amílcar: «Salvado, piedra y hierba juntas. No se equivoca. Lleva una vida deliciosa, seria. No mi maestro pero si mi ‘arco’. Como un niño el más grande. Una soledad muy bien centrada».
Amílcar como nadaísta le encantaba provocar al colocarse un guante blanco sobre la solapa de su saco o se peinaba de lado dejando caer la crencha de su melena para tapar su ojo derecho. Siempre habló de un proyecto de novela que nunca cristalizó, Súbete todo en mí. Vivió una temporada en Estados Unidos. Afirmaba que el único nadaísta verdaderamente intelectual era él. Siempre cuestionaba a Gonzaloarango por esas poses místicas que adoptaba.
Cierto. Existen dos nadaísmos: uno que puebla y medra los mass. Ya sin el efecto vital de provocar, pero también otro casi subterráneo. Ahí el mundo indiferente a la literatura como es el de Darío Lemos, la causticidad de Alberto Escobar Ángel y el continuo deslumbramiento de la poesía de Amílcar.
A Amílcar solo resta buscarlo en su único libro: Vana Stanza, (1984), casi clandestino, para encontrar en él a un gran poeta. Con la perplejidad que depara señalar a alguien de esa manera cuando uno cree que en nuestra literatura ya no existen escritores por descubrir.
Cuando se leen sus poemas, aparece esa sensación que Pessoa denomina saudade, cierta melancolía con ambigüedad entre el silencio y la perplejidad de la ausencia, por supuesto una cara ausencia.
La primera parte de Vana Stanza, evidencia una casa vacía, con la sola presencia de quien no aguarda a nadie, porque se ha sumido en el territorio de la soledad. El testigo, quien ha quedado para relatarlo, espía en cada objeto el paso vital y lacerante del otro, quien ya no existe porque se ha marchado dejando perplejo al poeta en el territorio de la incertidumbre. Un tibio piso de madera, los candelabros, las puertas, la alabada complicidad de las ventanas son la huella. Y aunque la palabra tristeza no se menciona, -esa palabra tan íntima- se esconde el propio sentimentario personal y en este tour de force ha creado el poeta unos poemas de exquisita factura.
Sus poemas son imágenes, a veces, se tiene la certidumbre de mirar un bodegón o un fresco con un chiaroscuro perenne. Esas imágenes, que son sus poemas, se suceden al filo de la madrugada o a la caída de la tarde, cuando la luz, como una intrusa, define los contornos de los objetos, enseña otras líneas, apacenta los colores y los volúmenes entregan otra intensidad mientras afuera un verano tardío expresa la vida que huye.
A veces recuerdo a Velásquez antes de hundirse en la tela para expresar con sus pinceladas su «realidad» como si quisiera, en esa mirada, fijar la eternidad de lo que observa para luego plasmar lo que quiere que veamos. Así hace el poeta, las luces, sus luces impregnan sus paisajes bañados por su interiorización. Entonces uno comprende porque esos objetos que gravitan en la casa vacía le hablan.
Luego en su evolución creativa, aparecerá la obsesión por los mármoles tallados con fervor, donde la herrumbre le cautiva con su belleza mutilada. Mármoles nobles que expresan una civilización pero que también, el lento paso del tiempo, los destruye; como metáfora de lo que él denominó: «vana y violenta carne».
Alguien le ha reprochado su paisaje de halconero imaginario, pero señor de la cetrería, sabemos que el escritor establece los símbolos y límites a su arte.
Un verano cómplice siempre está presente en sus poemas; estos son sus doradas manzanas recogidas el 29 de Abril de 1962.


Víctor Bustamante (Barbosa, 1954) es economista de la Universidad de Medellín, director de El perro rabioso y autor de Luís Tejada: una crónica para el cronista (1994), Amábamos tanto la revolución (1999) e Historia del estadio (2001).

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