José Emilio Pacheco
por Jorge Fernández

Ya desde principios de la década de los ochenta José Emilio Pacheco (México, 1939) era considerado una figura central de su generación. Los dos primeros títulos de su obra, Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966), eran asombrosos. Finos sedimentos en equilibrio tanto de la tradición francesa simbolista y surrealista como de los Contemporáneos, quizá también de Octavio Paz, Alí Chumacero y Rubén Bonifaz Nuño, poemas tempranamente maduros dispuestos en impecables series o meditaciones alegóricas. Podríamos decir que son elegías de una temprana madurez. Su elegante labrado formal es paralelo a su temple clásico. Poemas impecables donde la naturaleza y el tiempo vencen una y otra vez al apurado corazón del hombre y sus trabajos. Lugares de lamento. Flota en ellos una atmósfera nocturna y una intemporal sabiduría. Ya desde estos libros, los elementos de la materia, el tiempo y la destrucción, el drama de la conciencia, el logos absurdo y finalmente doloroso, se desplegaban como los asuntos centrales de una temática cuya universalidad y pulcritud la situaron inmediatamente en muy alta estima.
No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) fue un auto examen, giro de 180 grados que colocó al poeta y a su obra como subproductos de una impotencia mayor: la historia. Responder a la pregunta: ¿cuál es hoy el lugar de la poesía? con la franqueza necesaria y, al mismo tiempo, renovarla en ese replanteamiento parece el derrotero que toma su obra poética a partir de entonces. Libro que parece formado de retazos y aforismos, algunos inolvidablemente agudos, No me preguntes cómo pasa el tiempo inaugura también un amplio ciclo, decisivo, que se prolongará en Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976) y Desde entonces (1980) para cerrarse con Jardín de niños, extenso poema que puede considerarse una síntesis de sus preocupaciones tutelares, fábula en torno a la pérdida de la inocencia y de todo significado perdurable ante la devastación del tiempo.
El título de Irás y no volverás alude al lugar o país de los cuentos infantiles a donde se iba y de donde no se regresaba nunca. Ese lugar podría ser también esta segunda época de la poesía de Pacheco; la cual parece haber quemado las naves con su paraíso de pureza. Poner sobre la mesa el revés, la confesión, el anticlímax de la propia voz poética no es un mero ejercicio de estilo. Con la brevedad del apunte y la austeridad del testimonio, los poemas de este ciclo -que no dejan de responder también, dentro de su mordacidad crítica, a un examen ético del lenguaje literario- asumen una desnudez que, paradójicamente, los fortalece.
El tono conversacional de algunos poetas norteamericanos, la antipoesía de Nicanor Parra, y la saludable irreverencia de Ernesto Cardenal o de Jaime Sabines están más cerca de esta, ya definitiva y diferenciada, voz de Pacheco, cuyos más perdurables méritos son probablemente la transparencia comunicativa y la erudición revertida a la cotidianidad que hace de todas las venas literarias que lo alimentan una sola corriente con capacidad a veces narrativa, a veces alegórica, a veces aforística. Lenguaje extremamente cultivado que sin embargo produce la impresión de un habla llana.
Otra aspiración constante de este autor desde sus primeros libros es convertir el poema en instrumento de reflexión tribal, perenne y anónima, la mallarmeana legislación de dar un más alto sentido a las palabras de la tribu. En este sentido, inventa un género literario: las aproximaciones, que parten de la traducción de otros poemas pero aspiran a más, a reencontrarlos, a rescribirlos en otro tiempo y espacio. La afinidad de José Emilio Pacheco con esos textos lo lleva a recrearlos y a situarlos al lado de los suyos en cada nuevo libro, con lo que proponen un puente de espejos en el cual sus poemas son también preguntas a la poesía de otros poetas, y sus traducciones de otros poetas son también nuevos poemas propios. Poemas que reaparecen, reanunciadas de un poeta a otro y de un idioma a otro.
Los años ochenta y noventa fueron el escenario de un tercer ciclo poético que se abre con Los trabajos del mar (1982). En este ciclo, que se prolonga hasta La arena errante (1999) y que comprende los libros Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989) y El silencio de la luna (1996), la tematización sobre el mal de la historia se define abiertamente como la fuente obsesiva de su atención. La historia, su pasión aborrecida pero irrenunciable, desfila envuelta con adjetivos de condena. La crónica se acerca así a la poesía y la poesía se sincroniza con el tema de la historia. La idea del tiempo como devastación o desintegración cede su sitio a la del tiempo como irremediable teatro de alegorías que se reiteran o se multiplican de manera hasta cierto punto grotesca. La declaración de principios ya estaba anunciada, por lo menos diez años atrás, en un célebre poema («A quien pueda interesar»):

Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas
obras que sean espejo
de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto
ni medida

Esta especie de bitácora en que se convertirá poco a poco su poesía, no obstante, de reflexiva tiende a sentenciosa, y de sentenciosa a moralizante en un deslizamiento no lineal pero sí acumulativo, que con frecuencia produce el efecto contrario al que buscaba en principio al plantearse el poema como una crónica de lo circundante. La utilización de máscaras o personajes que toman la palabra para emitir un juicio que invariablemente remite a la sociedad humana, fábula o alegoría tras la que siempre se escucha la voz del moralista, es el recurso ejercitado sobre todo en la primera y última partes del libro. Los objetos, animales o personajes no hablan en realidad nunca de sí mismos, no tienen una visión otra como correspondería a su naturaleza singular, sino que son utilizados como pretextos para el pensamiento del autor. En general los poemas de este último ciclo poético tienden a ser fábulas, demostraciones una y otra vez de ciertas ideas fijas acerca del mundo y de la historia.
El conjunto general o gran ciclo poético en doce capítulos que nos ofrece Tarde o temprano (2000) está relacionado con la evolución del concepto mismo de poesía a lo largo de toda una vida. Si Fernando Pessoa definió el sentido de sus heterónimos como un drama en gente, podríamos decir que Pacheco nos presenta en la suma de sus libros un drama en géneros. Así, la narrativa discute con el ensayo y la crónica se alía con la fábula, y todas hablan y convencen a la poesía. Así, lo que discurre a través de estas páginas es también un gran cuestionamiento e indagación sobre el poeta y su trabajo en la época contemporánea, así como sobre el pasado y el presente de este género. Pocas obras presentan tal amplitud, tal diapasón de abordajes del ejercicio poético.
El espectador que observa a través de estas líneas el mundo lee un conjunto de alegorías que ilustran una condición esencial, trágicamente circular, de la condición humana; la cual parece no tener salvación ni superación posible, acaso sólo queda plasmar el testimonio con un contundente trazo que la contenga. Cada poema de Pacheco intenta ese trazo. En él hay una voz puntual y sombría. Unidades de observación que reducen cada vez más sus elementos, las piezas de los últimos libros pueden leerse también como parábolas de una fina mente escrutadora.

¿Qué pensaría de mí si entrara en este momento
y me encontrara en donde estoy, como soy
aquel que fui a los veinte años?

Pregunta en Siglo pasado, el libro que cierra Tarde o temprano. Recapitulación y acaso despedida de una de las obras poéticas más altas de la literatura mexicana, estos últimos poemas conmueven por su introspección sin artificio y la sosegada agudeza de su tono. Piezas breves, aforísticas, que parecen cantos rodados por el tiempo y la conciencia. Este último libro lleva además el significativo subtítulo de (desenlace). Aquella voz, que ha recorrido todos los registros y ha entregado realizaciones memorables en cada uno, se ha aquietado como el agua e igual que ella es ya sencillamente clara. La Historia, como una indispensable turbulencia parece dejada si no atrás por lo menos a un lado durante unos instantes para reunir un hilo de cuentas íntimas. Y desde una inesperada modestia le dice a esa aparición de veinte años que lo mira desde la puerta:

Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.
Pero en manera alguna perdón o indulgencia:
Eso me pasa por intentar lo imposible.


Jorge Fernández (México, 1965) ha recibido el Premio Jaime Sabines y el Nacional de Poesía de Aguascalientes.

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